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NOVELA CORTA: «La cita»

Posted in LITERATURA, Novela on diciembre 29, 2020 by César Bakken Tristán

“LA CITA”

Novela corta de César Bakken Tristán.

© Cesar Bakken Tristán. 2011.

B dudó unos segundos pero decidió seguir adelante. ¿Qué más podía pasarle?, ¿qué le detuvieran?. Con eso ya contaba si no se hubiera escapado de la habitación del hospital.  Tenía que arriesgarse.

– ¡Guardias, guardias! –gritó Donato – Esto es un escándalo, exijo que llamen a la policía inmediatamente.

B sintió un escalofrío por todo el cuerpo: “¿Donato me está denunciando?” No pudo evitar detenerse. Si él le traicionaba todo su mundo se vendría abajo definitivamente.

Un mes antes:

Cuando al volver del trabajo B escuchó el mensaje de voz que le habían dejado en el teléfono de su casa no pudo evitar sentir un alivio general y que una pequeña sonrisa pintara su cara de alegría. Llevaba mucho tiempo esperando esa llamada y aunque no había conseguido hablar con nadie el mensaje le beneficiaba de igual manera. Era, por fin, una puerta abierta a intentar paliar el demacrado estado de un par de sus piezas dentales, las cuales parecían haber mantenido una postura díscola y ajena a la higiene bucal que con tanto esmero él realizaba a diario.  Con los años había comprobado que por más que cuidara su dentadura, esta no estaba por la labor de olvidar el paso del tiempo y, por lo tanto, su inevitable deterioro.  “¿Por qué mis dientes se harán los locos?” se preguntaba a menudo ante el espejo poniendo esa cara entre estúpida y maléfica que todos ponemos cuando nos miramos la dentadura.

Ya se lo decía Marta cuando salían juntos: “Hazte un seguro dental, que lo vas a acabar necesitando. Con la edad a todos nos hará falta”. Ahora se arrepentía de no haberla hecho caso, porque al no tener seguro y no poder pagarse uno bueno, no tenía más remedio que extraerse una o tal vez dos piezas dentales, que era gratuito en la Sanidad Pública. Poner unos implantes le supondría más de seis mil euros, amén de los padecimientos inherentes a este tipo de intervenciones. Había decidido extraérselas y apañarse con dos piezas dentales menos. Todavía le quedaban muchas, no las tenía por qué echar excesivamente en falta, a nos ser que al poco tiempo comenzara el inevitable otoño dental que todos los seres humanos padecen o que algún energúmeno se los partiera en una pelea de las muchas que ocurrían en su ciudad y en las que él casi nunca se involucraba al ser una persona pacífica y para nada pendenciera. Pero todos pueden ser víctima de una agresión, así que cruzaría los dedos tanto por lo peligroso y desagradable de ser agredido como por lo costoso que le saldría si el resultado era la pérdida de más piezas dentales.  En cualquier caso, como decía su difunta abuela materna, que vivió más de veinte años sin dientes: “Con las encías mastico perfectamente, no necesito dentadura”. Y era cierto, la mujer comía prácticamente de todo. Eso sí, era tremendamente gracioso verla hacerlo, pues lógicamente tardaba y gesticulaba más que el resto de personas.

Le hizo gracia acordarse de su abuela y, sobre todo, de su exnovia por ese motivo tan raro y no por los buenos o malos momentos pasados junto a ellas. B era así, no se preocupaba de lo que no estaba a su alcance o de lo que no tenía, como en este caso a su abuela o el amor de Marta. “La llamaré un día de estos, hace años que no sé nada de ella” se dijo “pero no le diré nada de las muelas, sería darle pie a que empezara con sus reproches de siempre. Mejor pensado no la llamo, bastante tengo ya con lo de las muelas y mi situación económica como para encima aguantarla a ella. Sería masoquismo puro”.

Y esto fue todo lo que B se permitió pensar en su expareja, a pesar de que había pasado con ella siete años y habían convivido en esa misma casa en la que ahora vivía él y que tan a duras penas podía mantener. Lo único que realmente echaba de menos de ella era que pagase la mitad del alquiler, pues  con su precario sueldo a penas si podía sobrevivir. No era un pensamiento egoísta, sino práctico. Pero entre vivir sólo, precariamente, o volver a compartir piso como hacía antes de vivir con Marta elegía lo primero. B sonrió pensando en que vaya dos motivos que le habían venido a la mente para recordar a Marta.  Él no era un mal tipo, simplemente era muy pragmático en las relaciones humanas. Claro que había estado a gusto con su exnovia, pero eso no significaba que la fuera a tener en mente el resto de su vida. Cariño sí que la tendría siempre , eso sí, cuando apareciera en su mente, cosa que desde los cuatro años que habían transcurrido desde su ruptura había sucedido muy pocas veces, por no decir ninguna. En lo que sí que se paró a pensar con amargura es que en estos cuatro años no hubiese conocido a ninguna chica con la que compartir el piso o, simplemente, tener una relación estable. Se había relacionado con  chicas, y hasta se había acostado con alguna, pero sin continuidad.

“¿Tan feo soy?” se preguntó mirándose al espejo. “Marta estaba muy bien y yo le gustaba, no sé a qué viene esta mala racha, tampoco he pegado un bajón considerable en estos años. En cuanto baje un poco la tripa estaré igual que antes. Y ahora con dos piños menos, pues peor todavía. La verdad es que me da igual, mejor solo que mal acompañado. Ellas se lo pierden”. Así era B, un despreocupado preocupante.

 Según las indicaciones de la dulce voz de mujer del mensaje tenía que presentarse dentro de siete días para ser inspeccionado por un médico, en este caso un cirujano máxilofacial, a fin de determinar el alcance de su dolencia bucal y la intervención quirúrgica y posterior tratamiento al que sería sometido. Estaba contento, aunque el hecho de tener que ser atendido por un médico no le gusta a nadie, o a casi nadie ; de todo hay en este mundo de locos. Pero si por desgracia hace falta es un motivo de alegría poder estar en manos de un profesional para que tu salud mejore, o por lo menos no empeore, que es algo muy a tener en cuenta. Y si encima es gratuita la atención (si se puede llamar gratuito a un servicio que disfruta gracias al puntual pago de sus desmedidas obligaciones tributarias), pues mejor todavía.

El resto del día lo pasó  buscando sin éxito los anteriores informes, y demás papeles, de su estado bucal. Nunca conseguía encontrar este tipo de cosas. Menuda charla le tocaría aguantar de Marta si estuviera allí con él.  Darse cuenta de que era la tercera vez en el día en la que se acordaba de su exnovia le hizo abandonar su búsqueda y entretenerse leyendo un poco mientras trasegaba una botella de vino tinto de la máxima calidad que su economía le permitía, que era entre el vino de cartón de algunos indigentes  y el más barato de la carta de un restaurante de precios populares. Sonrió pensando que si Marta estuviera allí le diría que no bebiera tanto, que si era malo para esto o aquello… “¡Basta!” se dijo, “¿pero qué me pasa hoy que no hago más que pensar en esta tía? “. Por suerte quedaba poco para que se tuviera de acostar, a las nueve menos cuarto tenía que salir de su casa para ir al trabajo, por lo que ya no tendría mucho tiempo de seguir torturándose pensando en su exnovia.

A la mañana siguiente recibió una nueva llamada, la cual sí pudo atender pues fue a las ocho y media, en la cual le indicaron que debía presentarse dentro de siete días para ser inspeccionado por un médico, en un centro sanitario distinto al indicado en el mensaje de voz. Tras pensar con alivio que todavía hay gente que madruga más que él para trabajar, B intentó razonar con la nueva mujer, esta vez sin voz dulce, para que entendiera que ya tenía una cita previa en otro centro para el mismo asunto.  La mujer de la voz amarga le contestó que ella no sabía nada al respecto, que no estaban coordinados con los demás centros sanitarios y que su obligación era comunicarle la cita y la obligación de él era acudir a ella si no quería perder el derecho a ser atendido médicamente por la Sanidad Pública. Se despidió de él y colgó dejando a B con varias preguntas en la boca, además del dolor esporádico de muelas de casi todas las mañanas.

Buscó el teléfono del hospital del que le llamaron en primer lugar, para intentar aclarar el asunto. Al otro lado del teléfono contestó un hombre de voz grave y aburrida, nada que ver con aquella voz del mensaje del día anterior que hasta invitaba a ir al mismo por toda la dulzura, y hasta sensualidad, que trasmitía:

– Hospital San Cecilio.

– Buenos días – dijo B y prosiguió a los pocos segundos, al no recibir un saludo de respuesta – verá, ayer recibí una llamada de su hospital, de una señorita muy amable que me dejó un mensaje de voz para ir a la consulta del cirujano máxilofacial…

– ¿Quiere cambiar la cita?

– No. Es que hoy me han llamado de otro hospital para lo mismo.

– ¿Quiere anular la cita?

– No

– ¿Entonces qué puedo hacer por usted?

– Quiero que me aclaren el por qué de esta segunda llamada.

– Llame entonces a ese hospital, nosotros no podemos decirle nada al respecto. Sólo nos ocupamos de nuestras citaciones. Buenos días.

Y, dicho esto, la voz aburrida colgó. B se quedó perplejo, con el auricular en la oreja y la boca abierta. Colgó el teléfono, dándole vueltas en la cabeza a lo que había sucedido. Llamó al segundo hospital y fue atendido por la mujer de la voz amarga.

– Hospital catorce de abril.

– Buenos días, hace un rato me ha llamado usted a mi casa, para darme una cita ¿se acuerda?

– Llevo todo el día haciendo llamadas para dar citas.

– Verá, soy el paciente que ya tiene una cita previa en otro hospital, ¿no se acuerda?

– No.

– Bueno, está bien, da igual. He llamado al otro hospital , en el que me dieron la primera cita y no me han aclarado nada, así que acudiré a la cita que me han dado en ese hospital. Aunque preferiría saber cual de los dos centros es mejor en cirugía máxilofacial, pero ya que…

– Dígame su nombre –le interrumpió la mujer de la voz amarga.

– B.

– De acuerdo, anulo su cita entonces. Buenos días – se despidió la voz amarga y colgó.

B volvió a quedarse perplejo, con el auricular en la oreja y la boca abierta. Colgó el teléfono y llamó de nuevo al primer hospital:

– Hospital San Cecilio – contestó la misma voz de antes.

– Buenas días, hace un momento he hablado con usted acerca de una cita que me han dado para el cirujano máxilofacial. Me han citado también para otro hospital, el hospital  catorce de abril, para la misma consulta y no entiendo por qué. ¿su hospital es también público?

– No, es privado, pero nos derivan a pacientes de la sanidad pública, para aligerar las listas de espera y dar un mejor trato al paciente, ya sabe. A usted le sale gratis si es lo que le preocupa.

­– No, no me refiero al dinero, me parece bien, ¿entonces por qué me han llamado previamente del otro hospital para darme una cita?

– ¿Va a acudir usted a esa cita?

– No, aunque no sé qué será mejor, pues desconozco qué hospital ofrece la mejor atención especializada en mi problema actual.  No quiero ir al suyo si el otro es mejor, supongo que lo entenderá. ¿Usted podría informarme de esto?. Para mí…

– Dígame su nombre, por favor ­– le interrumpió.

– B.

– De acuerdo, anulo su cita, buenos días – y colgó.

– ¡Oiga! no quiero que anule nada, sólo quería… ¿oiga?

Por tercera vez en unos minutos, volvió a quedarse perplejo con el auricular en la oreja y la boca abierta. Llevaba casi dos meses esperando a que le llamasen del hospital para ir a pasar consulta y ahora le habían llamado de dos pero se había quedado sin cita sin que él supiera el motivo. Decidió no hacer más llamadas y acudir personalmente a los dos hospitales inmediatamente. “Esto lo aclaro yo hablando en persona, no por teléfono. No me van a seguir toreando más, se van a enterar estos de quien soy yo. Pues sí señor, faltaría más” Se dijo, aunque no muy convencido de su capacidad de persuasión e intimidación y más bien llevado por el calor del momento, que sin duda se iría enfriando progresivamente en el camino hacia los centros sanitarios.

Lo primero que hizo al terminar de vestirse fue llamar al trabajo para avisar a su jefe de que llegaría tarde porque tenía que ir al médico. Le explicó el motivo pero su jefe no se enteró de nada (y era comprensible, pues el propio B tampoco lo entendía) y quedaron en verse después, con los preceptivos justificantes de haber acudido a dichos centros de salud. Al fin y al cabo, su jefe no era más que un eslabón más de la gran cadena que conformaba la empresa en la que B era mucho menos que un eslabón, por lo que su ausencia no se notaría en absoluto. Pero eso sí, sin justificantes no cobraría el día o las horas de ausencia y se exponía a que le abrieran un expediente disciplinario o, incluso, al despido. Así se las gastan estas empresas faraónicas, los empleados no son nada hasta que dejan de cumplir estrictamente con las leoninas normas que la rigen. Es entonces cuando todo el engranaje de los llamados “recursos humanos” se pone en marcha y el anónimo empleado toma nombre y apellidos ante ellos y actúan en consecuencia aplicando todo el rigor del injusto convenio laboral vigente y, por supuesto, los poderes fácticos y legales (que no ilegales, como deberían ser) de amedrentamiento que les son inherentes por su condición de vigías y guardianes del buen funcionamiento del engranaje de la gran empresa. Encima él no estaba afiliado a ningún sindicato, o sea que era presa fácil. Aún así decidió faltar al trabajo. ¿No dicen que la salud es lo primero? Pues tenía que dar ejemplo.

Se dirigió primero al 14 de abril, pues le pillaba menos lejos de casa, que es muy distinto a más cerca. Era un hospital público enorme y atestado de gente (entre enfermos, posibles enfermos, acompañantes, supuestos acompañantes y personal sanitario). Tras esperar pacientemente la perceptiva cola de la ventanilla de información, y seguramente recibir la bienvenida de los miles de millones de virus que pululan por cualquier hospital,  por fin le llegó su turno:

– Buenos días – dijo a una de las señoritas de la mesa tras la ventanilla, que estaba masticando compulsivamente un chicle.

–“Ños días”- contestó mirando al ordenador y sin dejar de masticar compulsivamente el chicle.

– Vengo para aclarar un problema que me ha surgido con una cita. Una confusión tonta.

– ¿Sí?

– Me llamaron de este hospital para acudir al cirujano máxilofacial, pero…

 – Cirugía máxilofacial cuarta planta. Ascensores todo recto a la derecha – dijo, masticando compulsivamente el chicle, mientras cogía un teléfono que sonaba – 14 de abril, ¿dígame?.

– Oiga, pero…

La señorita le indicó con la mano el camino a los ascensores, sin dejar de hablar por teléfono ni de masticar compulsivamente el chicle. B fue hacia ellos, se paró delante de uno y pulsó el botón. A su lado se detuvo un anciano con garrota y un fuerte olor a alcohol y tabaco. El anciano le miraba inquisitivamente, de la cabeza a los pies, y haciendo un gesto de reprobación con la cabeza.

­– ¿De verdad va a meterse en eso? ¿acaso no sabe qué es este aparato? – dijo en voz alta el anciano. B no se dio por aludido y siguió parado esperando a que las puertas se abrieran. – ¿No lo sabe? ¡Claro que no! ¡Estúpida juventud!

B miró al anciano, no porque se sintiera aludido, sino por lo alto que hablaba. El anciano siguió con su soliloquio.

– Esto es una máquina hacia el infierno, porque todo el que sube en ella no baja jamás. ¿Lo entiende usted? Yo nunca he subido en él, por eso sigo con vida a mi edad. Y mucho antes de que se inventara este aparato ya estaba vivo. Yo no subo ahí, no señor, por eso sigo vivo – dijo tosiendo – ¿lo ve? simplemente por entrar aquí, en este maldito edificio, ya me ha dado la tos. Hay que salir de este lugar inmediatamente. Llevo años observando este hospital y he visto que sólo vuelven a salir los que no suben. ¿No me entiende? Este lugar es un centro de exterminio. Hay que destruirlo. Pero nadie me hace caso. ¡Y le advierto que a todo el que se lo digo no le he vuelto a ver! ¡Hágame caso o no volverá a ver la luz del día! Si arriesgo mi vida viniendo aquí es para salvar las suyas, ¿no lo entiende, estúpido ignorante?

B miraba de reojo al anciano, sin contestarle, pues estaba pensando en todo el lío de su cita; y además tiene un don natural de desconectar sus sentidos del mundanal ruido. Podría llamarse estupidez, falta de atención o ánimo de supervivencia urbana. Cuando el ascensor llegó y se abrieron las puertas, B se apartó para dejar pasar al anciano, pero este no avanzó.

– ¿Sube usted? – preguntó B.

 – ¡No! maldito ignorante, ¿no ha escuchado nada de lo que le acabo de decir?

– Perdone, soy muy distraído y, además, creía que no me estaba hablando a mi, ¿no quiere subir entonces?

– ¡No!  Y usted se va a arrepentir si lo hace – y se alejó refunfuñando.

B subió al ascensor y pulsó la cuarta planta sin darle importancia al encuentro con el anciano, pues estaba demasiado ocupado pensando en su problema. El ascensor se detuvo en la primera planta y entraron dos personas que pulsaron el segundo y tercer piso respectivamente.  Entre la espera y las paradas en cada planta pensó que  hubiese sido mejor subir por las escaleras, pero ya no había remedio. En la segunda planta se bajó una persona y subieron dos más que pulsaron la planta quinta. El ascensor continuó y se detuvo en la tercera planta, donde se bajó una persona y subieron otras dos. Siguió subiendo pero se saltó la cuarta planta ante el asombro de B.

– ¿Por qué no se detiene en la cuarta? He pulsado el botón de la cuarta planta.

– A veces pasa – dijo una señora que se bajó en la quinta planta, que es donde se detuvo el ascensor.

Subieron cuatro personas más, que pulsaron la planta baja antes de que B pudiese pulsar la cuarta. Aún así la pulsó, confiando en que el ascensor se detuviese en ella. Pero el ascensor siguió directo a la planta baja. Se bajaron todos menos él, que pulsó repetidamente la cuarta planta mientras entraban otras seis personas en el ascensor que pulsaron cada una plantas distintas. El ascensor paró rigurosamente en la primera, segunda, tercera (bajando uno en cada planta y sin que subiera nadie) y por fin la cuarta planta. Pero cuando la puerta se abrió entraron precipitadamente cuatro personas, una de las cuales empujaba una silla de ruedas ocupada por un hombre muy obeso con sombrero negro y bastón. B intentó salir pero el señor de la silla ocupaba toda la entrada y su bastón hizo de ariete para ubicarse en la cabina y desplazar a B al final de la misma. El ascensor siguió hasta la quinta planta, pero no pudo bajarse nadie debido al señor de la silla y sus tres acompañantes. Y lo mismo sucedió en la sexta, por lo que el ascensor empezó a descender a la planta baja, que es la que había pulsado un acompañante del de la silla, ante el asombro de B y el resto de ocupantes.

– Perdonen, que no nos han dejado salir – dijo B intentando pulsar el botón de la cuarta planta.

– Un poco de respeto, por favor, que está delante de un enfermo en silla de ruedas.

– Oiga, que yo no he faltado el respeto a nadie simplemente…

– Por favor, un poco de humanidad, no creo que le pase nada por esperar un minuto y volver a subir. Que falta de solidaridad. Así va el mundo.

B decidió callarse y asumir el problema con resignación. Hasta cuando las tres personas se apearon y fue golpeado en la entrepierna por el bastón del señor obeso de sombrero negro sentado en la silla de ruedas. Entraron cuatro más, luego ya eran ocho. B pulsó compulsivamente el botón de la cuarta. Se detuvo en la primera, segunda y tercera planta. B permaneció junto a la puerta (estorbando) a pesar de las quejas  de la gente que salía y entraba, pero no quería que le ocurriese lo mismo que antes con el señor obeso de sombrero negro y bastón sentado en una silla de ruedas. Pero el ascensor no paró en la cuarta planta, por lo que B no pudo reprimirse más:

– Pero bueno, ¿qué pasa con este ascensor? ¿por qué no para en la maldita cuarta planta? – exclamó ante la atónita mirada del resto.

