Rafael López: † En un lugar de España, a 24 de junio del 2024

Las profesiones modernas solo generan una desoladora dependencia

Querido don César:

Confío que, al recibo de ésta, usted y los suyos se encuentren bien de salud. Nosotros estamos bien, gracias a Dios (en una carta que, tal vez, vea la luz no puedo ser más explícito, aunque el hecho de estar junticos justifique, más que ampliamente, tal catalogación).

Me dirijo, de nuevo, a usted para realizarle algunas reflexiones, hoy que hace diecinueve años que “aterricé” por estos lares. Ya no soy el recien y enérgico cuarentón de entonces, ni en lo fisico, ni en lo emocional, ni en casi nada. Estoy más viejo, más cansado, más ilustrado (en algunas cosas) y, por supuesto, muchísimo más gruñón.

Pero no quiero hablarle sobre cuitas personales sino sobre sociales, porque si en vez de una carta personal hubiese escrito un artículo para su magnífico blog lo hubiese titulado “La arrogancia de las otoñales generaciones”. Tendemos a observar con mirada severa el devenir de las nuevas generaciones (con la excepciones que toda regla impone), y aunque creo que no faltan motivos para ello, una buena parte de esa degradación social es responsabilidad nuestra, ¡sí la de los cuasi cincuentones, cincuentones veros y recién sesentones, como yo!

Trataré de explicarme más ampliamente para intentar que se me entienda mejor. Nuestros Padres y Abuelos eran o son (para los afortunados que aún puedan contar, físicamente, con Éllos) personas recias y austeras que, sin aspavientos, sacaron adelante a sus familias en unas condiciones de gran necesidad. Bajo los ojos de la “modernidad” seguramente este hito les parezca tan insignificante que no sea ni digno de mención, ni mucho menos de alabanza, pero ¡qué equivocados están!

Porque sacar adelante a la familia, en tiempos en los que se carecía de casi todo, fue una labor TITÁNICA, al alcance sólo de personas de una grandísima calidad. En aquellas economías de cuasi subsistencia eran capaces de, con sus manos, “criar” el pan que se llevaban a la boca. Lo he puesto entre comillas, siendo incluso un verbo inapropiado para el sentido literal de la frase, porque el término engloba las infinitas actividades agrícolas, domésticas y ganaderas capaces de proveer el sustento para la prole, en definitiva criar a los hijos. ¿A ver, quién de sus descendientes seriamos capaces de tanto con los medios que tuvieron Éllos?

Nosotros que, gracias a su esfuerzo y sacrificio, pudimos estudiar, obtener relajados y bien remunerados trabajos; nosotros que en nuestras mesas hemos podido tener manjares, ni siquiera soñados por nuestros ancestros; nosotros que nos moriríamos de hambre, en una coyuntura como las que les toco vivir a Éllos; nosotros somos, en definitiva, unos inútiles engreídos.

Sin embargo nuestros Padres y Abuelos (¡bendito amor paternofilial!) nos vieron como la quintaesencia de todo lo bueno, archivos vivos del conocimiento y la sabiduría. Aún recuerdo, y se me se saltan las lágrimas al hacerlo, a una persona muy querida, ya con cierta edad, hacer operaciones matemáticas básicas (sumas y restas para que nos entendamos) con el objeto de no perder la agilidad matemática; o hacer caligrafía para entregarme después el cuaderno y que lo repasase, porque le preocupaba hacer correctamente las operaciones y escribir bien las palabras, especialmente las que tenían “b” y “v”. Cuando esa persona, y por extensión nuestras Madres y Abuelas, sabía de economía doméstica (y, por ende, de la economía en general) más que los iletrados que ufanamente se arrogan, en estos tiempos aciagos, ser la quintaesencia en esa materia. Y eso, por no hablar de tener EDUCACIÓN, SABER ESTAR y RESPETO (que usted ya me entiende al ponerlo en mayúsculas y no le tengo que dar más explicaciones).

Pero no sólo era ese conocimiento sobre el manejo de un hogar mirando las pesetas; era un sinfín de tareas que realizaban con naturalidad y que para nosotros son ya inexpugnables cimas: cultivar el huerto, hacer el matapuerco, sembrar trigo, saber cómo matar y arreglar un conejo o un pollo, etc., etc., etc., etc.. Justo es el castigo por la vanidad con la que hemos vivido durante tantos lustros, porque hoy comprobamos la feroz mueca del destino al observar, nítidamente, que nuestros Hijos vivirán peor y tendrán menos oportunidades que nosotros. Además ésos vigorosos ángeles de la guarda, que nos dieron todo, ya no están para sacarnos las castañas del fuego. Somos esa nefanda generación incapaz de haber mantenido la llama de ésas inmarcesibles sabidurías, ancestrales y eternas, para aprenderlas, utilizarlas y, finalmente, transmitirlas a nuestros seres más queridos.

Actualmente vivimos la era de la superespecialización, intrínsecamente contraria a la de la autonomía y la versatilidad que tenían nuestros mayores. La primera genera esclavitud y servidumbre, las segundas libertad y dignidad. Les pondré un ejemplo: un matarife hoy, con esa feroz y moderna maquinaria industrial, llega a sacrificar cientos de reses durante su jornada laboral; sin embargo antaño, en todas las casas, nuestros mayores disponían de esos conocimientos y con sencillos utensilios y herramientas eran solventes para proveerse su sustento; no estaban profesionalizados ni maldita la falta que les hacía. Las profesiones modernas solo generan una desoladora dependencia.

Tendemos a observar con justificada mirada crítica a los malnacidos de nuestros malgobernantes y a toda su prole de sicarios y demás alimañas paniaguadas; sin embargo, solemos ser indulgentes con nuestra propia soberbia. Porque sí, existe un halo de fatuidad en nuestras generaciones, el cual nos ha llevado a despreciar los primorosos conocimientos y habilidades de nuestros mayores. En el colmo de los despropósitos nuestros hijos sufrirán por nuestros propios engreimientos al llevar el estigma de la inseguridad, la vulnerabilidad y el abandono de la cultura del esfuerzo.

¿Qué cosas, dignas de mención, somos – o sabemos hacer – los de las generaciones otoñales?

La sociedad de nuestros Padres y Abuelos, en su sobriedad, era tremendamente vigorosa, dinámica, limpia y sana. En las actuales sólo hay decadencia, degeneración y ruina (moral, cultural y económica), ¡que luctuoso último medio siglo!

¡Y cómo pagamos la generosidad que nos brindaron nuestros ancestros! Pues con la más áspera ingratitud: aparcándolos en residencias de ancianos (si, ya sé que es por su bien) u ofreciéndoles la profilaxis de la eutanasia.

Me despido con un fuerte abrazo y, como siempre, mis mejores augurios para Usted y los suyos.

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