– A veces pasa – dijo uno – tampoco hay que ponerse así. Una vez yo me quedé encerrado dos horas en uno. Eso sí que fue una locura. Imagínate, éramos 4 y el ascensor era más pequeño que este, la mitad o menos, fijo. Recuerdo que había una señora embarazada de 8 meses. ¡Zas!, me dije, ya verás como encima esta se pone de parto, lo que faltaba. ¿Y sabes lo qué paso?

B permaneció en silencio, con la mirada perdida y maldiciendo su suerte pues encima le había tocado el acompañante charlatán, uno entre 1.000 de los que usan estos aparatos en los que la mayoría de la gente permanece en silencio. Y, cuando el ascensor se detuvo en la sexta planta, y la mujer de la historia estaba a punto de romper aguas, B salió despavorido del mismo. Se detuvo apoyado en la pared y respiró profundamente para recobrar la serenidad perdida. Una vez recuperado emprendió la búsqueda de las escaleras para bajar a la cuarta planta. Dio varias vueltas por los pasillos aledaños sin encontrar las escaleras., por lo que decidió preguntar a un hombre vestido de blanco, que tenía aspecto de trabajar en el hospital.

– Disculpe, ¿puede decirme dónde están las escaleras?

– ¿Qué escaleras?

– Las que bajan.

  – Esta es la última planta, todas las escaleras bajan a no ser que quiera subir a la azotea, cosa que no le recomiendo intentar porque la puerta suele estar cerrada y, además, allí no hay nada que le pueda interesar y está prohibido que suba a ella salvo  por causa mayor. Le recomiendo utilizar el ascensor, es más cómodo y más rápido.

– No, gracias, prefiero las escaleras –contestó B con cara de asombro por la verborrea del hombre ante una pregunta tan sencilla como la que él le había hecho.

– A la derecha, al final del pasillo, tiene unas y a la izquierda, al final de este otro pasillo, también tiene otras. Las dos son de bajada, pero unas son las normales y otras las de emergencia, le recomiendo que use las primeras, pues no me parece que estemos en ninguna emergencia – dijo mientras se alejaba.

Todavía asombrado y semi aturdido por la cantidad de tarados que estaba conociendo en el hospital, eligió al azar ir a la derecha. Efectivamente, cuando llegó al final del pasillo había una puerta con un pequeño y casi ilegible cartel que decía algo así como: “escaleras”. Abrió la puerta y se sorprendió al ver la calle. Eran unas escaleras metálicas flanqueadas por una valla metálica también. Pensó que serían las escaleras de emergencia, las de incendio o algo así, pero en cualquier caso bajaban, así que podría desde ahí llegar a su destino. Comenzó a descender y se sorprendió de la poca estabilidad que tenía la estructura, que temblaba con cada uno de sus pasos. Se agarró fuertemente a la barandilla, pues la altura era considerable y a pesar de la valla le entró vértigo. Cuando bajó dos plantas intentó abrir la puerta, pero era imposible, no tenía pomo y al empujarla no se abría. Subió de nuevo a la sexta planta para volver a entrar en el edificio y buscar las otras escaleras. Pero la puerta era igual que la otra y sólo se abría por dentro. Dio una gran patada a la puerta pero no consiguió abrirla, por lo que comenzó a golpearla con los puños y a gritar para que alguien le abriese desde dentro. Así estuvo durante diez minutos hasta que le contestó una voz desde el interior.

– ¿Quién está ahí?

– Hola, menos mal que me ha escuchado alguien. Me he quedado atrapado aquí, ábrame la puerta, por favor.

– Estas escaleras sólo pueden ser utilizadas en caso de emergencia, ¿qué hace ahí? Yo no veo ninguna emergencia, ni oigo alarmas ni nada.

– Me he equivocado de escaleras, el cartel estaba borroso. Ábrame y cogeré las otras.

– ¿Equivocado? ¿cómo va a haberse equivocado? El cartel lo dice claramente. Lo tengo delante de mí. Dice, bien clarito: “Escaleras de emergencia” ¿Cómo puede alguien meterse en las escaleras de emergencia si no hay ninguna emergencia? Es de todo punto incomprensible. ¡Es una locura! ¡Es usted un temerario y un irresponsable!

– Oiga, le he dicho que el cartel estaba…

–¿Para qué sirven entonces las escaleras convencionales? – siguió la voz del otro lado de la puerta – No se pueden obstruir estas salidas, han de estar libres por si surge una emergencia. Usted me está ocultando algo y yo no pienso ser partícipe de sus aviesas intenciones. No pienso poner el peligro la vida de personas inocentes por el mal uso que está haciendo usted de las instalaciones de este hospital.

– ¿Intenciones qué? –dijo B medio desesperado – oiga, piense lo que quiera pero haga el favor de…

– Cuando haya una emergencia, no se preocupe que abriré esta puerta, el cartel es suficientemente claro al respecto. No intente embaucarme y llevarme a su terreno. Espere ahí dentro hasta que un motivo lógico le lleve a alguien a utilizar esta salida. El cartel lo dice claramente.

– El cartel de la última planta no puede leerse, está deteriorado. Pero qué más da, ábrame y ya está, por favor, ¿por qué darle tantas vueltas a algo tan sencillo? Empuje la barra y ya está.

– No puedo hacer eso, no tengo autorización para abrir a nadie. ¿Quién se cree que soy, el dueño del hospital?, ¿el ministro de Sanidad? No pienso complicarme la vida. Haberlo pensado antes de entrar.

“¿Esta planta es la de psiquiatría o qué?” se preguntó B.

– Tendrá usted que esperar a que venga algún miembro de la seguridad del hospital para que le abra.

– ¿Seguridad? Pero hombre, ¿qué falta nos hacen ahora? Usted sólo tiene que empujar la barra y ya está, problema resuelto, no hace falta tanto lío.

– Le repito que esto es competencia del personal de seguridad, que para eso están. ¿Por qué no quiere que les llame? ¿qué tiene que esconder que no quiere que vengan los empleados de seguridad? Uy, uy, uy… qué mala espina me da todo esto.

– Pero yo no quiero que venga nadie, haga el favor de abrirme, es muy sencillo.

– ¿No quiere que llame a seguridad? Muy bien, no lo haré. Ahí se queda. Adiós.

– ¡Oiga! no se vaya, ábrame, por favor – exclamó desesperado. Pero nadie respondió –¿oiga?. Está bien, llame a quien quiera pero que abran la puerta. ¿Oiga?. Llame a seguridad, a los bomberos o a quien le dé la gana, pero que venga alguien a abrirme. ¿Oiga?

Se echó la mano al bolsillo del pantalón, y luego al otro y a los de la chaqueta. “¡Mierda! pensó – me he dejado el móvil en casa. ¡Joder! siempre igual. Anda que si me viera Marta ahora, otra charla por olvidarme siempre el móvil. ¿Pero qué hago pensando otra vez en esta tía?”

Decidió subir y probar suerte en todas las puertas. En la sexta planta no pudo abrir la puerta, en la quinta tampoco, ni en la cuarta , y cuando bajaba al tercero escuchó una débil voz proveniente de más abajo.

– ¡Señor, señor! ¿puede ayudarme?

Bajó y vio a un anciano, vestido con una bata de enfermo de hospital, sentado en un escalón y con aspecto cansado. Parecía tener cerca de ochenta años . Se acercó a él.

– Gracias a Dios que está usted aquí. Le he estado escuchando, pero estoy muy débil para gritar, menos mal que ha bajado usted. Llevo días atrapado en estas escaleras. Salí a fumar un cigarro, pues en el interior no dejan fumar, ya sabe usted lo que pasa en los hospitales, y la puerta se cerró. No puedo abrirla.

­ – ¿Pero qué es lo que ocurre en este hospital? Desde que he entrado todo me parece un mal sueño. ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?

­– Dos días, creo. No he comido ni bebido nada. ¿Tiene usted un poco de agua o comida?

–¿Y no ha venido nadie a buscarle? Lleva una bata de paciente, ¿está ingresado aquí y nadie le ha echado en falta?

– Yo qué sé. Están como locos por darle mi cama a otro, ni se habrán preguntado por qué no estoy en mi habitación. Déme algo de beber o comer, por favor.

– No tengo agua, sólo tengo esta chocolatina – dijo ofreciéndosela – pero le dará más sed.

– Es igual, necesito comer algo – dijo el anciano cogiendo la chocolatina y devorándola – además, no he podido fumar, me olvidé el mechero en mi habitación. Tiene gracia – rió con gesto amargo – ¿Tiene usted fuego?

– No, lo siento, no fumo.

– Claro, era de esperar. Maldita suerte la mía.

– Yo también estoy atrapado aquí. Tenemos que encontrar la manera de salir.

– Inténtelo usted. Yo estoy demasiado débil, no puedo moverme. Si consigue salir no se olvide de venir a buscarme. Dese prisa, por favor, no creo que aguante mucho tiempo.

–Tome usted mi chaqueta, parece helado de frío. No se preocupe, saldré de aquí y vendré a buscarle. Hasta luego, buen hombre. Todo saldrá bien, ya lo verá. Estamos en un hospital público, ¿qué mejor lugar para estar a salvo que este?

Dicho esto, pero no muy convencido de ello, siguió escaleras abajo. Golpeó la puerta de la segunda planta e, increíblemente, se abrió. Tras ella había un vigilante de seguridad que le cogió violentamente del cuello y le metió en el interior. Una vez allí le lanzó contra una pared, le tumbó en el suelo y le esposó, mientras exclamó.

– Ya te tengo, cabrón, ahora no te escaparás.

– Oiga, ¿qué está haciendo? ¡Suélteme inmediatamente!

– ¿Francis, me recibes?, cambio – preguntó por el walki talkie.

– Te copio, adelante. Cambio –contestó Francis.

– Ya lo tengo, estoy en la segunda planta. Aquí te espero. Cambio.

– Oiga – dijo B revolviéndose en el suelo – ¿qué significa esto? suélteme inme…

No pudo decir nada más porque el guardia de seguridad le golpeó brutalmente en la cabeza con la porra haciéndole perder el conocimiento. Cuando despertó estaba en un cuarto interior sin ninguna ventana, sólo con una puerta cerrada. Estaba tumbado en el suelo (más bien tirado), esposado, y frente a él había dos guardias de seguridad sentados en unas sillas. Estaba sangrando levemente por una brecha en la frente.

– Vaya, por fin despiertas. Hemos estado buscándote toda la semana. Eres muy listo, pero al final has caído – dijo el más mayor de los dos.

– ¿Qué está pasando? ¿quienes son ustedes? –preguntó aturdido.

– No te hagas el tonto, sabes perfectamente quienes somos. Te lo has montado muy bien. ¿Cuanto has sacado estos días?. Cuando se enteren en los demás hospitales que hemos atrapado al “ladrón enfermero” se van a morir de envidia.

– Y nos darán una semana de permiso – dijo el otro – o un aumento. O las dos cosas.

– Sí, sí, eso está bien, pero lo importante de esto es haber cumplido con nuestro deber. Ningún buen agente trabaja por obtener beneficios de ese tipo, ¿entendido? – dijo enfadado el guardia más mayor mirando al otro  –¿Dónde has dejado lo que has robado hoy? –preguntó con gesto serio mirando de nuevo a B, con la misma cara de perro de siempre.

– ¿Robar? – preguntó B extrañado – yo he llegado esta mañana, estoy buscando una consulta médica.

– Por las escaleras de incendio, claro… –siguió el guardia – ¿qué has hecho con tu disfraz?

– ¿Disfraz? Un momento, ¿el hombre con el que  hablé tras la puerta me ha denunciado por ladrón? Si fui yo quien le pidió que les llamasen para sacarme de allí, me quedé encerrado por accidente.

– Mira listillo, déjate de tonterías –dijo agarrándole violentamente del cuello – Tu descripción coincide con la del ladrón que lleva semanas robando en muchos hospitales haciéndose pasar por enfermero. Has sido muy astuto utilizando las escaleras de incendios para entrar en las plantas, ahí no hay cámaras de seguridad, pero ahora se te ha acabado el chollo. Te hemos pillado. Dentro de un momento llegará la policía y ya le explicarás todo esto al juez.

– Les repito que están en un error. Cojan mi cartera y comprueben quien soy, está en el bolsillo de mi chaqueta. Además, tengo cita en este mismo hospital, por eso estoy aquí, llamen a recepción y compruébenlo. Es la primera vez que piso este hospital.

– ¿Qué chaqueta?

– ¡La chaqueta! – exclamó B- se la he dejado al señor de la escalera. Se me ha olvidado la cartera allí. Hay un hombre atrapado en las escaleras, en el tercer piso. Lleva días allí. Tienen que ir a rescatarle, esta muy enfermo. En la chaqueta encontrarán mi cartera con la documentación. Es una chaqueta vaquera azul.

– Ya, claro. ¿Te crees que somos idiotas? ¿nos estás llamando idiotas? Mira, Francis –exclamó dirigiéndose a su compañero – ahora resulta que este montón de mierda nos insulta y todo. Te estás buscando sufrir una pequeña caída por las escaleras. ¿Quieres caerte por las escaleras? Porque como vuelvas a insultarnos es lo que va a ocurrirte. Cállate de una puta vez.

– Oiga, que yo no les he…

El guardia le propinó una patada en el estómago que hizo que se callara de golpe, un método infalible para lograrlo, que duda cabe.

– ¿Quieres venir con nosotros a buscar al viejo imaginario con tu chaqueta y tu cartera o prefieres que te dejemos ir sólo y luego nos traes tú la cartera? Deja de decir tonterías, estate calladito y espera a que venga la policía, que si no te vamos a reventar a hostias.

– Les juro que es cierto – dijo B con la voz entrecortada por el golpe que acababa de recibir – me llamaron a casa para darme una cita, pero ha habido una confusión. Déjenme hablar con el personal de citaciones y todo se aclarará y vayan a buscar a ese hombre, por el amor de dios – dijo intentando levantarse.

– No te muevas o te reviento la cabeza, ¿entendido? Tú debes estar chalado del todo, ¿verdad?

B hizo lo que le dijeron, pero no pudo contener una mueca de risa histérica al pensar en la paradoja de que había ido a un hospital para arreglar un tema relativo a su salud y ahora estaba sangrando, tirado en el suelo, esposado, siendo golpeado y recibiendo amenazas de dañar aún más su salud, en ese mismo hospital. El guardia mayor ordenó al joven que fuese a comprobar si lo del anciano era cierto, ya que no hacía falta que estuviesen los dos juntos para custodiar “a este mierdecilla” hasta que llegase la policía y lo arrestara. A los pocos minutos llamaron por el transmisor:

­– Francis, ¿me recibes?. Cambio.

– Te copio, adelante. Cambio.

– Afirmativo lo del hombre en la escalera, ¿qué hago? Cambio.

– Cómo que afirmativo, vamos a ver si me entero, ¿está realmente ahí? ¿qué coño hace ahí?. Cambio.

– No lo sé, está semi-inconsciente y no puede hablar. ¿Qué hago?. Cambio.

–¿Tiene la chaqueta del mierdecilla este?. Cambio.

– Afirmativo. Cambio.

– Busca su documentación e informa a la policía para que nos digan quien es. Cambio.

– Negativo. No hay ninguna cartera en la chaqueta. Cambio.

–¿Cómo que no hay una cartera? – dijo B.

– ¡Cállate! – le gritó  el guardia golpeándole con la porra en un costado  –llama abajo y que suba alguien a atenderle. Cambio.

– Oiga, me llamo B, se lo juro, compruébelo como pueda. Hable con recepción, allí tendrán mis datos.

– ¡Qué te calles! – gritó otra vez mientras resoplaba ofuscado y habló otra vez por el transmisor-. López, no se mueva de la escalera, voy para allá, ¿recibido? Cambio.

– Recibido. Cambio.

– No te muevas de allí. Cambio y corto – guardó el walki talkie y se dirigió a B – No sé como coño sabías lo del viejo ese de la escalera, ¿le habías secuestrado y se te escapo o algo así? Al final vas a pasar muchos años en la trena como se sigan descubriendo todos tus delitos, mierdecilla.

– ¿Cómo? Hablen con él y les dirá que…

­ ­– ¡Qué te calles! ­–gritó histérico el guardia – como no te calles no va a hacer falta que venga la policía porque vas a terminar fiambre. ¿Está claro? Volvemos en un minuto, tú quédate aquí tranquilito, o date golpes contra la pared, como prefieras. Así que indocumentado, me parece que hoy no es tu día de suerte, mierdecilla, ya verás cuando venga la policía, nos vamos a divertir mucho contigo. Qué alegría me has dado, macho, me has alegrado el mes. Anda que no te teníamos ganas ni nada. Vas a hacer que me asciendan, montón de mierda.

Salió y cerró la puerta con llave. B se quedó sentado en el suelo, con las esposas puestas y la cabeza llena de dudas. El anciano le había robado la cartera, increíble. Decidió no moverse de ahí, para no empeorar la situación y que todo se aclarara con la llegada de la policía. Pero observó que en una taquilla semiabierta de la pared había un cinturón de uno de los guardias de seguridad, con unas esposas. Se levantó y vio que junto a las esposas estaban las llaves. Supuso que no serían las mismas que las suyas, pero probó y sorprendentemente eran las mismas y sus esposas se abrieron. En el mismo cinturón había un manojo de llaves. Las probó en la puerta y una consiguió abrirla. Dudó un momento en si escapar o no, pero visto el comportamiento violento de los guardias de seguridad decidió alejarse de allí y salir del hospital; ya había tenido suficientes contratiempos por hoy en ese lugar tan extraño en el cual no quería permanecer ni un segundo más. Lo mejor sería ir a una comisaría y denunciar el robo de su cartera y lo que había ocurrido con los guardias de seguridad. Sólo tenía que ir a un ascensor o unas escaleras y salir de allí rápidamente, antes de que los guardias volviesen al cuarto.

Caminó sigilosamente, pero con rapidez, por un solitario pasillo que no parecía ser parte de ningún centro médico. Iba rápidamente pero atento a cualquier movimiento o ruido. Vio una puerta al final del pasillo, la abrió y salió a un pasillo mucho mayor lleno de habitaciones de ingreso hospitalario. Eran muchas las personas que pululaban por allí, entre enfermos, visitantes, enfermeras, enfermeros y médicos. Caminó distraídamente intentando encontrar el ascensor o las escaleras que le sacaran de aquel lugar, pero no encontraba ninguna de las dos cosas. Decidió preguntar a una enfermera.

– Disculpe señora, ¿sabe dónde está el ascensor o las escaleras para ir a la planta baja?

– ¿Qué le ha pasado en la frente?, tiene una herida que le sangra un poco.

– ¡Ah! esto –exclamó B tocándose la herida que ya se le había olvidado – un golpe tonto que me he dado, no tiene importancia.

– Déjeme que se lo cure.

– No, no, gracias, si no es nada. Tengo mucha prisa. Dígame donde están las escaleras y ya me lo curo en casa, no se preocupe.

­ – Como quiera, pero no lo deje mucho rato o se le puede infectar. Láveselo por lo menos en el servicio y póngase un buen trozo de papel de secar las manos presionando la herida.

– Si, si, lo haré ahora mismo –dijo B nervioso al temer que pudieran aparecer los guardias en cualquier momento – ¿las escaleras?

– Siga por ese pasillo y gire a la izquierda. Allí puede lavarse en el servicio. Luego salga por la puerta de cristal, no por la de metal, y luego siga todo recto, gire a la derecha cuando pase otros cuartos de baño y ya verá el ascensor y las escaleras junto a el.

– Gracias, muy amable – contestó – menos mal que no hay un incendio, como para unas prisas está situada la salida – dijo entre dientes mientras se alejaba. Por lo menos todavía conservaba el sentido del humor.

Caminó por donde le habían indicado y, por fin, encontró el ascensor a lo lejos. Aceleró el paso para llegar cuanto antes, pero en ese momento se abrieron las puertas y salió de él un guardia de seguridad hablando por el walki talkie. Se escondió detrás de una pared y pudo escuchar una parte de la conversación del guardia cuando pasó a su lado: “entendido, voy a registrar este sector a ver si lo encuentro, no puede andar lejos. Cambio y corto”. B se quedó pensativo, no sabía qué hacer. Ya se habían percatado de su huída y por ello era claramente culpable de las falsas acusaciones que habían vertido sobre él, o más bien arrojado sobre él vistos los modales que se gastaban los guardias de seguridad. De todas maneras si no se hubiese escapado seguro que estaría mucho peor que ahora. Con este tipo de personas es imposible razonar, viven y cobran de ejercer la violencia contra los ciudadanos indefensos y muchas veces inocentes, como era su caso. No, definitivamente tenía que evitar volver a toparse con alguno de ellos, pero no podía atacarlos o siquiera defenderse de ellos, pues la ley les protege, así que lo mejor era evadirles en todos momento y huir del hospital inmediatamente. “Van armados y ahora que me he escapado no dudarán en dispararme” – se dijo.

Decidió bajar por las escaleras. Pero al empezar a hacerlo oyó debajo de él el inconfundible sonido de la voz de un guardia sonando por un walki talkie, así que decidió subir corriendo las escaleras. Ascendió varias plantas hasta que volvió a oír de nuevo el inconfundible sonido, esta vez encima de él, así que salió al pasillo y caminó rápido hasta que llegó a una puerta y la abrió. Se quedó atónito cuando leyó el cartel del lugar al que había recalado: “Cirugía máxilofacial”. Por fin había llegado a su destino primigenio, pero no era el mejor momento para quedarse allí y pasar consulta, así que salió otra vez al pasillo pero se encontró a otro guardia de seguridad recorriéndolo y decidió volver a la sala. Una vez en ella una enfermera se dirigió a él desde detrás de un mostrador.

– Buenos días, ¿cuál es su nombre? – le preguntó.

– ¿Cómo?

– ¿Y esa herida? Menudo chichón que le va a salir. Debería ponerse hielo después de curársela. Hielo seco, claro, unos cubitos envueltos en un trapo es lo mejor. Dígame su nombre, para la cita, porque viene usted a la consulta, ¿verdad?.

– Eh… –dudó mientras escuchaba al guardia hablando tras la puerta de la sala – sí, tengo una cita, sí. ¿por dónde paso a la consulta? –dijo mirando hacia atrás nerviosamente, deseando salir de ese lugar en el que estaba claramente a la vista de todos.

– Tranquilo, primero dígame su nombre. Todo tiene un procedimiento a seguir, no se impaciente. Sea paciente –rió la chica – paciente, de paciente, no de paciencia, jajaja. Si no fuera paciente no estaría aquí, ¿verdad?, ¿lo pilla?

– Me llamo B –contestó sin tan siquiera sonreír por el chiste de la chica que era todo un torbellino de palabras sin sentido.

– A ver, Sr. B. Sí, ha llegado con varios días de antelación, pero han fallado varios pacientes y podrán atenderle ahora. Precisamente yo misma le he llamado hace un momento a su domicilio y al móvil para indicarle el adelanto de la cita, le he dejado un mensaje. ¿No lleva el móvil encima? Qué casualidad que usted haya venido aquí, igual tenemos una conexión telepática – rió y, viendo que B no sonreía y miraba nervioso hacia atrás, prosiguió­ –  pase a la sala del fondo, frente a la consulta 202 y espere a que le llamen. Allí le atenderá el Dr. Gómez.

– Gracias – dijo B saliendo con rapidez.

– ¡Oiga! – gritó la enfermera – Tome su cita, tiene que presentarla al entrar, junto a su informe. Sin cita no puede ser atendido. La cita es lo más importante.

– Sí, sí, la cita, gracias, es que estoy nervioso.

– Pues no se preocupe, que hoy no van a intervenirle, es sólo una primera consulta, no se ponga nervioso, hombre.

“Que no me ponga nervioso, dice” pensó, “si yo te contara, guapa” Y se alejó de la mesa tras coger su maldita cita.

– ¡Ah!– gritó la enfermera levantándose –  la cita para dentro de unos días no la tenga en cuenta, la he anulado por esta de hoy.

B se quedó perplejo porque, finalmente, sí estaba citado y por la manera en que había llegado a la cita. Si no hubiera hecho nada, si se hubiera limitado a ir al trabajo y esperar a que le volviesen a llamar del hospital, nada de esto estaría ocurriendo.  Pero ahora de nada servía lamentarse y como su máxima prioridad era eludir a los guardias y salir del hospital, fue hacia la sala que le indicaron. Se dijo así mismo que la próxima vez que le surgiera un problema en la vida no haría nada para resolverlo, se sentaría tranquilamente a esperar, como debería haber hecho en este caso; ya tendría su cita y no tendría que huir de nadie. Se juró que se iba a hacer tatuar estas palabras en su cuerpo: “No hacer nada, sólo esperar a que las cosas sucedan”

No tenía intención de pasar a la consulta, pero no podía permanecer en la sala de espera, ya que podía aparecer un guardia de seguridad en cualquier momento. Decidió volver y contarle todo a la enfermera, que parecía una chica maja y seguro que le ayudaría. Pero al ver a un guardia entrando en la sala anterior y como la enfermera le hablaba como si fueran muy amigos, comprendió que estaba solo en esto, no podía contar con la ayuda de ningún empleado del hospital, ni personal sanitario ni de ningún tipo. Se decidió a entrar en la consulta 202 sin esperar a ser llamado, pues el guardia se dirigiría a la sala de espera en breve. Comprendió que estaba sólo ante el peligro y que no podría confiar en nadie del hospital. Su única meta era pasar desapercibido y salir de allí a toda costa.

La consulta era muy parecida a la de cualquier odontólogo privado. En el centro había una silla articulada de dentista, con una persona sentada que se dirigió a él:

-Dohtoh, ja ajehkegia ja ma hejo ejecto haje gato – balbuceó la persona de la silla.

B decidió salir de la consulta, pero al hacerlo vio que el guardia estaba llamando y entrando en todas ellas, así que volvió sobre sus pasos. Al instante llamó a la puerta el guardia y, tras decir quien era, abrió la puerta y entró en la consulta. Pero no encontró a B, simplemente vio a un cirujano máxilofacial interviniendo a un paciente. El cirujano se giró, con la mascarilla, la bata y el gorro puestos y el instrumental quirúrgico en las manos. El agente inspeccionó rápidamente, con la mirada, toda la consulta desde la puerta y se disculpó cerrándola por fuera. B se quitó la máscara, el gorro y la bata justo en el momento en que entró el verdadero cirujano por otra puerta.

– Perdone, estoy buscando el cuarto de baño, creo que no es aquí, ¿verdad? –dijo B.

– Claro que no es aquí, hombre, al fondo del pasillo.

– ¿Qué ehcá ahando? –dijo el paciente.

– Gracias y perdone por la confusión, es que todas las puertas son iguales, ya sabe.

– ¿Iguales? En cada una hay un cartel indicador. ¿No sabe leer o qué?

– ¿Cartel?, claro, claro, los cartelitos. No me he fijado, fallo mío – dijo B saliendo y pensando que si el maldito cartel de las escaleras de emergencia hubiera estado bien indicado nada de esto estaría ocurriendo. “Puto cartel” pensó, “los de mantenimiento se han lucido bien conmigo”.

Salió por la misma sala donde había sido citado anteriormente. No había ni rastro del guardia así que la cruzó sin más, rápidamente, y se dispuso a buscar el ascensor o las escaleras. Justo al llegar  al ascensor las puertas se abrieron y entró en él. Estaba lleno de gente. “Por fin tengo suerte, pasaré desapercibido entre la multitud y saldré de aquí camuflado entre ellos”.

Cuando el ascensor se detuvo en la planta baja todos salieron, pero al hacerlo él vio que en la puerta de salida del hospital había un vigilante de seguridad apostado, al cual era imposible eludir. B aprovechó la entrada de varias personas en el ascensor para volver a meterse en él sin ser descubierto, pero alguien le agarró fuertemente del brazo impidiéndole entrar. Las puertas se cerraron, pero B estaba preocupado en saber qué ocurriría ahora que le habían vuelto a coger.

Se giró dispuesto a suplicar si hacía falta, pero nada más girarse tuvo que reprimir sus gimoteos, pues la mano que le agarraba pertenecía a uno de los brazos del anciano con bastón y olor a alcohol y tabaco que se había encontrado cuando llegó al hospital. Estuvo a punto de darle un beso, por la alegría de que no fuera un guardia de seguridad, pero decidió no hacerlo para no provocar una situación que llamara la atención de la gente y, mucho menos, del guardia apostado en la salida y entrada del hospital.

– Ja,ja,ja, sigue usted con vida. Le felicito, es un caso raro el suyo – dijo riendo el viejo.

– Sí, he tenido mucha suerte –dijo B con un gesto irónico y dando la espalda a la puerta de salida, para no ser visto por el guardia.

– No tiene usted muy buena cara, pero está vivo. Ya veo que le han herido, pero eso es un mal menor aquí. Conserva sus extremidades, buen color de piel… ¡Corra y huya de este lugar! su suerte no se repetirá dos veces, hágame caso. ¡Está vivo! ¡Ha sobrevivido! –gritó el viejo dando saltos de alegría que, lógicamente, llamaban la atención de todos.

B pulsó repetidas veces el botón del ascensor y trató de ignorar al viejo. Sin duda el guardia de seguridad acudiría allí en breve, debido al escandaloso comportamiento del anciano, y entonces volvería a estar en serios problemas. Por fin llegó el ascensor y B entró en él zafándose con un fuerte golpe de la mano del viejo. Otras personas entraron con él, mirando extrañadas la situación.

– ¡Qué hace insensato! , no entre ahí, no provoque a la suerte de nuevo –dijo el viejo sin acercarse al ascensor, pues le tenía verdadero pánico.

B apretó violentamente los botones y las puertas se cerraron. Resopló aliviado, aunque cuando las puertas volvieron a abrirse se le pasó el alivio y salió despavorido al pasillo, no fuera a ocurrir que volviera a bajar a la planta baja. Se había bajado en la tercera planta, ante los reproches de las personas a las que arrolló en su huida. Ni se percató de ello, estaba demasiado asustado para darse cuenta y ahora sólo tenía ojos par los guardias de seguridad. Al ser reconocido por el viejo loco se dio cuenta de que tenía que cambiar su aspecto físico inmediatamente o cualquier guardia le reconocería nada más verle. Caminó temeroso por los pasillos hasta que volvió a encontrarse  en uno de los sectores de la planta destinado a las habitaciones de los enfermos ingresados. La situación era complicada para él. Lo mejor sería llamar a la policía, que le llevasen a comisaría al no estar documentado y aclarar todo allí, porque con los guardias de seguridad las expectativas no eran muy halagüeñas. Tenía miedo de ellos porque si le cogían seguramente le darían una paliza o le dispararían alegando que les había agredido o algo por el estilo, conocía perfectamente como se las gastaban este tipo de individuos uniformados, con porra, pistola y licencia para golpear. Además, ya se había llevado varios golpes y uno de ellos tan fuerte que le dejó inconsciente, por lo que su prioridad principal era evitar a los guardias de seguridad, la segunda cambiar de aspecto y la tercera encontrar un teléfono.

No tenía dinero para llamar y aunque lo tuviese daría igual, pues no había visto ni un sólo teléfono público, seguramente no hubiera, pues ahora lo que se usaban eran los móviles. Pero él no tenía el suyo. Mientras pensaba en la manera de llamar a la policía descubrió el cuarto de enfermeros de esa planta y se le ocurrió un plan para tratar de caminar camuflado por el hospital y buscar tranquilamente una salida a la calle o a alguien que le prestara un teléfono móvil. Entró en el cuarto y salió vestido de enfermero, ya que no había nadie dentro que impidiera su quehacer. Era la primera vez que se alegraba de que los medios humanos fueran tan escasos, y tan escaqueados, en los hospitales públicos. Así podía gozar de cierta impunidad, imprescindible para su salida de allí, pues aunque el personal sanitario no era su enemigo, se debían a la disciplina de los guardias de seguridad, por lo que tenía que evitarlos de la misma manera, ya que seguramente habían sido informados de su aspecto y de que tenían que delatarle nada más verle.

Se puso un pantalón y una camisa de enfermero y también unas gafas de pasta con muy poca graduación que encontró encima de la mesa y que hacían que su aspecto facial fuese diferente.  “Tengo que robar para huir por una falsa acusación de ladrón. Y encima de ladrón que se disfraza de enfermero para robar. Y me tengo que disfrazar de lo mismo para que no me detengan por ladrón, precisamente ahora que sí lo soy” pensó “esto da mucho que meditar de la condición humana, pero ahora no tengo tiempo para preocuparme por esto, ya lo pensaré mañana”. Caminó por los pasillos de la planta para salir al general, pero fue detenido por una voz proveniente del interior de una habitación:

– Joven, hágame el favor –dijo una voz de anciana.

B se detuvo inconscientemente, se giró hacia donde venía la voz y decidió seguir su camino, pero de pronto apareció un guardia en la planta y B entró rápidamente en la habitación, sin percatarse de que con su nueva indumentaria debería haber pasado desapercibido ante el guardia. Le pudo el miedo, la duda y el instinto.

– Dígame, señora – dijo sin perder de vista la puerta.

– ¿Podría subirme la cama? No sé cómo se hace y tumbada estoy incómoda. Llevo media hora llamando, ¿sabe usted? Y aquí no aparece nadie. Menos mal que le he  visto pasar y que me ha oído pese a que no puedo gritar.

“¿Oírla?” pensó “ahora oigo hasta el pedo de una mosca, si es que se los tiran, de lo atento que voy”.

– Claro señora, cómo no – dijo B cogiendo el mando de la cama y toqueteando los botones mientras miraba a la puerta, hasta que consiguió que la cama se moviera. Y lo hizo con un brusco movimiento, como de caballo que está siendo domado, que por poco tira a la anciana al suelo.

– ¡Eh! – gritó la señora.

– Perdón – dijo B ofuscado y soltando el mando instintivamente.

La señora empezó a reír a carcajada limpia.

– ¡Qué divertido es esto.! ¿Cómo lo ha hecho? tiene que enseñarme a hacerlo.

– Esto… – contestó dubitativo – no sé muy bien. Pero creo que no es bueno para su salud que repita este movimiento tan brusco de cama.

– ¿Mi salud? ­– y la señora volvió a reír a carcajada limpia – ¿qué salud? ¿no tiene usted ojos en los ojos, joven? Tengo 89 años y no hay nada aquí dentro – dijo tocándose el cuerpo ­– que funcione bien. Estoy viva de milagro –volvió a reír – bueno, de milagro y porque me ingresan aquí cada dos por tres, que si no ya estaba yo criando malvas. Anda, déle otra vez al botón, deje que me divierta un poco, es lo único que me queda ya en la vida.

B miraba hacia la puerta temiendo que el guardia entrara en cualquier momento.

­– A ver… como lo he hecho – dijo mirando exhaustivamente el mando de la cama – vamos a probar. Esta vez la cama se movió lentamente.

­ – Mal, muy mal joven. Así no.

– A ver… deje que pruebe tocando esto…

– Nada, es usted muy torpe.

­– ¡Pero coño! –exclamó nervioso por todo el estrés acumulado en el día y ahora por la impertinencia de la señora – que esto no es un parque de atracciones.

– ¡Uy! qué malas pulgas tiene usted, joven.

­– Perdone, es que…

– ¡Anda ya! – le interrumpió la anciana – ni perdones ni tonterías. Hace usted muy bien en no aguantar a viejas cascarrabias como yo. Yo no aguanto a los enfermeros y ustedes no nos aguantan a los pacientes, es ley de vida. ¿Cómo puedo hacer el meneo de antes?

– Pues… – dijo dubitativo mirando hacia la puerta porque había oído un ruido tras ella.

– Bueno, es igual, ya tocaré yo luego este aparato hasta que de con la techa, que me  ha gustado a mí el bailecito – volvió a reír la anciana.

B aprovechó para explicarle a la señora el funcionamiento básico del mando de la cama.

– Gracias, muy amable. Qué cosas, usted maneja este cacharro sin mirarlo y yo no soy capaz ni con las gafas de cerca puestas.

– ¿Qué?

– Pues eso, que usted maneja este cacharro mirando hacia atrás, se nota que está acostumbrado, aunque no sepa repetir el meneito de antes. Yo es que ya no veo casi nada, como para manejar el cacharro este.

– Sí, sí, claro, la costumbre. Pues hala, a mejorarse – dijo yendo hacia la puerta para ver si el guardia seguía merodeando por el pasillo.

– Ahora necesito ir al baño –dijo la anciana.

– Pues aquí lo tiene, junto a la puerta de la habitación, entre cuando quiera –dijo sin mirarla.

– Ya sé donde está, soy vieja y estoy medio ciega, pero no soy idiota, joven. Ayúdeme a levantarme y a entrar al baño, las enfermeras siempre me llevan ellas al baño.

– Pues habrá que llamar a las enfermeras.

            – No hay tiempo para eso, no me puedo aguantar más, llevo media hora llamándolas. y creo que el meneito ha dado el último empujón que necesitaba. Ayúdeme usted, a mí me da igual usted o una de esas pelanduscas. A mi edad ya ve usted qué más me dan estas tonterías.

– ¿Y no tiene una cuña, señora? Use eso que es lo mejor. No le conviene levantarse. Yo tengo que irme.

– Que no me aguanto, haga usted el favor de no ser tan terco. Vaya enfermeros que hay hoy en día. En mi época era todo mejor, no había este cachondeo que se traen ahora ustedes.

– De acuerdo – dijo con resignación y acercándose a la cama – vamos para arriba.

La acompañó hasta el interior del baño y se dispuso a salir.

– Ya está , hasta luego, señora. Lo dicho, a mejorarse.

– Espere joven, me tiene usted que ayudar a sentarme en la taza… parece nuevo, de verdad. No sé de donde sacan al personal de este hospital. ¿Y esa herida que tiene en la frente? Menudo enfermero que será usted si ni siquiera se puede curar una herida. A ver si no nos tiene paciencia el Señor.

B se miró en el espejo, se había olvidado de la herida. No podía ir mostrándola, pues le reconocerían en seguida. Cogió un cepillo del lavabo y por suerte pudo dejarse un flequillo que tapaba la herida.

– ¡Hala! menuda forma de curarse la herida, luego nos extrañamos de que caigamos como moscas en los hospitales – dijo riendo la anciana – se le han quedado unas canas mías en el pelo. Y de nada por prestarle el peine, joven. Bueno, ¿a qué esperamos? – dijo señalando la taza del váter – si quisiera estar quieta preferiría hacerlo viendo la novela y no aquí.

– Eh… –dudó B ante el nada sugerente panorama que contemplaba – verá tengo mucha prisa, no puedo entretenerme. Agárrese con cuidado a estos asideros, que para algo están, y podrá usted sola, adiós.

– Oiga, joven, que yo sola no puedo hacerlo. ¿Para qué les necesitaría a ustedes si no? ¿cree que estoy aquí por gusto? ¿por que no tengo casa o algo así? De verdad que usted es un enfermero muy raro. Y mire que ya he visto todo tipo de cafres en los hospitales, pero usted está convirtiéndose en el mayor de ellos.

– Sí, es que es mi primer día, no conozco los métodos de este centro. No se preocupé que enseguida aviso para que venga una enfermera cualificada – dijo saliendo por la puerta – Pero al salir vio que el guardia estaba entrando en las habitaciones y se dirigía ahora a la suya, por lo que volvió a entrar deprisa – Bueno, señora, ¿para qué esperar? Vamos a sentarnos en la taza, que no es bueno aguantarse.

– Es usted un hombre muy raro, ¿nunca se lo han dicho?

El guardia pasó a la habitación y se asomó al baño.

– Perdón – exclamó viendo la situación, con un enfermero sujetando por las axilas a una anciana con la bata subida que se estaba sentando en la taza – disculpen – y se marchó.

– ¡Oiga! – gritó la vieja – ¿pero cómo entra sin llamar? Este hospital va de mal en peor.

– ¡Hala!, ya puede usted hacer sus cosas tranquilamente en la intimidad. Cuando termine avise y le levanto de la taza. – dijo saliendo del baño. Iba a abandonar la habitación temiendo que la anciana le pidiera que la limpiara el culo, cuando oyó el sonido de un teléfono móvil.

– Haga el favor de contestar y pregunte quien es. Dígale que ahora no puedo ponerme y que llamaré más tarde. No vaya a ser que sean mis hijas y se preocupen si no lo cojo.

– Pues ya podían estar aquí con usted para llevarla al maldito baño si tanto se preocupan – dijo B entre dientes mientras veía el nombre de quien llamaba.  – Le está llamando un tal Ramón.

– ¿Ramón? ¡Anda y que le den dos duros a ese! No lo coja.

– Muy bien, pues que le den a Ramón. Voy un segundo a ver si encuentro a las enfermeras, para que vengan ellas mejor.

B dejó el teléfono y salió de la habitación. Pero volvió a entrar de inmediato. “Un móvil” se dijo “seré idota, es mi oportunidad para llamar a la policía”.

– ¿Joven? ¿no se ha ido usted?

– Eh… no, señora, estoy colocando la cama a su gusto. Usted siga ahí tranquila, que no hay que tener prisa para esas cosas.

– Gracias, entonces ahora cuando termine le aviso y me lleva a la cama.

B  cogió el móvil y se fue al final del cuarto, para tratar de que la señora no oyese nada. Corrió una cortina y se encontró con otra cama ocupada por una mujer que estaba dormida o sedada. Se asustó al verla, pues pensaba que no había nadie más en la habitación, pero al ver que no se movía siguió con lo suyo y marcó el teléfono de la policía, no sin cierto recelo de que en cualquier momento la mujer se despertase y le acusara también de estar robando y creciera el bulo de que él era un ladrón.

– Policía Nacional, ¿en qué puedo ayudarle?

– Hola, necesito su ayuda. Estoy atrapado en un hospital.

– ¿Perdón, cómo dice?

– Que estoy atrapado en el Hospital 14 de abril.

–¿Cómo que está atrapado? Explíquese.

– No puedo salir de aquí porque me están persiguiendo los guardias de seguridad. Piensan que soy un ladrón y me han detenido.

–¿Está usted detenido?

– No, ya no. Pero si me ven me van a volver a pegar. Necesito que venga la policía para aclarar todo y salir de aquí.

– ¿Quiere que vaya la policía y no quiere que le vea la seguridad privada del Centro? Si tiene algún problema acuda a ellos, que son la autoridad allí. Y si ellos lo estiman oportuno nos llamarán a nosotros.

– Pero oiga, ¿no lo entiende? No puedo dejar que me vean.

– Mire, no puedo hacer nada más por usted, haga lo que le he dicho.

– ¡Si hago lo que me dice para qué coño les estoy llamando! –gritó B, con los nervios desatados.

–¡Oiga, cálmese!

–¿Cómo quiere que me calme? Si le estoy llamando es porque estoy en una situación peligrosa y complicada, ¿no lo entiende?

– Le repito que acuda usted a los miembros de la seguridad del hospital, ellos son los encargados de la seguridad allí. Si lo estiman oportuno ellos nos llamarán a nosotros – y colgó.

Se quedó perplejo y asumió que nadie iba a  ayudarle a salir de allí, tendría que conseguirlo por él mismo.  La vieja, que desde el baño había oído los gritos de B, se dirigió a él.

–Joven, ¿qué ocurre? ¿por qué estaba gritando?

– Nada, no se preocupe, estaba llamando a las enfermeras.

­– ¿A gritos? ­–rió la señora – me parece bien, porque al cacharro ese de la pared nunca le hacen caso.

B se dispuso a salir, pero antes de abandonar la habitación pulsó el botón de llamada a los enfermeros, para que acudiera alguno a ayudar a la señora, cuando decidieran ir. Salió timorato al pasillo, disimulando y haciendo todo lo que su intuición le decía que un enfermero podía hacer de manera natural para no resultar sospechoso por ello. Caminó nuevamente , esta vez convencido de poder ir tranquilamente asumiendo su rol de enfermero. Pronto pudo comprobar la templanza de sus nervios, pues un nuevo guardia estaba apostado en la puerta que comunicaba ese pasillo con el principal. Pasó a su lado sin saber realmente si su gesto de tensión le delataría o no, cuando el guardia se dirigió a él.

– Oye, tú.

– ¿Qué? – contestó sobresaltado, con voz de pito por el susto y rascándose la frente para ocultar su rostro.

–Tienes que hacerme un favor –dijo entregándole el walki talkie –baja al sótano, a la central de seguridad y entrégalo, que se ha quedado sin batería. Pídeles que te den otro y súbemelo enseguida.

– Me gustaría ayudarle pero tengo cosas urgentes por hacer. Hasta luego.

– No te lo estoy preguntando, te lo estoy ordenando. No puedo abandonar mi puesto de vigilancia, es muy importante que bajes inmediatamente y hagas lo que te he dicho, será cuestión de unos minutos. Ya deberías estar bajando –dijo entregándole el walkie talkie.

– Lo siento, tengo que irme.

–¿Tú quieres conservar tu empleo? date prisa y diles que vas de parte del agente Carmona.

B siguió su camino con el aparato en la mano. Y antes de que pudiera pensar qué iba a hacer con él, apareció de pronto otro agente por las escaleras que, al verle con el walkie talkie, le ordenó detenerse.

– ¡Alto ahí! – le gritó desde lejos.

B pensó que le había reconocido y, con los nervios a flor de piel, se resignó y decidió entregarse sin oponer resistencia. Levantó las manos, pero antes de que pudiera decir que se entregaba habló de nuevo el guardia.

– ¿Qué haces con eso? – dijo señalando su mano.

– ¿Esto? – dijo B mirando el walkie talkie – me lo acaban de dar ahí arriba.

– ¿Cómo? –­­ preguntó el guardia con cara de sospecha.

– Sí, me lo ha dado el agente, ¿cómo se llamaba? el agente… Carmona, eso, el agente Carmona, para que lo baje a la central inmediatamente. Así que voy para allá.

-¡Quieto ahí!– dijo el guardia acercando su walkie talkie a la boca-  ¿Carmona, me copias? Cambio – y acto seguido, ante la mirada desconsolada de B, comprendió que si era cierto lo que decía, Carmona no podía contestarle. – Ven conmigo y no hagas nada raro, ¿eh? qué estamos en una situación muy complicada.

“¿Complicada? si tu supieras mi situación” pensó B.

Llegaron al lugar en el que estaba Carmona.

– ¡Qué rapidez! – exclamó Carmona – ¿ya has conseguido otro?

– ¿Tú le has dado el walkie talkie a este?

– Sí.

– Sabes que no podemos entregar material nuestro a ningún civil.

– Venga, no me toques las pelotas, García, que no puedo abandonar mi puesto y necesito el walkie. Tú –dijo señalando a B- baja ahora mismo a hacer lo que te he dicho. Déjame tu walkie – García se lo dejó y él se lo acercó a la boca – Aquí el agente Carmona, no interceptéis a un enfermero que lleva un walkie talkie en la mano, se lo he dado yo para que me lo cambie por otro abajo. Es un hombre de metro setenta aproximadamente, complexión normal, moreno con un ridículo flequillo en plan trucha total y gafas graduadas de pasta negra. Se llama… –¿cómo te llamas?

– Eh… ¿quién, yo?

– No, mi padre…

– Eh… Sergio, me llamo Sergio.

– Se llama Sergio y tiene pinta de idiota. Cambio y corto. – le devolvió el walkie talkie a su compañero – Venga, date prisa. Y tú vuelve a tu puesto inmediatamente, García.

B caminó hacia el ascensor para hacer lo que le habían ordenado. Ahora no tenía más remedio que hacerlo y ya no podría escapar del hospital disfrazado así, pues todos los guardias le reconocerían como el enfermero del walkie de Carmona. Y si no bajaba debería de quitarse el disfraz de enfermero y sería todavía peor. Tenía gracia que fuera precisamente él quien bajara a la boca del lobo. Era una situación bastante delirante. Cuando llegó al despacho de los guardias dudó seriamente si entrar o no,  e instintivamente se giró para irse de allí, debido al pánico que le provocó estar a punto de meterse en las fauces de su bestia. Pero una voz que le golpeó desde atrás le sacó de dudas:

– ¿Qué haces tú aquí?

– Vengo a dejar esto – dijo, timorato, enseñando el walkie talkie.

– ¡Ah! eres tú. Sí que tienes pinta de trucha – rió con sorna el guardia – Está bien, déjalo aquí encima. Date prisa, que no está el horno para bollos. Toma este walkie y ve corriendo a entregarlo. ¡Pero corriendo!

De camino al puesto del agente Carmona, B echó sapos y culebras hacia los guardias: “putos seguratas de mierda, ¿quién se habrán creído que son para tratarme así? cuando escape de aquí se van a enterar, les voy a meter un paquete de cojones” Era muy raro que B se expresara en estos términos y estuviera iracundo, pero lógicamente no era de piedra y la situación no era para menos.  

Encendió el nuevo walkie talkie, para ver si escuchaba algo relativo a su búsqueda. Efectivamente, estaban hablando de él. Se enteró de que todavía no habían avisado a la policía para evitar el ridículo de reconocer que se les había escapado estando retenido y esposado. Pero, eso sí, habían venido quince efectivos más de la agencia de seguridad como refuerzo para capturarlo, de ahí que se hubiera topado con varios en tan poco tiempo. Al oír esto, B decidió buscar al anciano de la escalera para recuperar su cartera y así cuando lograra salir del hospital sería como si nada hubiera ocurrido, pues la policía no se enteraría del altercado y su vida recuperaría la normalidad y cordura perdidas en esas horas de ingreso hospitalario raro. Seguramente con el transcurso de las horas se le pasaría el enfado y no haría nada contra los guardias de seguridad. B era una persona que nunca buscaba problemas y si los encontraba los esquivaba de la mejor manera posible.

Vista la respuesta de la policía a su llamada ya había decidido no acudir a ellos. Sería complicarlo todo mucho más. Con salir de allí y no regresar todo volvería a ser como antes de entrar en el maldito centro sanitario.  “En qué hora pedí cita para sacarme las muelas” se lamentó. “La próxima vez me voy a una clínica privada o espero a que se caigan solas, pero a un hospital público no vuelvo ni loco”. Dejó sus auto reproches pues tenía que concentrar todos sus pensamientos en salir indemne de aquel edificio lugar tan extraño que le estaba quitando la salud a cada minuto. Había sido una gran suerte que le robasen la cartera, pues así todavía permanecía en el anonimato más absoluto, ya que como los guardias no apuntaron su nombre cuando se lo dijo verbalmente, seguramente no lo recordarían y no podrían investigarle. Pero esto último no podía saberlo a ciencia cierta, igual sí tenían sus datos anotados.

Entregó rápidamente el walkie talkie al guardia y se fue camino de las escaleras de emergencia de la tercera planta. Se asomó sin soltar la puerta, pues luego no podría abrirla, pero no había rastro del anciano ni de la chaqueta que le prestó, dentro de la cual estaba su cartera. Tenía que comprobarlo aunque sabía que por lógica el anciano ya no estaría allí. “Pero como hoy parece que la lógica se ha quedado durmiendo, voy a mirar” se dijo antes de abrir la puerta de emergencia.

Fue a la zona de habitaciones de la tercera planta para tratar de encontrar al anciano, pues debería de estar en una de ellas. Tras entrar en múltiples habitaciones, y disculparse otras tantas veces, por fin encontró al anciano.  Entró con sigilo en la habitación y cerró la puerta. Estaba dormido en una cama junto a la cual había otra ocupada por un señor que miraba distraídamente el televisor mientras daba cabezazos somnolientos. Vio su chaqueta colgada en un perchero y la cogió disimuladamente para comprobar si estaba la cartera en ella, bajo la atenta mirada del señor de la otra cama que se había despabilado del todo. La cartera no estaba en la chaqueta, pero se la guardó bajo el brazo para ponérsela más adelante y así cambiar un poco su aspecto, además de recuperarla. Se acercó a la mesa del anciano y registró los cajones, encontrando por fin su cartera. La abrió y comprobó que le habían dejado sin dinero, pero no sin documentación. Se guardó la cartera en el bolsillo del pantalón y se dispuso a salir, ya tenía lo que quería y no iba a despertar al anciano para descubrir por qué había hecho eso. Ni tenía curiosidad ni tiempo que perder en ello. Pero justo en ese momento, el señor de la cama de al lado se incorporó y, blandiendo una muleta, amenazó a B:

– ¡Oiga usted! ¿qué está haciendo? ¿robar a un pobre enfermo?

– No, no, esta es mi cartera.

– Ya, ¡Jenaro, Jenaro, despierta! – dijo golpeando la cama de al lado con la muleta – que te están robando.

– Oiga, señor, que no estoy robando. Qué manía con llamarme ladrón les ha entrado a todos.

Jenaro se despertó y se sobresaltó ante los gritos de su compañero de habitación.

– ¿Qué pasa?

– El enfermero te está robando. Encima de no curarnos nos roban.

– No estoy robando. Jenaro, explíquele que esta cartera es mía, estaba en la chaqueta que le dí hace un rato en la escalera. Esta chaqueta que es mía también y que estaba aquí colgada.

– Y delante de mí. ¡Nos roban delante de nuestras narices! ­–­ gritó el compañero de Jenaro haciendo ademán de levantarse – por que tú estabas dormido, pero él me ha visto despierto y le ha dado igual, creen que somos muñecos o algo parecido.  A saber qué nos harán cuando durmamos. ¡Y cuando nos operan! La anestesia dicen que es para el dolor, ya. Y mis cojones también. ¡Es para que no veamos las tropelías que cometen con nuestros cuerpos, experimentan con nosotros!

– Dígaselo usted –inquirió B a Jenaro.

– ¡Nos mean y dicen que llueve! –gritó el compañero de Jenaro que parecía una gran tortuga pateando boca arriba en su intento de levantarse de la cama.

– No recuerdo nada de eso – dijo Jenaro.

– Voy a llamar a los enfermeros para que se encarguen de este ladrón, si es que no están todos compinchados, que no me extrañaría – dijo el señor de la muleta, dándose cuenta de que no podía levantarse ­– si yo fuera más joven ya estabas tú con el pescuezo partido, ¡chorizo!

– No, no haga eso –exclamó B arrancando el aparato para llamar a los enfermeros que estaba en la cabecera de la cama del señor de la muleta, ahora histérico total  y adalid defensor de los derechos del paciente.

– ¿También están compinchados los demás? ¿nos robáis entre todos? – grito blandiendo la muleta.

– Cállese de una vez y mire, esté es mi DNI, ¿lo ve? –dijo enseñándoselo.

– Es cierto, la foto es de usted –dijo el señor de la muleta y se giró a Jenaro – ¿qué está pasando aquí?

– Ya me acuerdo de usted, es verdad, nos vimos en la escalera – confesó Jenaro ahora que le habían descubierto – Luego vino un guardia, me sacó de allí y me informó de que es usted un ladrón de hospitales – dijo Jenaro mientras daba al botón de llamada al puesto de enfermeros – ¡Hay que detenerle! ¡Vamos, Sebastián! ¡A por él! – gritó levantándose briosamente de la cama.

B se asombró tanto por lo que dijo el anciano como por su brío. Jenaro le agarró de un brazo con toda su fuerza. Pero como toda la fuerza de un enfermo hospitalizado de ochenta años que, además, había pasado varios días abandonado a la intemperie era muy poca fuerza, B se zafó de él sin dificultad  procurando no hacerle daño y volvió a meter su DNI en la cartera y esta en el bolsillo.

­ – ¡Un momento! – gritó – quietos los dos de una vez.

Cogió la muleta al ver que Jenaro iba  a por ella y la blandió contra él.

–¡Vaya ahora mismo a la cama!, ¡ y usted no toque nada! –gritó a Sebastián – Jenaro, usted sí que es un ladrón. Me ha robado la cartera, encima de que fui yo quien le ayudó. Es usted un desagradecido. Encima se atreve a seguir con su mentira y acusarme a mí de robar. Pero le doy las gracias, sin saberlo me ha hecho un enorme favor al robarme. Me largo de aquí, pero como alguno de ustedes se mueva volveré y ya no seré tan amable.

– Ojalá vuelva, chorizo – gritó Sebastían – para entonces ya estaré levantado y esperándole para darle su merecido.

– A ver, señor,  está fatal, que yo no le he hecho nada, ni a usted ni a nadie. ¿Por qué me tiene tanta manía, joder?

– ¿Qué no me ha hecho nada? Igual que ha robado a Jenaro podría haberme robado a mí de no haber estado despierto.

– Que no he robado a nadie, ya se lo he demostrado. ¿Este hospital es psiquiátrico y han quitado el cartel en la entrada o qué?

­– Y tengo conciencia de clase –siguió Sebastían – y apoyo a todos los enfermos contra todo aquel que nos ataca, como ustedes los enfermeros. Malditos cómplices de los matasanos.

– Yo no soy enfermero – dijo B sin darse cuenta.

– ¿Cómo? – dijo – ¿y por qué se viste como uno de ellos? esto es más grave de lo que me imaginaba. Aquí tiene que intervenir la policía de inmediato. ¡Policía, policía! – empezó a gritar Sebastián, ante lo cual B se abalanzó sobre él y le tapó la boca.

– Cállese, por favor – le dijo susurrando, mientras él pataleaba tendido en la cama.

– Es verdad – dijo Jenaro – ¿por qué va usted vestido de enfermero? cuando nos conocimos iba de paisano.

– Vaya, usted tiene la memoria bien para lo que quiere – dijo B sin quitar la mano de la boca de Sebastián.

– Debería dejar de hacer eso.

– No, hasta que me prometa que no va a volver a gritar.

– Es que Sebastián tiene rinitis crónica y no puede respirar por la nariz. Reconozco que no es usted ningún ladrón, pero puede cometer un asesinato como no le quite la mano ahora mismo.

– ¿Cómo? – dijo B mirando a Sebastián y viendo que ya no pataleaba ni decía nada, estaba casi inconsciente. Le soltó de inmediato y el anciano dio un alarido igual al que daría un buzo que sale a la superficie cuando ya no podía aguantar más sin respirar.

– Lo siento – dijo B.

– Mire, joven, si le cogí la cartera es porque la vi en la chaqueta que me dio. Y en los hospitales ya se sabe, no puedes dejar nada al alcance de cualquiera, por eso la guardé en mi cajón.

– Vaya, muy amable, ¿y entonces dónde está mi dinero?

– Hombre, nada es gratis en esta vida. Digamos que es mi pago por guardar sus pertenencias.

– Pero bueno, ¿usted…? – dijo B señalándose la sien con el índice.

– ¿Qué tal estás Sebastían?

– Al… al… algo mejor – contestó sofocado – un poco más y no lo cuento.

– Lo suyo es increíble – dijo B mirando a Jenaro – me roba y encima se justifica.

– Anda que lo suyo. Aparece en unas escaleras en las que no debería estar, luego aquí disfrazado de enfermero para robar e intenta matar a Sebastián.

– Que yo no he intentado matar a nadie. Qué manía con acusarme de todo.

– Pues lo disimula muy bien – dijo Sebastián – es usted un bestia. Con pedirme que me callase era suficiente, no tenía que intentar matarme. A punto ha estado.

– Pero si se lo he dicho mil veces.

– ¿Has visto la luz? – preguntó Jenaro.

– Sí, compañero, sí la he visto. Pero por suerte he vuelto.

– Por suerte no, porque yo he intervenido, que si no ya estabas “caput”

– Gracias, compañero, no olvidaré esto. Ni tampoco olvidaré que usted a intentado matarme, miserable – gritó a B.

– Los enfermeros de verdad estarán a punto de entrar, ya le darán su merecido a este impostor – dijo Jenaro.

– ¿Otra vez volvemos al principio?

– ¡Enfermeros, enfermeros! – gritó Jenaro, mientras Sebastián arrojó la muleta con fuerza, impactando de lleno en la cabeza de B.

– Están ustedes fatal, ahí se quedan, dijo B saliendo por la puerta y cerrándola.

Por suerte el tiempo de respuesta de los enfermeros de un hospital público a la llamada de uno de los ingresados es muy amplio, como pudo comprobar con la anciana a la que tuvo que llevar al cuarto de baño, por lo que B pudo salir despacio y sin ser visto por ninguno. Eso sí,  por si acaso nada más cerrar la puerta B corrió por el pasillo hasta que salió al principal. Se tocó la cabeza y comprobó que estaba sangrando. “Jodido viejo, encima tiene puntería” se dijo.  Entró en un servicio para analizar la herida sangrante que le había provocado el muletazo. En el espejo no pudo ver la brecha, pues el cabello se lo impedía, pero comprobó que sangraba y hasta había salpicado de sangre su camisa. Lo primero era taponar la herida para que la pequeña hemorragia se cortara. Las venas capilares son muy sensibles a cualquier impacto. Por supuesto, no había papel higiénico ni papeles “secamanos”, así que se quitó la camisa y la hizo gajos para intentar controlar la hemorragia, tras enjuagarse profusamente la herida en el lavabo.  De todas maneras tenía que quitarse ya esa vestimenta, pues los ancianos le denunciarían.

Se puso la chaqueta y tiró los ensangrentados restos de camisa las gafas y el pantalón de enfermero, mientras presionaba la herida con una bola de tela hecha con los últimos gajos. “Menuda pinta” se dijo al verse en el espejo con el ridículo flequillo para tapar le primera herida y con la bola de tela en todo lo alto de la cabeza.  “Ya queda menos, esto va de mal en peor, pero ya queda menos” se dijo suspirando.

Ahora que había recuperado la documentación su objetivo era abandonar cuanto antes el hospital y salió del servicio con esa pinta tan rara (demasiado hasta para estar en un hospital) no le quedaba otra. Aunque el pantalón era el mismo con el que le habían detenido, la chaqueta no la habían visto, por lo que su aspecto no era exactamente el mismo y, tal vez, no le reconocieran. Se dirigió a las escaleras, pues había comprobado que siempre están menos transitadas que los ascensores, para intentar bajar a la planta primera sin cruzarse con nadie. Pero justo antes de enfilar las escaleras notó un fuerte mareo, sin duda fruto del golpe anterior, o de la suma de los dos, o de la suma de los dos más el estrés… y se desvaneció.

Despertó en una camilla. Se incorporó y vio que estaba en una sala y que tenía un apósito  tapando la brecha de su cabeza. Una enfermera se dirigió a él.

– Hola, ¿qué tal se encuentra?

– ¿Hola?– contestó aturdido – ¿qué hago aquí?, ¿qué ha pasado?

– Le encontramos hace unas horas tendido en el suelo, con una herida en la cabeza. ¿qué le ha sucedido?

– ¿Qué, qué?

– Tranquilo, está usted en un hospital.

– ¡Ah! es verdad, me desmayé, ahora lo recuerdo. Me caí bajando las escaleras, creo. Pensaba que no era nada, por eso quise seguir por mi propio pie. ¿Qué es lo que me pasa?

– Nada, no se preocupe. Le hemos dado 4 puntos. La herida no es grave, pero yo le recomiendo reposo estos días y si nota algún síntoma de mareo o pérdida de memoria que acuda al médico más cercano. Porque ahora se encuentra usted perfectamente, ¿verdad?

– Sí, sí, gracias, muy amable. Sólo tengo un poco de dolor de cabeza.

– Tómese estos analgésicos cada 6 horas hasta que se le pase – dijo dándole una gragea, ante la cara de extrañeza de B.

– Sí, sólo puedo darle uno, ya no nos permiten dar medicación a los pacientes no ingresados, los recortes, ya sabe.

– Claro – dijo B sin hacerla mucho caso, pues su extrañeza era por todo lo que estaba sucediendo.

– Cámbiese la gasa si ve que la herida sangra, aunque no debería sangrar más. Los puntos se los quitará la enfermera de su centro de salud. Vaya dentro de una semana.

– Gracias – dijo B poniéndose en pié. Le hubiera querido decir que era la primera cosa buena que le sucedía en ese hospital, pero no podía informar a la enfermera de su situación. Por muy amable que fuera su obligación la llevaría a informar de todo a los guardias de seguridad.

– Bueno, pues tenga cuidado y ya sabe, al menor síntoma vuelva al hospital. Puede salir por esa puerta. Vaya al control de entrada de urgencias con su DNI para que le tomen nota y le hagan una ficha. Entrégueles este informe. Aquí tiene su cartera, se la cogimos para identificarle y tomarle los datos en un primer informe, el que le acabo de entregar, pero tiene que regularizarlo usted mismo. Hasta luego.

– Perdone, ¿quién me encontró y me trajo aquí? –preguntó B extrañado de que los guardias de seguridad no estuvieran allí, pues si tenían controlado el hospital no entendía como el hecho de que alguien aparezca inconsciente en él no sea comunicado a los agentes .

– Pues… –contestó dubitativa la enfermera – no sé. No era mi turno. Supongo que alguien le vería en el pasillo y algún enfermero o enfermera fue avisado. No olvide que está en un hospital, todo lo que le ocurra aquí dentro tendrá una atención médica rápida. ¿Por qué me lo pregunta?

– No, por curiosidad, nada más por eso.

– Se lo pregunto porque hay pacientes que nos han llegado a denunciar en casos parecidos al suyo, alegando que les han robado mientras estaban inconscientes. Hay gente muy lista por ahí. Según pone en el informe de entrada usted vino con esta chaqueta y con…

– No, no ­–la interrumpió – si no lo digo por eso. Era simple curiosidad. Confío plenamente en ustedes. A las pruebas me remito – dijo señalándose la herida.

– En urgencias recibimos a todos los pacientes por igual, vengan de dentro o fuera del hospital, que es lo habitual. Aunque no se crea, que dentro de los hospitales también hay accidentes que tenemos que atender a diario, como le ha pasado a usted. Y no rendimos cuentas a nadie, somos independientes. Nuestro deber es atender al enfermo y ningún otro miembro del hospital, qué se yo, los celadores, guardias, los de la limpieza… ninguno puede intervenir en esto y nosotros no contamos con ellos a no ser que sea necesario.

B no pudo evitar sonreír al oír esto último. “¿Accidentes dentro de un hospital? si yo te contara, guapa” pensó.

 – Hasta luego y muchas gracias –se despidió.

B cogió el informe y salio. Descubrió que estaba a veinte metros de la puerta de salida a la calle. Increíble, sin saber cómo había conseguido una oportunidad buena para salir. Pasó de largo el control de entrada en urgencias y se acercó a la puerta, pero al llegar a ella apareció un guardia de seguridad que se detuvo en medio y le miró inquisitivamente. Tuvo que volver sobre sus pasos, haciendo un gesto como de haberse olvidado algo, para no arriesgarse a ser detenido, pues ahora que no tenía el traje de enfermero ni las gafas, y aún con la chaqueta, cualquiera podría reconocerle. Es más, como los viejos habrían hablado con seguridad les  dijeron que se había llevado la chaqueta. Tenía que deshacerse de ella. Y si le pedían la documentación sabrían que era él, pues fue tan inocente de dar sus datos reales cuando le detuvieron y no podía estar seguro de que no los hubieran apuntado. Menos mal que quienes le recogieron inconsciente y le atendieron en urgencias no habían dado sus datos personales a nadie salvo al papel que él llevaba ahora en sus manos. “Es curioso que los únicos que han hecho bien su trabajo conmigo hayan hecho mal su trabajo con la administración que les paga. Esto es de locos de remate.” se dijo. Lo que no sabía B era que el asunto era de locos de remate que estaban tan, pero tan locos, que fallaban goles cantados, sin portero y a 2 metros de la portería.

 Se resignó pensando que por ahí tampoco podría escapar. ¿O tal vez sí?. Observó que la puerta estaba muy transitada por enfermos, enfermas, enfermeros, enfermeras, médicos, médicas, familiares, amigos y amigas. Vio de nuevo un cuarto de enfermeros sin nadie y tras preguntarse que dónde coño se meterían los enfermeros y enfermeras para no estar nunca en su puesto ni en las habitaciones, decidió coger otra camisa y pantalón para intentar salir de allí  pasando desapercibido mezclándose con el gentío. Enfermeros con su aspecto había cientos, pero con la descripción de la chaqueta y su pantalón sólo él seguramente. Ya que los seguratas estarían buscado los dos perfiles, mejor ser parte del más numeroso. Se quitó la gasa de la cabeza y comprobó que la herida ni sangraba y ni se notaban los puntos entre el pelo.  No podía ir con esa llamativa gasa en la cabeza, será sospechoso en un enfermero. Se puso la camisa encima de la chaqueta para no tener que tirarla y, cogiendo también una carpeta y metiendo su informe en ella, aprovechó un momento en el que el gentío era realmente como una riada para intentar salir por la salida de urgencias. Caminó junto a todos, rascándose  la cabeza y agachándola fingiendo leer con atención la carpeta para ocultar su rostro lo más posible.

El guardia de seguridad miraba  a todo el mundo nerviosamente y con la mano derecha agarrada a la porra, tratando de descubrirle a él seguramente para usarla a quemarropa. Pero no lo hizo (descubrirle) y B consiguió salir. Pasó por delante del guardia y ni le miró. Por fin estaba en la calle, era libre otra vez.  B respiró hondo con ese alivio que siente el que ha estado en una situación como la suya. Nunca se había sentido tan vivo. Sonrió plenamente a la ciudad, a la vida, a una señora que pasó a su lado que le miró con cara rara al hacerlo, a la libertad… pero el destino no se fijó en su sonrisa y le volvió a jugar una mala pasada, porque justo en el momento en el que pisó la calle llegó un coche pitando y a toda velocidad  que se paró justo en la puerta. De él salió un hombre muy nervioso que se dirigió a él nada más verle.

– ¡Mi mujer está de parto! –dijo abriendo la puerta de atrás del coche- atiéndala, de prisa, voy adentro a pedir una camilla o algo – y salió disparado hacia el interior del servicio de urgencias.

B se quedó perplejo. No sabía si salir corriendo de allí, pero al ver a la mujer llorando de dolor y con todo el vestido mojado por haber roto aguas, decidió ayudarla, por lo menos hasta que algún enfermero o enfermera de verdad le atendiera. Se acercó a ella, sujetó la carpeta como bien pudo y la agarró fuertemente de la mano, ante lo cual ella estrujó literalmente la suya.

– Tranquila señora, está usted en un hospital – dijo instintivamente, cuando en realidad le hubiera gustado decirla que se fuera de allí inmediatamente, que tuviera a su vástago en cualquier lugar, pues sería seguramente más seguro que ese hospital.

– ¡Me duele mucho! –gritó – déme algún medicamento, no puedo más. ¡dame drogas!  Creo que ya estoy dando a luz.

– Tranquila, todavía no – dijo mirándola sólo a los ojos para no comprobar si era verdad  lo que decía, pues sin ninguna duda se desmayaría de ser cierto.

En ese momento apareció el marido con una silla de ruedas:

– Tenga, me han dicho que la suba usted aquí y la lleve a la sala de partos. ¡Deprisa!

– ¿Yo? ­–gritó asustado – Yo no puedo hacer eso, este no es mi departamento, mejor hágalo usted – dijo mientras ayudaba  a la mujer a subir a la silla.

– ¡Usted es el enfermero, joder! –gritó el futuro y casi actual padre – Tengo que quitar el coche de aquí. Llévela y tome esto, es la bolsa con sus cosas – dijo colgándosela del cuello.

El guardia de seguridad salió a la calle para ayudarles. Empezó a apartar a la gente para dejar un pasillo por el que pudiera pasar la parturienta. B no tuvo más remedio que volver al hospital, empujando la silla y con el bolso en el cuello dificultándole seriamente la respiración. Al entrar preguntó en admisión que dónde había que llevar a esa señora y que por favor saliera alguien a hacerse cargo de ella. Los de admisión le miraron extrañados, ya que él estaba vestido de enfermero y, en teoría, era quien estaba ya a cargo de la parturienta. Le indicaron que siguiera todo el pasillo y fuera directamente al paritorio.

–¿Paritorio? ¿y dónde está eso? – se preguntó en voz alta – ya la hemos liado otra vez. Y esta pobre señora aquí a punto de parir, ¿qué hago?

Siguió por el pasillo, entre los gritos de dolor de la parturienta, buscando desesperadamente algún cartel que le indicara el camino, pero no encontró nada. Vio a un guardia de seguridad y decidió arriesgarse y pedirle ayuda, pero justo al llegar a su lado le llamaron por el walkie talkie:

– Confirmado, el ladrón va ahora vestido de enfermero y ha robado unan cartera y una chaqueta vaquera azul de una habitación, quizás la lleve puesta y haya desechado el traje de enfermero. Estén muy atentos para reconocerle, identifiquen a todos los que parezcan sospechosos, sigan controlando todas las salidas, cambio y corto.

B abortó la misión y siguió por el pasillo, empujando la silla de la mujer, que estaba cada vez más histérica.  Comprendió que el anciano y el señor de la cama y de la muleta le habían delatado. Encima de que lo ayudó, le roba y le delata. No tuvo tiempo de enfadarse porque se cruzó con una enfermera y pudo desembarazarse de la embarazada.

– Perdona, hay que llevar a esta mujer al paritorio, ¿puedes encargarte tú de ella?, yo no soy de esta unidad –dijo colgándole del cuello la bolsa de la mujer.

– Claro – dijo la enfermera cogiendo la silla – tranquila señora, enseguida le atenderemos. – dio media vuelta – ¿A dónde ibas por aquí? por este pasillo no hay salida –le reprochó.

B no dijo nada más y permaneció quieto hasta que vio desaparecer la silla. Volvió sobre sus pasos y comprobó que el guardia seguía apostado en la puerta de salida de urgencias,  a escasos metros del control de admisión. Ya no podía arriesgarse a volver a salir por allí después de lo que había escuchado por el walki talkie. Entró en el cuarto de enfermeros, que por fortuna para él seguía vacío y cogió unas vendas. Se las colocó lo mejor que supo por la cabeza, para ocultar al máximo su rostro, y se deshizo de su atuendo de enfermero y, muy a su pesar, de la chaqueta vaquera. Cogió el informe que le había dado la médico que le curó y fue a admisión de urgencias confiando en que si regularizaba su situación médica, a la vista del  guardia de seguridad,  podría salir sin sospecha alguna.

– Hola, me acaban de atender y me han dicho que entregue este informe aquí.

–¿No está usted registrado? – preguntó la chica de admisión.

– No.

– ¿ Y cómo le han atendido entonces?

– Era una urgencia.

– Ya, yo trabajo en urgencias, es donde está usted ahora y hay que registrarse antes de ser atendido. Bueno, es igual, ya da lo mismo. Déme su DNI y la tarjeta sanitaria.

– Sólo tengo el DNI.

– Bueno, lo haremos con eso, pero tendrá que volver otro día con su tarjeta sanitaria.

– Claro, esta misma tarde – contestó irónicamente pensando que no volvería a pisar ese hospital en su vida, al no ser que el infortunio lo llevase inconsciente en una ambulancia.

– Ya está. Tome su DNI y espere un segundo ahí en frente haciendo fila con esas personas, tiene que pasar un control de seguridad para poder salir.

– ¿Control de seguridad?

– Sí, están buscando a alguien y tiene que identificarse en la puerta. Es un trámite.

– No entiendo por qué he de hacer eso.

– Es un formalismo que deben cumplir todos los varones aproximadamente de su edad y físico. No tendrá que esperar mucho, enseñe su DNI y ya está, si no es usted al que buscan no tendrá problemas – dijo sonriendo.

– Perfecto. Pues nada, a identificarse ante el guardia. ¿Por cierto, le han dicho el nombre de la persona que están buscando?

–¿Cómo? –contestó confusa.

– Nada, no he dicho nada, me he liado –contestó B que quería por todos los medios saber si los de seguridad habían filtrado su nombre o no y dándose cuenta de que sí lo habían hecho, pues estaban pidiendo el DNI a los sospechosos decidió dar media vuelta. Por lo menos tenía la suerte de que la mujer de admisión no le había reconocido al darle sus datos. Lógico, ¿cómo iban a pensar los de seguridad que el ladrón iba a identificarse ante alguien de manera voluntaria, que es lo que se hace en admisión?– voy a la fila, pero antes necesito ir al baño. ¿Por dónde…?

– Al final del pasillo.

– Gracias.

– Déme su DNI y tarjeta sanitaria – dijo a otro paciente la chica de admisión.

Se alejó de la zona lo más rápido que pudo, y cuando se metió en el servicio se quedó pensando mirándose en el espejo:

–¿Y ahora qué hago? – exclamó en voz alta-  no podré salir nunca de este hospital. No tenía que haberles dicho mi nombre a esos locos. Maldita sea mi suerte, joder, estoy atrapado en este edificio. Me cago en el puto viejo de los cojones y en el de la muleta. Me cago en los putos seguratas y en la parturienta, si ya estaba fuera, joder, estaba fuera…

En ese momento se oyó la cisterna de un retrete del cual salió un anciano regordete y de aspecto bonachón.

– Tranquilo hijo, tómeselo con paciencia.  Yo llevo cuarenta años viniendo todos los meses. Es el problema de padecer una enfermedad crónica. ¿Qué es lo que le ocurre a usted?

– Nada – dijo B sin saber qué contestar.

– ¿Nada?, pues entonces no sé qué está haciendo aquí, a estos sitios sólo ha que venir por necesidad o para visitar a un ingresado. Perdone si parezco entrometido, ¿pero por qué se está quejando de que no puede salir?.

– Es una historia muy larga y muy rara.

– No se preocupe, tengo tiempo de sobra para escucharla y seguramente no me parezca tan rara, a mi edad ya he visto de todo, hijo.

– No tengo tiempo para contársela.

– ¿Es grave su herida? ¿qué le ha pasado?

– Nada, resbalé en la escalera.

– Bueno, me alegro de que no sea nada. ¿Quién le ha vendado la cabeza, por cierto? ¿un becario? menuda chapuza le han hecho, parece usted un fakir venido a menos – rió el anciano –  pero sigo sin entender porqué dice que no puede salir de aquí. La puerta está ahí al lado. Yo si que no puedo hasta que no termine con la terapia. Bueno, puedo salir si quiero, nadie me lo va a impedir. Todos los meses lo mismo. Todavía tengo que esperar cuatro horas más aquí dentro, porque cada media hora me hacen una prueba. La única manera de que saliera antes sería un incendio o algo así, o que soltaran a un toro por el hospital, ¿se imagina? ¡un toro! –dijo riendo a carcajadas.

– Sí, sería curioso de ver. Tengo que marcharme. Hasta luego.

Salió al pasillo, dejando con la palabra en la boca al anciano.  No le apetecía hablar con nadie, pero se quedó pensando en lo último que había dicho el anciano. Descartó por poco probable la opción del toro, pero la del incendio le dio una idea que quizás funcionara. Si activaba la alarma de incendios se produciría un intento de evacuación del hospital, o por lo menos se crearía un caos que le daría opción de escapar antes de que se descubriese que era una falsa alarma. Fue hasta una alarma de incendios, se aseguró de que no había nadie viéndole y la activó con todo el disimulo que su torpeza natural le permitía, que no era mucho.  Pero no sonó ninguna alarma. Pensó que, tal vez, sería una alarma silenciosa, para que no cundiera el pánico y que estaría directamente conectada con el parque de bomberos. Cuando estos llegasen, con el jaleo fenomenal que montan, tendría una opción de escapar, por lo que se dirigió cerca del hall de entrada y esperó escondido a que llegasen.

Transcurrieron los minutos y no apareció nadie. Siguió esperando y nada, todo seguía igual. Vio otra alarma de incendios y pensó en activarla, porque igual la anterior estaba rota. Pero lo que contempló le evitó el esfuerzo: un niño jugaba golpeando todo lo que se encontraba con un paraguas. Cuando llegó a la alarma de incendios, rompió el plástico de seguridad y empezó a pulsarla. Su padre se percató y acudió raudo a detener a su hijo diciendo: “¡Mario, deja eso! has conectado la alarma de incendios”, ante lo cual una señora de la limpieza que pasaba por allí empujando un carrito lleno de utensilios de limpieza dijo: “No se preocupe, esas alarmas son de pega, no funcionan, deje que el niño se divierta con ella si quiere”. La cara de perplejidad del padre sólo fue superada por la de B.

– ¿Y si hay un incendio qué? –preguntó el padre.

– Y yo qué sé, a mí me pagan por limpiar, no por apagar fuegos –respondió la mujer siguiendo su camino.

B Se dirigió, de nuevo, a los servicios. Frente al espejo volvió a hacerse la misma pregunta de antes:

– ¿Y ahora qué hago? – exclamó en voz alta –  no podré salir nunca de este hospital.

En ese momento se oyó la cisterna de un retrete del cual salió el mismo anciano de antes.

– ¡Hombre!, ya decía yo que esa voz me sonaba, es usted otra vez.

– Sí, que coincidencia.

– Conmigo es muy fácil coincidir en los servicios, tengo problemas de próstata, ¿sabe?

– Ya, pues nada, a mejorarse –dijo dirigiéndose hacia la puerta.

– ¿Se va ya por fin?

– Sí.

Salió del baño. Pero en el pasillo se encontró con dos guardias que entraban y salían de todos los cuartos. Entró precipitadamente al baño.

– ¿Otra vez aquí? – dijo el anciano.

– Sí – contestó nervioso, sabiendo que en un instante entrarían los guardias.

– Perdone que le sea tan sincero, pero me parece usted un tipo muy raro –dijo el anciano mientras se secaba las manos – ya van dos veces que le encuentro en el servicio hablando con el espejo y sin hacer uso del retrete ni del lavabo. Entra y sale sin sentido alguno. No sé que se trae entre manos,  la verdad.

– Verá, necesito que me haga un favor ahora mismo, luego le explicaré todo. Haga lo que le digo y me hará un enorme favor. Se lo ruego.

Los guardias entraron al baño y fueron abriendo una a una las puertas de los retretes. No había nadie salvo en uno de ellos, donde estaba el anciano, que ante el intento de abrir la puerta de uno de los guardias, gritó enfadado.

– ¡Oiga, está ocupado! – dijo asomando la cabeza por la puerta entreabierta – un poco de respeto a la intimidad de las personas.

– Disculpe señor – dijo el guardia saliendo del baño.

– Ya puede salir – dijo el anciano abriendo la puerta por completo.

– Gracias por haberme ocultado, no sé como explicarle esta situación.

– Ni falta que hace, hijo, a mi edad ya no existe la curiosidad. Gracias por confiar en mí, usted ha sido lo único divertido que me ha pasado en este hospital en cuarenta años. Cuente conmigo para cualquier otra cosa. Además que a mí estos señores de la porra no me caen nada bien, vaya que no. Si usted tiene algún problema con ellos le ayudaré en todo lo que pueda. Recuerdo una vez, hará unos 40 años, que durante una manifestación…

– Perdone –dijo B interrumpiendo lo que sin duda sería una larga historia – necesito salir de aquí cuanto antes.

A los cinco minutos de decir esto B ya estaba por fin en la calle. El anciano del baño conocía perfectamente las instalaciones del hospital, pues había pasado en él cientos de horas. Le enseñó a B una puerta que se usaba hace muchos años para sacar la basura, cuando el hospital no había sido ampliado, y que actualmente no se utilizaba pero se podía entrar y salir por ella porque no tenía cerradura. Él la usó durante los años que fumaba, porque estaba mucho más cerca que la puerta de salida. Todavía podían verse restos de colillas por allí, y eso que hacía ya más de 5 años que dejó de fumar. Así funcionan estos grandes edificios públicos, siempre hay rincones olvidados.

– Muchas gracias por todo, no sabe usted el favor que me ha hecho.

– Nada hombre, a mandar.

– Tengo que irme de aquí enseguida, pero esté tranquilo porque ha hecho una buena obra. Me estaban persiguiendo acusándome de un delito falso. Me ha salvado usted al vida.

– Vaya, soy todo un héroe – rió el anciano.

– Bueno, me marcho. A ver si en otra ocasión nos vemos y le recompenso de alguna manera.

– Quien sabe, igual nos encontramos alguna vez, el mundo es un pañuelo – dijo – muchas veces llenos de mocos, eso sí – rió y se despidieron con un apretón de manos.

Fue facilísimo salir. Ya en la calle B respiró aliviado se quitó la venda y la arrojó con violencia al suelo. Estaba feliz y rabioso, pero sobre todo muy feliz por verse libre al fin de aquella cárcel insospechada. Y tal era su estado de euforia y ansiedad por alejarse de la zona que al cruzar corriendo la avenida colindante al hospital se olvidó de mirar y fue brutalmente atropellado por un vehículo que iba muy de prisa también. Su cuerpo salió despedido muchos metros. Varios peatones se apresuraron a auxiliarle, pero ninguno se atrevía a tocarle.  Si lo hicieron dos de los ocupantes del vehículo que le atropelló. Eran el conductor y un enfermero de la ambulancia. ¡Le había atropellado una ambulancia! De entre todos los vehículos motorizados que circulan a diario por esa avenida había tenido que ser uno vinculado al hospital quien lo hiciera.  B estaba inconsciente, por lo que no pudo saber que su destino parecía inevitablemente ligado al hospital. Lo cierto es que para cualquiera que sufra la desgracia de ser atropellado es una suerte que lo haga una ambulancia, pues por lo menos recibirá unos primeros auxilios inmediatos y un traslado rápido a un centro sanitario. Pero en el caso de B ser atropellado por una ambulancia significada que había algo o alguien “ahí arriba” que estaba haciendo todo lo posible por evitar que su vida continuase fuera del hospital, lo cual venía a ser lo mismo que querer que muriera allí dentro.  

Como el atropello se produjo a escasos metros de la puerta de urgencias del hospital, pronto salieron dos enfermeros con una camilla para auxiliar a B, mientras que los de la ambulancia trasladaban en la suya al enfermo que traían dentro. De locos, un devenir enfermizo a más no poder.  B recuperó la consciencia en la camilla, pero no sabía qué había sucedido. Era incapaz de articular palabra por lo que al ver la entrada del hospital intentó bajarse de la camilla. Lo último que quería en su vida era volver a entrar allí.

– Está sufriendo convulsiones –dijo alarmado un enfermero- rápido, hay que llevarle a quirófano ahora mismo.

– ¡Apártense! – gritó un guardia de seguridad- dejen paso a la camilla. Este hombre necesita ayuda.

“Hay que joderse” pensó B “ahora me ayudan estos cabrones”. Y volvió a desmayarse.

Al día siguiente despertó en la cama de una habitación del hospital. Tenía la cabeza y el pecho vendados, una pierna escayolada y una bolsa de suero inyectada al brazo; una imagen muy normal en un hospital salvo por el pequeño detalle de que B estaba en ese estado por el simple hecho de ir a pedir una cita para que le examinaran la boca. Le despertó el ruido de la televisión, en la cual había un partido de fútbol, y los gritos de varias personas que estaban en la habitación. Eran su compañero de habitación, dos enfermeros, una enfermera, y tres enfermos más. B, confuso por lo que había ocurrido, exclamó:

– ¿Hola? ¿Dónde estoy?

– Hombre, ya te has despertado – dijo uno de los enfermeros mirando de reojo al televisor.

– Sí, supongo… ¿qué ha ocurrido?

– Nada, lo peor ya ha pasado. Ha sido sólo un susto, ahora descansa… ¡Uuuuyyy!, ¡paquete, menudo paquete que eres! – gritó mirando a la televisión mientras el resto gritaban cosas por el estilo.

– ¿Oiga? ¿Podría decirme qué ha pasado?

– El paquete este que no ha marcado, si eso lo meto hasta yo. Vamos perdiendo por un gol, pero todavía queda casi una hora, esto está chupado – dijo el enfermero mirando la televisión.

B se quedó anonadado contemplando la escena. Lo último que recordaba era haber salido corriendo de allí y unos segundos de estar tendido en lo que seguramente sería una camilla y entrando de nuevo a un hospital. Pero viendo la escena actual sabía que estaba en el 14 de abril, en ningún otro lugar del mundo podrían ocurrir esas cosas. Se dio media vuelta y decidió no preguntar nada más hasta que alguien no se dirigiera a él de nuevo, lo cual sucedió a los pocos minutos, cuando entró otra enfermera con un carrito que traía la cena de los dos enfermos.

– Vaya – dijo dejando una bandeja con comida al lado de la cama de B – hoy no tendrás doble ración, Matías – y le entregó la otra bandeja a uno de los enfermeros, que ni le saludaron, pues no dejaban de mirar al televisor – que os aproveche, en media hora vengo a por las bandejas, ya lo sabéis.

– Enfermera – dijo B – ¿podría usted explicarme qué pasa?.

– Nada, lo de siempre que hay un partido, que estos se juntan a verlo porque dicen que así tiene más emoción. Yo creo que a Matías no le dan el alta hasta que no acabe la Liga –dijo sonriendo.

– ¿La Liga?, ¿Matías?

­ – Sí, Matías, su compañero de habitación. Todos los fines de semana queda con los enfermeros para ver aquí el partido porque resulta que…

– Vale, vale ­– la interrumpió B – me parece estupendo. Qué gane el mejor y árbitro cabrón. Pero yo le estoy preguntando por mí, ¿qué es lo que pasa conmigo?

– ¿Con usted? No lo sé – lo único es que si ya está despierto le voy a quitar el suero y ya puede comerse todo lo de la bandeja. Y los medicamentos se los tomará por vía oral.

– ¿Es qué nadie va a explicarme que me ha sucedido? ¿por qué estoy ingresado?

– Creo que sufrió un accidente.

– Gracias, muy amable, ya sabía yo que sería ago de eso. ¿Cómo lo ha deducido, por las vendas, la escayola…? – dijo irónicamente.

– Qué mal despertar tiene usted.

– Lo que usted diga, señorita –dijo B claramente desesperado – ¿podría venir un médico para explicarme qué es lo que me ha pasado y que me diga el diagnóstico?

– Claro. Por la mañana pasará el médico de planta.

– ¿Por la mañana? Esto es un hospital, ¿no hay médicos hasta mañana o qué?

– Claro que los hay, pero en urgencias.

– Pues que venga uno de esos.

– ¿De urgencias? Usted está ingresado en planta, no pueden venir a verle.

– ¿A no? ¿Y no sería conveniente que un médico supiera que me he despertado?

– No lo sé, yo sólo soy enfermera y hago mi trabajo. Mañana vendrá el médico y sabrá que se ha despertado. Ahora disfrute de la cena, ¡es pescadito con guarnición!

– ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

– Matías, ¿cuántos días llevas comiéndote lo de este señor?

– Dos comidas y una cena.

– Dos días –dijo la enfermera.

– Vaya, veo que ha consultado mi historial, estoy en buenas manos… – dijo B resoplando.

– Claro. Venga, cómase esto rápido que en un rato vengo a recogerlo. Aquí le dejo un calmante para que se lo tome después de cenar y un somnífero para más tarde, por si no pudiera conciliar el sueño. Hasta luego.

B se quedó perplejo. Sólo la escayola y el fuerte dolor de cabeza y de un costado le impidieron salir huyendo de allí. Ahora si podría pasar desapercibido ante los ojos de los guardias de seguridad, pero no sabía realmente lo que había ocurrido ni podría abandonar la habitación en ese estado. Se resignó y volvió a preguntar a los enfermeros que estaban viendo la televisión.

– Oiga, ¿quién me trajo aquí?

– ¿Cómo? – dijo un enfermero sin dejar de mirar la televisión.

– Que quién me trajo a esta habitación.

–¿Y yo qué sé? Algún enfermero o enfermera.

– Ya, o los dos… –dijo B riendo – ¿les acompañaba algún miembro de seguridad, del hospital o del Estado?

– ¿Seguridad? ¡Qué va, hombre!, ¿para qué les necesitamos? En este hospital no hacen falta.

– ¿Qué no hacen falta? Si yo te contará –dijo entre dientes –  ¿y dónde está mi cartera? – preguntó temiendo que le hubieran identificado.

– Ingresó indocumentado. Luego le daremos una hoja para que rellene sus datos personales. No se preocupe, que en este país nadie se queda en la calle sin ser atendido por la Sanidad Publica, aunque esté indocumentado como usted. Los indigentes y los inmigrantes ilegales son tratados igual por nosotros.

– ¿Me está llamando indigente o inmigrante ilegal? – preguntó B claramente ofendido. Pero su pregunta se perdió en el aire, ya que en ese momento hubo una jugada en el partido que requería de toda la atención del enfermero.

­“Bueno” pensó “es un alivio, por lo menos no pueden saber quien soy y así no me detendrán”.

– ¿Estamos en el 14 de Abril? – preguntó para cerciorarse de si su recuerdo e intuición eran ciertas.

– Sí, ¿dónde si no?

– ¡Y yo qué sé, si he estado inconsciente dos días y no recuerdo lo que me ha ocurrido! – gritó B.

– Sufrió usted un atropello en la puerta del hospital, es un tío con suerte.

– Sí, ¡tengo una suerte de pelotas! –gritó B fuera de sí, pero no le oyó nadie, pues coincidió con el del resto de los ocupantes de la habitación.

–¡Goooooooooooool!

B apartó la bandeja de la cena, sin haber comido nada, y se tomó el calmante y el somnífero a la vez, se dio media vuelta y exclamó desconsoladamente: “Ojalá siguiera inconsciente”

A la mañana siguiente se despertó sobresaltado por el tremendo ruido que había en su habitación, mucho peor que el de la tarde anterior con la dichosa televisión.

– Venga, venga, todo el mundo fuera, estamos limpiando. Vamos, vamos, que no tenemos todo el día y cuanto antes empecemos antes terminaremos, venga, venga… – exclamaban varias personas vestidas con trajes blancos, pero distintos al de los enfermeros y enfermeras.

– ¡Oiga! – exclamó B dirigiéndose a uno de ellos- ¿qué ocurre?

– Venga, venga – dijo el otro empujando la cama de B – para fuera.

– ¡Oiga! – insistió B – mientras era transportado, encima de la cama, al pasillo.

– Tranquilo, amigo – dijo desde detrás su compañero de habitación, al cual también sacaron encima de su cama – es la limpieza rutinaria del mes. Con esta llevo cuatro ya. Se acaba acostumbrando uno. Eso sí, debería usted haber cogido una chaqueta.

–¿Una chaqueta?

El pasillo estaba repleto de enfermos encima de sus camas. Todos ellos eran conducidos rápidamente por el pasillo. B decidió tumbarse y dejarse llevar, ¿qué podría hacer si no cuando a todos les hacían lo mismo? Veía pasar encima de él las lámparas del pasillo a toda velocidad, y el quicio de alguna puerta. De repente, se sorprendió al ver el cielo, que estaba amaneciendo. La camilla se detuvo entonces. Se incorporó en la cama y descubrió que estaba en el exterior.

–¿Qué significa esto?, ¿dónde nos han llevado? – exclamó mirando para todos los lados.

– Tranquilo, amigo – dijo su compañero de habitación – estamos en un patio interior del hospital. Tendremos que esperar aquí una hora más o menos, hasta que acabe la limpieza general. Hace un poco de frío a estas horas, ya le he dicho que debería haber cogido una chaqueta.

–¿Una chaqueta?, ¿y cómo iba  a saber yo que nos iban a sacar de la habitación? Yo vuelvo adentro ahora mismo – dijo empezando a bajarse de la cama.

– No! ¡Quieto! – gritó su compañero de habitación – no podemos bajar de las camas.

–¿Cómo? – preguntó B poniendo la pierna sana en el suelo – ¿qué quiere decir con eso?

Y antes de que su compañero de habitación pudiera contestarle llegaron dos enfermeros que agarraron fuertemente a B y le tumbaron, de nuevo, en la cama. Él se resistió.

– ¡Pero bueno, qué es esto, déjenme en paz!

– No se preocupe, todo esto lo hacemos por su bien, deben permanecer en las camas para no hacerse daño. Luego  les llevaremos de nuevo a sus habitaciones.

– ¡Suélteme ahora mismo!

– Dale Ramírez – dijo el enfermero que tenía a B inmovilizado encima de la cama, mientras el otro le inyectó un somnífero.

– Bueno, ya está –dijo soltándole el enfermero – ahora a dormir un rato.

–¿Pero qué…? – exclamó B, antes de cerrar los ojos y caer en un profundo sueño.

Despertó en su habitación, aturdido por los efectos de la inyección. Su compañero de cuarto estaba comiendo tranquilamente.

– ¿Qué ha ocurrido? – preguntó B.

– Nada, que le sedaron. Si me hubiera hecho caso…

       – ¡Pero bueno! ¿qué tipo de hospital es este? ¿Cómo pueden tratar  a los pacientes de esta manera?

      – No pueden arriesgarse a que suframos algún daño y les demandemos o algo. Por eso a la mínima que no les hacemos caso…¡zas!  jeringazo y a soñar con los angelitos, o con lo que cada uno sueñe.

– Esto es alucinante ­–dijo B con resignación.

El compañero de habitación comenzó a reír mientras apuraba la comida. Entró una enfermera que recogió la bandeja vacía de la comida.

 – Oiga, señora, yo no tengo bandeja.

– Ya lo sé, estaba usted dormido. Y dormido no se puede comer.

– Pero ahora estoy despierto y tengo mucha hambre.

– Tendrá que esperar al desayuno.

– ¿Desayuno? ¿pero qué hora es?

– Las nueve de la noche.

 – ¿He estado todo el día dormido? ¿Cómo voy a pasar todo un día sin comer?

      – Esto no es un hotel, ¿sabe?. Así son las cosas, la cena se sirve a las ocho. Aunque en los hoteles también hay horarios, así que es un mal ejemplo. ¡Esto no es su casa! Duérmase pronto y así se olvidará del hambre.

 – ¿Cómo voy a dormirme si he estado todo el día durmiendo?

– Si tiene problemas para dormir le traigo una pastilla.

– No tengo ningún problema para dormir, me han pinchado un somnífero o algo esta mañana, por eso me he quedado dormido, no por sueño.

– Vaya, pues si no tiene problemas no sé para qué se inyecta nada – dijo la enfermera saliendo de la habitación.

– ¡Oiga, vuelva! – gritó B en vano.

– Je,je, amigo. ¿es la primera vez que le ingresan? Acaba de pagar usted la novatada, entonces.

– ¿No me van a dar nada de comer hasta mañana?

– Exacto.

– Esto no puede ser verdad – exclamó mientras apretaba el botón de llamada a los enfermeros.

Llegó uno al cabo de bastantes minutos, debido a la insistencia de B que pulsaba el botón cada minuto, y preguntó qué sucedía. Le contó el problema y el enfermero se limitó a confirmar lo que había dicho la enfermera anteriormente. B se enfadó sobremanera y exigió que le dieran de cenar inmediatamente. Y tan pesado y agresivo se puso que consiguió que le dieran algo: otra inyección sedante. Y al día siguiente ocurrió exactamente lo mismo y tampoco pudo comer nada. Y al siguiente lo mismo, y al otro igual. Al cuarto día sin comer, B no se despertó después de la hora de la cena, estaba demasiado débil para hacerlo, estaba casi moribundo por inanición. La enfermera que retiró la cena de su compañero de habitación trató de despertarle sin éxito.

– Vaya, ¿acaba de dormirse? – preguntó al compañero.

– No, lleva así todo el día.

– ¿Hoy no le han sedado?

– No.

– Vaya, pues debería estar despierto entonces.

– Yo creo que está muerto.

– ¿Muerto?, qué exageración.

– Mujer, cuatro días sin comer ni beber es lo que tiene. No soy médico, se nota a la legua que soy paciente, pero esto me parece un diagnóstico clarísimo. Si no le metes gasolina al coche, el coche no arranca. Por lo menos podrían haberle pinchado un poco de suero.

– Vaya, visto de ese modo puede que tenga usted razón, pero no se lo ha prescrito el médico de planta, voy a tomarle el pulso. Lo tiene muy débil. Tendré que llamar a un médico, a ver que opina él.

– Ya le digo yo que este está “más pallá que pacá”.

Efectivamente, el médico diagnosticó un grave estado vital por desnutrición y deshidratación severa, y B fue ingresado en la Unidad de Cuidados Intensivos, donde le suministraron alimento y medicación intravenosa. A los dos días, por fin recobró la consciencia.

– ¿Dónde estoy? – preguntó al vacío, pues no había nadie en la habitación en la que se encontraba – ¿qué es esto? – volvió a preguntar al vació mirando los cables que tenía inyectados en el brazo.

– Hombre, por fin ha despertado – dijo una enfermera que acababa de entrar en la habitación – avisaré al doctor, espere.

– ¿Qué espere? – dijo B sonriendo amargamente –¿dónde quiere que vaya si no?

– Es una forma de hablar, ahora vuelvo.

La enfermera volvió con el doctor.

– Me alegro de verle restablecido, señor… señor… – dudó el médico y preguntó a la enfermera – ¿Cómo se llama este caballero?, no pone nada en el informe.

– No lo sé, ¿no pone nada? A ver, déjeme ver – dijo la enfermera cogiendo el informe.

– Oigan – dijo B con las pocas fuerzas que tenía.

–Tranquilo, ahora sigo con usted – dijo el médico consultando el informe.

– Oigan, ahí no van a encontrar mi nombre

– ¿A no? – dijo la enfermera. ¿No tiene usted nombre?

– Sí tengo pero no…

– Bueno es igual – dijo el médico interrumpiendo a B­ –  tengo muchos pacientes por ver, que arreglen esto del nombre los de admisión, que para eso están. Su intervención ha sido un éxito. Era algo sencillo. Le han puesto un clavo en el fémur, que ya se lo retirarán dentro de unos meses, según suelde el hueso. Vamos a retirarle la alimentación intravenosa, pero esta vez tiene usted que comer, para evitar otra recaída que podría ser muy peligrosa para su salud ­–dijo el doctor con aire aleccionador y con tono de estar dirigiéndose a un niño.

– ¿Comer? Si es lo que deseo desde ya no sé hace cuantos días. Pero no me han querido dar nada. Llevo días sin que me den de comer, demasiado bien estoy.

– Claro – dijo el médico mirando a la enfermera y haciéndole un gesto de que B estaba loco ­– no se preocupe.

– ¿Qué no me preocupe? No sé por qué estoy aquí, no me dan de comer…

– Bien – le interrumpió el médico –  pues dentro de un rato le llevarán de nuevo a su habitación y le darán la comida, como a todos los pacientes. Mañana irá un médico a ver que tal se encuentra. Hasta luego  – dijo saliendo de la habitación – Es lógico en estas situaciones que el paciente esté confuso – le comentó a la enfermera – confunden cosas, como lo que acaba de decir de que no le querían dar de comer. Hay que tener mucha paciencia con ellos. Y ya sabe, si se pone violento o pesado, sedante. No tiene por qué aguantar las locuras de los pacientes, esto no es un psiquiátrico, aunque a veces lo parezca. Faltaría más.

Le sacaron de la UCI y empezó a recorrer pasillos, tumbado el la camilla, de vuelta a su habitación. Entraron en un ascensor, en el que había un señor mayor; el hombre que se encontró en el servicio y que le enseñó la salida clandestina del hospital.

– Perdone , ¿no nos hemos visto antes? –le dijo el señor mayor.

– ¿Cómo?

– Sí, juraría que nos hemos visto antes, su cara me es familiar. ¿Usted no me conoce?

– No – contestó B sin mirarle.

– Pues yo juraría que nos hemos visto en alguna parte. Yo vengo mucho por aquí, ¿sabe usted? ¡Ahora recuerdo!. Nos conocimos hace días en los servicios, tenía usted mucha prisa por salir del hospital, ¿se acuerda?

– Sí, creo que sí – dijo B después de mirarle.

– Normalmente la gente tiene prisa por ir al baño – dijo sonriente al enfermero­ – pero este tenía prisa por salir de él. Vivir para ver. Y qué le ha pasado a usted, hombre de dios. La última vez que le vi fue saliendo a la calle, con una pequeña herida en la cabeza. Tiene gracia – dijo mirando al enfermero – quería salir a toda prisa del hospital, como si estuviera huyendo de alguien y ahora me lo encuentro aquí tendido en una cama y hecho un Cristo.

El enfermero miró extrañado a B, ante lo cual él decidió distraer la atención, no fuera a ser que volvieran a involucrarle con el asunto del ladrón y tuviera nuevos problemas.

– Pues ya ve usted, cosas de la vida – dijo B sonriendo – tuve mala suerte. ¿Y usted qué hace otra vez por aquí? – preguntó  para desviar la atención de él.

– Yo estoy en mi cita semanal con el hospital, no puedo faltar. Tiene gracia el asunto – dijo mirando al enfermero – si le hubiera visto el día que le conocí, parecía un ladrón huyendo de la policía. Tiene gracia, un ladrón… No, es broma – dijo quiñándole un ojo de complicidad a B – si no nos tomamos las cosas con humor esta vida sería insoportable. ¿Qué es lo que le ha pasado, hijo? seguro que podemos verle el lado gracioso y positivo, que tiene usted una cara de rancio total ahora mismo. Cuénteme.

Las puertas del ascensor se abrieron y el enfermero sacó la cama. El señor mayor salió con ellos.

– Todavía tengo una hora libre hasta mi siguiente prueba, así que voy a acompañarle y me pone usted al día. ¿dónde le llevan?

– No se moleste – dijo B temeroso de que el exceso de elocuencia del señor mayor le trajera algún problema – además, me llevan a una zona restringida.

– No es una zona restringida, ya no. Le llevamos a planta. Puede recibir visitas de 12h. a 20h. todos los días –dijo el enfermero.

– ¿Ah sí? – dijo B contrariado y con cara de pocos  o ningún amigo.

– Pues nada, hijo, iré a verle luego, cuando termine con mis pruebas. ¿En qué habitación está?

– En la 369 – dijo el enfermero ante la mirada furiosa de B.

– Haga lo que quiera, pero ahora déjeme tranquilo, necesito descansar. Adiós – se despidió B. Mientras el hombre se alejaba tras dedicarle una gran sonrisa. B pensó que por lo menos este señor es el único que le ha ayudado en el hospital y no le vendrá mal su visita pues es de confianza y no dirá nada de su intento de huida y quien sabe si podrá ayudarle a intentarlo de nuevo. De todas maneras, por si acaso, decidió hacerse el despistado, ya que el hombre había hablado más de la cuenta delante del enfermero y lo que él quería era hablar con él a solas.

– Hay que joderse –dijo al enfermero – ¿quién será este? No le he visto en mi vida.

Ya en la habitación, B comprendió que debía salir cuanto antes del hospital, pues aunque nadie había dado su nombre a los agentes de seguridad, al haber sido ingresado de urgencia, indocumentado y no ser sospechoso de nada, en cualquier momento podrían descubrirle. En realidad no sabía si seguían buscándole y como no tenía manera de enterarse sin levantar sospechas, debía irse de allí por si las moscas. Quería salir, ir a su casa y meditar seriamente si le convenía ir a una comisaría a poner una denuncia por todo lo que le estaba ocurriendo. No obstante había una cuestión que le aterraba, y era el hecho de que la propia policía estuviera buscándole, pues si los guardias de seguridad conocían su nombre y apellidos y si hubieran facilitado esta información a la policía, ahora mismo estarían vigilando su casa esperando su legada para detenerle. Pero también era cierto que necesitaba un nuevo DNI, así que tenía que ir obligatoriamente a la comisaría. Tenía que decidir si hacerlo sin decirles nada de toda la historia y esperar que pasaba al identificarse o empezar por poner una denuncia. Pero no podía precipitarse en su plan de huída y en su estado necesitaría la ayuda de alguien, así que espero la visita del anciano enfermo de próstata como agua de mayo.

A las 18h. apareció el hombre en la habitación de B.

– ¡Buenas tardes, muchacho! –exclamó alegremente.

– ¡Buenas tardes!– contestó riendo el compañero de habitación de B.

– Creo que me está saludando a mí – dijo B.

– A todos, yo saludo a todos por igual. –dijo el anciano – ¿qué tal va la cosa? Tiene que ponerme al día, hijo. ¿Qué le ha pasado?

– Sería más fácil explicarle qué no me ha pasado.

– Ja,ja,ja –rió el anciano – eso es bueno, no perder el sentido del humor es lo que más nos ayuda a pasar el mal trago. A ver, cuénteme qué le ha ocurrido.

– Ni idea, me ingresaron inconsciente. Dicen que me atropellaron al lado del hospital, pero no recuerdo nada. Fue justo al salir por donde me indicaste.

– Vaya, cuanto lo siento. Con el empeño que tenía usted en salir y mire lo que le ha pasado. Si lo sé no le digo nada.

– Por lo menos te han atropellado al lado de un hospital, eso es tener suerte –dijo el compañero­ – bueno, dentro de la mala suerte de que le atropellen a uno, claro, je,je ­–rió y extendió su mano a B – me llamo Matías, encantado, no nos hemos presentado todavía.

– Encantado, sí, encantado también. Me llamo… eh… me llamo… Carlos.

– Pues encantado, Carlos . ¿Y usted? – dijo tendiendo la mano al anciano del baño.

– Donato – dijo estrechándole la mano.

– ¿Y qué hace usted en el hospital? ¿son familiares o amigos?

Ni que decir que esto dio pie a Donato para relatar su vida médica. Y así se quedaron los dos hombres, tan contentos, contándose sus penurias. B intentó descansar un rato. Pero entre la alborotada charla de sus compañeros de habitación y la preocupación de como salir de allí, no pudo descansar nada.

A las 19: 50h. avisaron por megafonía que las visitas debían marcharse ya.

­– Bueno, Carlos – dijo Donato – a mejorarse. Mañana vendré otra vez.

– No se olvide de la morcilla – dijo Matías.

– No se preocupe, ya verá como le gusta, no le miento. Es la mejor morcilla que probará en su vida. Ya verá. Además, con la bazofia que les darán aquí le va a saber a gloria bendita.

– A mí me gusta todo –dijo Matías – ahora viene la cena. Nunca dejo nada, hay que alimentarse bien, eso decía siempre mi padre que en paz descanse. Con la panza llena todo está mejor. Esto lo digo yo, no mi padre ­– rió tocándose su prominente abdomen.

B supuso que en la fluida charla que habían mantenido los dos ancianos había salido el tema de la morcilla. Él había estado abstraído en sus pensamientos de huída, aunque no se le había ocurrido absolutamente nada. “Quién sabe – se dijo­ – igual este hombre me permite otra vez salir de aquí. Aunque es muy difícil que te toque la lotería dos veces seguidas”. De todas maneras, como B había tenido tanta mala suerte desde el momento en el que se le ocurrió que le citaran para un hospital, igual el destino le tenía guardada alguna sorpresa agradable. Aunque sólo fuera por probabilidad era imposible que siguiera sufriendo tantos reveses del destino.

La cena, por fin pudo disfrutar de una cena. Después de tantos días sin comer esa pírrica y vulgar cena le supo a gloria, aunque nadie sepa a qué o quien sabe la gloria, claro.  Devoró literalmente la crema de verduras que le pusieron de primer plato, ante la asombrada mirada de Matías.

– Vaya –le dijo­ – parece que tenemos hambre, ¿eh?

B no contestó porque estaba con la boca y la mente ocupadas en el pescado hervido que le habían puesto de segundo plato. Sólo en la cocina sabrían qué verduras o qué pescado eran, porque el paladar de B no se permitió la discreción de averiguar qué eran. Tenía demasiada hambre como para pensar en qué estaba comiendo. Eso sí, mientras engullía como un pavo agradeció que no hubiera espinas, pues sin duda se las había tragado sin contemplaciones y a saber qué destrozos le hubieran causado en garganta y esófago. Ni sus maltrechas muelas se percataron de nada, y eso que era por que le dolían que estaba ahora comiendo eso y ahí.

– Vaya tela, amigo.  A ti es mejor comprarte un traje que invitarte a cenar ­ –dijo Matías riendo y soplando la crema­ – ¿de qué es esto, por cierto?

– ¿Y yo qué sé? – contestó B mientras habría la tapa del yogurt.

– ¿No lo sabes? Pues por como te lo has zampado tan rápido parecía que te gustaba la cena.

– Tenía hambre, no me gustaba. Son dos cosas diferentes .

Se calló unos segundos hasta que devoró el yogurt. Ante la atónita mirada de su compañero, que todavía no se había llevado la cuchara a la boca

– ¿No tienes hambre? – preguntó B en un tono que sonó más a amenaza que a pregunta normal – ¿No te lo vas a comer?

– Sí, sí me lo voy a comer, a no ser que opines otra cosa – dijo Matías viendo los ojos desorbitados de B.

– Come. Es que te veo ahí parado sin comer y es una pena desperdiciar la comida. Sólo te lo preguntaba por eso.

– Ya, una pena, sí. ¿Quieres el yogurt?  –dijo ofreciéndoselo como el que le ofrece algo a un animal salvaje.

– ¡Claro, tíralo para aquí!

– El envase es biodegradable, igual te lo puedes comer… – dijo riendo Matías.

– ¿Te vas a comer eso o no? – le inquirió B con la boca llena de yogurt.

– Sí, sí, que me lo como. Pero si quieres algo más luego voy a la máquina de afuera y te compro algo. Cuando termine me das dinero y salgo a por algo, ¿vale? – dijo Matías, temeroso de perder la cena que esta vez sí acababa de empezar a comer – como tú no puedes caminar bien, voy yo por ti, no te preocupes.

– No, no hace falta, gracias. Perdóname, es que hacía muchos días que no comía nada y se me ha ido la cabeza con la cena. ¿Qué es, por cierto?

– Jaja, eso mismo te he preguntado hace un momento.

Los dos rieron.

– Cuando salgamos de aquí te voy a llevar a comer a un restaurante de unos amigos que ya verás, Carlos,  vas a estar sin comer una semana de todo lo que vas a zampar allí. Pero mejor no hablar de esto ahora, que viendo esto que nos dan me voy a echar a llorar.

B cogió las muletas y se dispuso a bajar de la cama.

– Espera, Carlos, que ahora voy yo a la máquina.

– No, si voy al servicio. No te preocupes. Y cena sin cuidado, voy a mear, no a echar la pota, puedes comer tranquilamente, que aunque no sepamos lo que es no cae mal del todo al cuerpo. Bueno, por lo menos a mí que tenía más hambre que el perro de un ciego ­– concluyó cerrando la puerta del servicio.

Empezó a pensar la mejor manera, o si no la mejor por lo menos alguna, de salir de allí cuanto antes. Se acordó de la anciana a la que tuvo que llevar al servicio y se dio cuenta de que podía aprovechar a su favor su actual situación para huir de allí. Ya que tenía una pierna escayolada podía llamar a un enfermero con la escusa de que le ayudase a ir al baño como había hecho él hace días con la anciana. Una vez en el baño podía golpear al enfermero con la muleta, dejarle inconsciente, quitarle la ropa e intentar salir de allí disfrazado. Matías no diría nada, porque parecía un buen hombre y si no también le golpearía a él y le amordazaría y ataría a la cama. El sonido de la cisterna le devolvió a la realidad y se dio cuenta de que estaba pensando idioteces, pues no estaba en ninguna cárcel como para hacer eso y, en cualquier caso, no podía ir vestido de enfermero con la escayola y las muletas.

“¿Qué puedo hacer? ¡Maldita sea, qué puedo hacer!”

Salió del servicio justo cuando la enfermera entró a la habitación para retirar la cena. Chocaron, pues las dos puertas están casi pegadas.

– ¡Uy! perdón ­– exclamaron los dos al unísono.

La enfermera fue hacia las camas y recogió las bandejas, sin decir nada. Y salió por la puerta.  La televisión estaba encendida, pero Matías no la estaba mirando, estaba entretenido con el móvil.

– ¿Estás viéndola? –preguntó B.

– No

–Entonces la apago, me da dolor de cabeza.

–¡No!, – gritó Matías – Espera que le quito el volumen. La he pagado para toda la semana , y toda la semana la tendré encendida, ¡qué carajo! Menudo morro tienen estos de las televisiones en los hospitales. En la cárcel tienen tele gratis y aquí la tenemos que pagar. Resulta que te obligan a…

Mientras Matías siguió con su soliloquio en contra de los abusos del Estado, en esta caso a través de la empresa de las televisiones, B seguía dándole vueltas a la cabeza a la manera de salir de allí. Alguien del hospital llamaría a la policía para que le investigasen al estar indocumentado, era cuestión de tiempo que sucediera esto. Tenía suerte de que los hospitales públicos estuvieran tan saturados, pues gracias a eso todavía nadie había aplicado la ley en este sentido y él seguía siendo invisible para los cuerpos de seguridad.

El móvil de su compañero le dio una idea.  Podría hacer otra llamada pidiendo ayuda. Por supuesto no sería a la policía, pues ya había comprobado su ineptitud y, además, no le convenía remover el asunto del ladrón de hospitales ahora que estaba casi postrado en cama y muy limitado en su movilidad. Se le ocurrió llamar a algún amigo, para que fuera al hospital, contarle lo ocurrido y que le ayudara a escapar. Pero, como seguramente le ocurra a la mayoría de las personas, no sabía de memoria ningún teléfono. Maldijo su suerte y se resignó a esperar la visita, al día siguiente, del anciano que propició su primera huída. Pero, de repente, se acordó de un número de móvil, el de su exnovia. Todavía no lo había olvidado, pues cuando se conocieron no estaba extendido el móvil como ahora y él se lo aprendió para llamarla desde los teléfonos fijos. “No sé, igual ya ha cambiado de número. Y de todas maneras qué la digo. Seguramente no querría ir conmigo ni a tomar unas cervezas, como para explicarle lo de ayudarme a huir de aquí. Bueno, qué coño, no pierdo nada por decírselo”.

– Matías, ¿podrías dejarme tu móvil? Necesito hacer una llamada. Te pagaré lo que cueste, no te preocupes.

– ¿No tienes móvil?

– No, por eso te lo pido.

– Eres un tío raro, sin móvil, sin documentación, sin ropa y sin dinero.

– Oye, tengo móvil y documentación. El móvil en mi casa y la documentación dios sabe donde. Antes del atropello estaba en la cartera de mi bolsillo, que ha desaparecido. Y la ropa me la rompieron para poderme atender tras el accidente. El dinero lo tenía en la cartera. No soy ningún indigente, aunque ahora me cambiaría por cualquiera de ellos, eso lo tengo más que claro.

– ¿Y cómo vas a pagarme la llamada si no tienes dinero?

– Pues cuando…

– Ja,ja, ja – le interrumpió Matías levantándose y dándole el móvil­ – es broma hombre. Llama a quien quieras. Si este cacharro lo paga mi hija. Insistió en comprármelo para tenerme localizado. ¿No se va a quedar con mi herencia? pues que pague ahora esto, jajaja. Llama, llama a donde quieras.

– Gracias, hombre. Voy a aprovechar para ir al baño, que la cena no me ha caído muy bien.

– Normal – dijo Matías­ – después de tantos días sin comer sólido hace falta un estómago fuerte para aguantar esta bazofia y encima tragándotela sin masticar como has hecho.

En realidad B había ido al baño para intentar que su compañero no se enterase de sus planes de huída. Matías era un buen hombre y seguramente le ayudaría y todo, pero no quería arriesgarse y, sobre todo, comprometerle a nada que le acarreara algún mal.

– ¿Quién es? – dijo una voz de mujer al otro lado del teléfono.

– Hola – contestó B sin saber que más decir.

– ¿Hola?

– Hola – dijo B y volvió a permanecer en silencio

– ¿Quién es? No le oigo.

– Hola, Marta.

– No conozco este número, ¿quién eres?

– ¿Ya no reconoces mi voz?

– Pues no sé quien eres, no, se te oye muy mal.

– Soy B.

– ¿B? ¿Pero…? ­­– dijo Marta antes de quedarse callada.

– Supongo que te extrañará que te llame después de tantos años.

– No, no es eso, es que no caigo en quien eres.

– ¡Pero coño! ¿a cuántos B conoces?, yo he reconocido tu voz en cuanto has contestado. Sigues siendo la misma pasota de siempre.

– ¡Ah! ahora sí sé quien eres. ¿Qué quieres?

– ¿Que qué quiero? Vaya, por lo menos podrías saludarme o algo.

– Hola, ¿qué quieres?

– Joder, si lo sé no te llamo, qué borde que sigues siendo.

– ¿Borde yo?

– Sí

– Vale, ¿me llamas después de cinco años para insultarme?

– Cuatro años.

– ¿Cuatro? ¡Pues cuatro, qué más da! – gritó Marta.

– Oye, si quisiera seguir discutiendo contigo no habríamos cortado.

– ¡Ah!, muy bonito, me llamas y encima me charleas. Y fui yo quien cortó contigo, guapo. ¿De qué vas a darme lecciones tú ahora?

– Oye que yo no quería llam…

– Es alucinante –le interrumpió Marta – que me llames ahora para encima echarme cosas en cara. ¿Quién te crees que eres? Sigues siendo el mismo egoísta de siempre… ­no, no es nadie –dijo Marta claramente apartada del teléfono –  es un antiguo conocido. Enseguida cuelgo.

– ¿Marta, estás ahí?

– Pues claro que estoy aquí, si me acabas de llamar. ¿Dónde quieres que esté?

– Yo qué sé, si estás hablando con otra persona. Si interrumpo algo cuelgo y ya está.

– Pues cuelga y ya está.

B colgó, pero como no sabía manejar ese móvil, no colgó realmente. “Esta tía me sigue desesperando. Quien me manda llamarla” pensó. Guardó el móvil en el bolsillito del pantalón y tiró de la cadena para justificar ante Matías su entrada en el baño. Se levantó y cogió las muletas, cuando oyó una voz que salía del móvil.

– ¿B? ¿estás ahí? – dijo Marta.

– Sí, ¿qué haces tú ahí? ¿me has llamado ahora tú o qué,? te acabo de colgar.

– No has colgado. ¿Eso que se oía era una cisterna? ¿Te estás cachondeando de mí o qué? ¿Después de 5 años tienes el…?

– Cuatro, han pasado cuatro años.

– ¡Me da igual, cuatro, cinco o cincuenta! ¿Para qué me llamas ahora, para insultarme?

– No te he insultado.

– ¿Cómo que no…? No, no pasa nada cariño, de verdad, es un viejo amigo – dijo Marta otra vez alejada del móvil.

– Oye, que no quiero causarte problemas, no hace falta que hables conmigo a escondidas.

– ¿Qué hable a escondidas? ¿Por qué me voy a esconder yo de ti?

– Y yo que sé, estás ahí hablando con alguien sin que yo me entere.

– ¿Y de qué te tienes que enterar tú? ¿Tengo que pedirte permiso para hacer mi vida?

– Y dale, que me da igual tu vida, lo que yo…

– ¡Ah! te da igual mi vida, o sea que es eso. Después de cinco años me llamas para decirme eso, para insultarme. Veo que no has cambiado en absoluto, sigues siendo el mis…

– ¡Joder, Marta!, para ya. Que no he llamado para discutir contigo.

– No, que va, has llamado para darme las buenas noches y preguntarme que tal me va, ¿verdad? Pues me va muy bien, que lo sepas. A mí si que me da igual tu vida, por eso no he sido yo la que he llamado…

B dejó el móvil encima de la taza del váter y a Marta despotricando. Se lavó la cara y salió con sus muletas a la habitación y se metió en la cama. Una vez en ella se acordó del móvil.

– Matías, se me ha olvidado el móvil en el baño.

– Da igual, mejor, así no dará el coñazo. Haberlo tirado por el retrete, a mí me da lo mismo – rió.

– No creas que no he tenido ganas de hacerlo.

– Ya, ya he oído algo, y eso que estoy medio sordo. Supongo que sería tu parienta…

B permaneció en silencio, pensando en que ahora que no podía contar con la opción de su exnovia, tenía que intentar urdir algún plan al margen del que pudiera salirle con el anciano del servicio. Matías interpretó este silencio como incomodidad por su pregunta, y se disculpó por ello.

– Perdona, hombre, no quería meterme donde no me llaman.

– ¿Qué? – dijo B saliendo de su trance.

– Lo que he dicho de tu parienta, no quería ofenderte.

– ¿Mi parienta? – dudó B – ¡Ah! el teléfono. No, no era mi mujer, estoy soltero. No te preocupes. Era mi exnovia. Una loca de mucho cuidado.

– Vaya, me alegro. Bueno, quiero decir que me alegro de que no haya metido la pata, no de que esté loca. Aunque realmente todas lo están, ¿verdad?

– Sí, están todas muy locas, pero ni más ni menos que nosotros.

– Ahí le has dado – dijo riendo Matías – “en este país estamos todos locos” como le dijo el gato a Alicia.

– ¿Qué?

– Alcia, la del País de las maravillas, ya sabes.

– ¡Ah! ya, la novela.

– Es un cuento más bien. ¿No lo has leído?

– Supongo que sí, claro. O habré visto la película.

– Es un libro que me encanta, recuerdo que la primera vez que oí hablar de él…

– Matías, perdona – le interrumpió B intuyendo que la charla iba para largo – estoy agotado, mañana seguimos hablando.

– Claro, chaval, la verdad es que ya es tarde y estos vienen muy temprano con el desayuno.

– Buenas noches, voy a ver si duermo un rato.

– Buenas noches – contestó Matías apagando la televisión.

A la mañana siguiente llegó el médico de planta, acompañado por una enfermera, en su rutinaria visita a los pacientes, antes del desayuno y todo. Con la tripa llena se digieren mejor estas visitas, sin duda, pero es lo que había. Por lo menos no le sacarían sangre, que es lo habitual cuando se está en ayunas delante de un profesional de la medicina.

– Buenos días, Matías – dijo el médico mientras la enfermera le colocaba el termómetro – ¿qué tal ha pasado la noche?

– Bien, doctor, durmiendo aquí mismo. ¿Y usted qué tal la ha pasado?

– Bien ­– contestó el médico mirando unos papeles que sacó de una carpeta ­– veo que está usted estupendamente de la operación. En unas semanas ya le daremos el alta.

– ¿Unas semanas? – pero si me encuentro perfectamente, ¿no puedo irme hoy mismo?

– No, Matías, todavía tenemos que observarle un poco más. Que usted ya es mayor y puede haber complicaciones inesperadas tras una intervención quirúrgica.

– O sea, en otras palabras: que estoy jodido – exclamó Matías.

– No, hombre, está usted hecho un toro. Es por precaución y es, además, el protocolo a seguir. No se preocupe, que unos días más no son nada.

– Ya, no son nada… pase usted unos días a la deriva en el mar, o siendo torturado por talibanes de esos, o en Guantánamo, o de vacaciones con media familia y dos perros. Y que una semana no es nada dice el tío – refunfuñó Matías.

– Ja,ja,ja , qué buen sentido del humor tiene usted, eso es buena señal – dijo el médico dirigiéndose ahora a la cama de B.

– Veamos… ¿usted es…? – preguntó dudando y mirando los papeles – no veo por aquí ningún dato identificativo suyo.

– Ingresó indocumentado – dijo la enfermera.

– Vaya, eso lo explica perfectamente. Bueno, suele pasar. Sanidad universal. ¿Qué tal se encuentra?

– Bien  – respondió B.

– Veo que tiene usted buen aspecto, sólo necesita reposo para que el hueso suelde. Las heridas de la cabeza y el costado no revisten importancia y en breve empezarán a cicatrizar. Por lo que veo es usted un hueso duro de roer. No es habitual salir casi ileso de un atropello. Es usted un hombre muy afortunado.

“¿Afortunado?” pensó B, “menos mal, si llego a ser un desdichado me habrían tirado a un foso de serpientes”.

– Pues bien, ya puede usted irse, con las muletas claro y con este informe que le voy a entregar para que le dé a su médico de cabecera y le recete el tratamiento que le prescribo. Procure hacer todo el reposo que pueda y seguir al pié de la letra las indicaciones que le estoy escribiendo ahora en el informe.

– ¿Ya puedo irme? ¡Estupendo! – exclamó B.

– Doctor Medina – dijo la enfermera – todavía no puede irse. Ya sabe, a los indocumentados hay que esperar a que la policía les identifique para saber quienes son.

– ¿Ah sí? – exclamó el Doctor Medina con un gesto mitad despiste mitad despreocupación – ¿Y cuándo será eso? Lo digo porque nos hacen falta camas y este señor ya está listo para irse a su casa.

– Claro – dijo B­ – no quiero ser un estorbo, me voy ya mismo.

– No puede irse todavía, señor – dijo la enfermera – pero tranquilo, que entre hoy y mañana vendrá la policía a tomarle declaración. Siempre tardan días en esto, pero al final vienen. No se preocupe, que de todas maneras mejor que aquí no va a estar en otra parte.

– Pero si el doctor dice que necesita la cama y que yo tengo el alta, mejor me voy. Y ya voy luego a la comisaría y aclaro todo esto. El primero que quiere recuperar el DNI, el resto de documentos y denunciar la pérdida de mi cartera soy yo, eso está claro.

– No se preocupe señor – dijo el Doctor – por un día más no pasa nada. No nos entrometamos en la labor de la policía, que a esos no hay que contradecirles. Hasta luego, señores.

– ¿Me puede dejar usted el informe? – dijo B al observar que se iba con él.

– Es un informe de alta, se lo tengo que entregar cuando se la dé y se vaya. Pero bueno, como ya se la he dado se lo dejo, quien sabe si los policías vendrán hoy mismo y podrá usted irse. Burocráticamente no está de alta, pero médicamente sí.

B se quedó pensativo, preocupado por la inminente llegada de la policía. Sabía que vendrían acompañados por algún miembro de seguridad, que sin duda le reconocería y ya estaría el lío montado.  Si vinieran sólo los policías no pasaría nada, mejor para él, ya que podrían llevarle a comisaría para que prestara declaración de los increíbles hechos que le habían ocurrido en el hospital. “Pero a lo mejor lo peor está todavía por llegar” se dijo.

Coincidiendo con la salida del médico llegó un enfermero con el desayuno.  Las penas con pan son menos, y aunque el desayuno era un descafeinado con leche, un zumo de naranja de botella y cuatro galletas; algo es algo.

– Pues yo que tú, con el alta en la mano, me largaría de aquí ya mismo – dijo Matías.

– Ya, pero ya has oído lo que han dicho de la policía.

– Ja,ja,ja – rió Matías – ¿a cuántos policías ves tú por aquí? Esto es como saltarse un semáforo. Si no hay nadie delante, ¿por qué no hacerlo? Aunque si prefieres estar aquí, por mí encantado.  A saber a quien ponen en tu lugar. Prefiero que estés tú, pero ya te digo que yo me largaría de aquí sin pensarlo.

– En el fondo tienes razón. Nadie me está vigilando. Salvo los enfermeros, esos no me dejarán salir.

– ¿Los enfermeros? , ja,ja,ja – rió de nuevo – pero si están a sus cosas. La que le ha dicho eso al doctor es porque le querría demostrar que cumple las normas a rajatabla. Ya ves, para hacerle la pelota lo mejor que podría hacer es acostarse con él y no decir estas tontás. No te preocupes, que si te vistes y sales de aquí con tus muletas nadie va a preguntarte nada. Te lo digo yo que he estado muchas veces ingresado ya en estos sitios.  Una vez me largue de un…

– Ya, pero no tengo ropa – le interrumpió B – ¿Cómo voy a salir así?

– Anda, es verdad, no había caído en eso. Te dejaría algo mío, pero no creo que mi ropa te valga para nada, ja,ja,ja.

B se acordó entonces deDonato.Seguramente él podría proporcionarle ropa. Le podría comprar algo de su talla, aunque como no tenía dinero dudaba de sí pondría de su bolsillo lo necesario para la ropa.  Era su única opción de salir de allí antes de que llegara la policía con los de seguridad. Tenía que aferrarse a ella como a un clavo ardiendo, pero ardiendo mucho. Sonó el móvil de Matías.

– ¿Dígame? Soy Matías, ¿por qué me lo pregunta? es usted quien me llama – dijo Matías – Sí, este es mi número… ¿qué anoche le llamaron desde este número? Pues no sé, yo sólo uso este cacharro para recibir llamadas, así que será un error. Estos cacharros fallan más que una escopeta de feria, ja,ja,ja.

– Matías, no cuelgues. Pregunta si se llama Marta.

– ¿Se llama usted Marta?. Sí, se llama así – le dijo a B.

– Pásamela, es mi exnovia, a la que llamé anoche.

– Espere señorita, que creo que no se ha confundido de número –dijo y le entregó el teléfono a B.

– Hola – dijo B.

– ¡Pero bueno! ¿qué es todo este lío? Me llamas con un móvil que no es el tuyo. ¿En qué lío estás metido?

– A ver, Marta, intenté explicártelo ayer pero no hubo manera.

– ¿Cómo que no hubo manera? Me llamas de repente después de cinco años y …

– Cuatro

– ¿Cuatro qué? ¿que dices ahora?

– Años, después de cuatro años.

– Bueno, pues cuatro. Después de cuatro años me llamas para insultarme y encima desde un móvil que no es el tuyo.

– Mi móvil se me olvidó en casa, este es el móvil de mi compañero.

– ¿Ahora compartes piso con un viejo? Vaya notición, tú siempre haciendo cosas raras.

– No es mi compañero de piso, ¿cómo voy a compartir piso con un viejo? – tapó el micrófono y se dirigió a Matías – perdona, es que te ha llamado viejo, no quería faltarte.

– ¿Qué? – preguntó Matías que estaba absorto leyendo una revista.

– Nada.

– ¿Nada qué? – dijo Marta.

– No es a ti, se lo decía a Matías.

– ¡Ah!, fenomenal, ahora ni siquiera me haces caso, estoy hablando sola o contra una pared, como siempre nos ha pasado.

– Claro que te hago caso.

– Bueno, pues explícame esto. No compartes piso con un viejo, entonces lo compartes con alguna putita, supongo, es lo que te pega, liarte con cualquiera.

– Oye, que no comparto piso con nadie.

– Y seguro que folláis en mi cama, porque esa cama la compré yo, acuérdate. En ese piso hay muchas cosas mías que te regalé para no dejarte sin nada.

– ¿Qué me regalaste? Oye, se suponía que todo lo que había allí era de los dos.

– Ya, de los dos, claro. Pero era yo la que lo pagó casi todo.

– ¿Y el alquiler qué? lo pagaba yo casi siempre.

– El eterno reproche. Si no pagábamos el alquiler a medias era porque tú eras el que trabaja y yo la que estudiaba, y sólo fueron los primeros años, que luego me puse a trabajar y pagué religiosamente.

– Claro, religiosamente al tercer año.

­­– ¿Y tú qué? si podías pagar era por la herencia de tus padres, si no de qué, porque con el trabajo de mierda que tenías.

– Oye, no metas a mis padres en esto.

– Perdona, me he pasado, pero es que me sacas de quicio.

– Mira, no sé a qué viene todo esto ahora, no tengo ni tiempo ni ganas para estas cosas.

– ¿Eres tú el que me ha llamado y ahora dices que no tienes tiempo ni ganas para esto? No te cortes, si es por dinero dame tu número de cuenta y te ingreso lo que creas que te debo, que las cosas me van muy bien ahora. Eso sí, como empiece a descontar todo lo mío que dejé allí igual me debes dinero tú a mí, guapo.

– No quiero tu dinero, joder.

– Pues si ni siquiera puedes permitirte un móvil ya me dirás tú…

– ¡Qué se me ha olvidado en casa! – gritó B desquiciado.

– ¿Y dónde se supone que estás?

– A ver…

– Eso, a ver, porque no entiendo nada, como siempre me ha pasado contigo. Veo que sigues exactamente igual que antes.

– Y dale, que dejes ya de hablar del pasado y me escuches un momento.

–Vale, soy toda oídos.

– A ver, cómo te explico esto… te llamé ayer porque estoy en una situación delicada y necesito la ayuda de alguien.

– ¿De alguien? ¿Y por qué no has llamado a alguno de tus amigotes?

– Pues porque no me sabía sus números de memoria.

– ¡Ah!, qué bonito. Me llamaste como último recurso, como siempre has hecho conmigo. Por descartes, siempre un cero a la izquierda para ti, eso es lo que he sido y soy. ¿Por qué crees que corté contigo?

– ¡Marta, coño! – gritó B – que no sigas por ahí y me escuches. Estoy ingresado en un hospital.

– ¿Cómo?

– Que estoy en un hospital.

– ¿Psiquiátrico? – rió Marta.

– Muy graciosa.

– Es que es lo que más te pega, ya te lo decía yo siempre.

– Vale, que sí. Escucha. Estoy en el hospital 14 de abril y estoy metido en un buen lío.

– Qué raro en ti…

– Oye, que esto es serio. Y no tengo tiempo que perder. Mi vida corre serio peligro y no es por culpa mía.

– Claro, nada es nunca culpa tuya.  ¿Quieres que te lleve flores y bombones?.

– ¡Joder Marta! podrías mostrar un poco de interés, que te repito que esto es algo serio.

– Vale, perdona, pero es que me sacas de mis casillas. ¿Estás bien? ¿qué te ha pasado?

– Me atropellaron y me he roto la pierna, pero estoy bien. Ya me han dado el alta.

– ¿Qué te han dado el alta? ¿entonces qué haces todavía allí? Será por la comida gratis, supongo, porque lo que es cocinar tú en la vida lo…

– Marta, joder, para ya.

– Vale, perdona. Sigue anda.

– Verás, todo esto es muy raro de explicar por teléfono. ¿Podrías venir a verme?

– Pero si te han dado el alta tendrás que irte de allí.

– No, todavía no puedo irme.

– Vale, no entiendo nada.

–¿Quieres venir a verme y te explico lo que ocurre, o no?.

– Seguro que me arrepiento, pero vale, intentaré ir esta semana.

– No, si vienes tiene que ser hoy mismo.

– ¿Hoy? ¿por qué hoy?

– Porque tengo que salir de aquí lo antes posible.

– Pues sal.

– No puedo.

– ¿Y por qué no puedes si tienes el alta? ni que fuera una cárcel.

– Es algo peor, ya te lo explicaré cuando vengas. ¿puedes venir hoy? Las visitas son hasta las 20h.

– Mira, aunque sólo sea por la curiosidad de saber en qué andas metido iré.

– Genial, gracias.

– Iré después de comer.

– Estoy en la planta… espera. Matías, ¿esta habitación en qué planta está y qué número tiene?

– Tercera planta, habitación 369.

– Gracias. Oye estoy en…

– Ya lo he oído ­– le interrumpió Marta – ¿ni siquiera sabes donde estás? es alucinante lo tuyo, de verdad.

– Vale, ya lo entenderás luego.

– Bueno, pues luego nos vemos.

– Espera, no cuelgues,  necesito que me traigas algo.

– ¿Los bombones y las flores que te he dicho antes?

– No, ropa y calzado. Ya sabes mi talla, sigo con la misma. Tráeme lo que sea, si puede ser de color oscuro mejor.

– ¿Qué te lleve qué? Pero bueno, estás fatal B.

– Ya te lo explicaré. Tráeme un pantalón, camiseta, camisa, calzoncillo, calcetines y zapatos. Y una gorra. El pantalón que sea muy ancho de pierna.

– ¿Muy ancho? ¿te has vuelto rapero o qué? – dijo riendo Marta.

– ¡Para que me entre la escayola, coño! – gritó B.

– Vale, vale… no se te puede decir nada.

– Mi situación no es para reírse, te lo puedo asegurar.

– Voy a ir, y con todo lo que me has pedido, pero te juro que no sé por qué lo hago. Esto no tiene ningún sentido.

­– Lo entenderás cuando te lo cuente. Ahora no tengo la cartera así que no puedo pagártelo, pero ya te lo pagaré otro día.

­– ¿Qué no tienes la cartera? Vale, no voy a preguntar más porque sino no voy, ya me creo todas las cosas raras que me digas. Luego nos vemos.

– Genial, te lo agradezco un montón. No me falles, cuento contigo.

– ¿Qué no te falle? ¿cuándo te he fallado yo? eras tú el que siempre…

– Vale, vale, vale… no discutamos más por favor. Luego nos vemos.

­– Hasta luego.

– Adiós.

Le dio en móvil a Matías.

– Si quieres llama a quien quieras, ya sabes que no lo pago yo.

– Gracias, no lo necesito ahora.

– ¿Qué tal con la ex-parienta?

– Bien, luego vendrá a verme.

– Vaya,  para estar indocumentado tienes más visitas que yo, tu parienta, Donato… a mi sólo vienen a verme ocasionalmente, como llevo tanto tiempo aquí. Y, claro, como mi hija me ha comprado el móvil este, pues nada, con llamar ya cumple.

– Donato, es verdad ­– dijo B – no me acordaba de que vendría hoy.

– Claro que vendrá, y con una morcilla. Como nos vamos a poner – dijo tocándose la tripa – Lástima que no podamos comprar una botella de vino aquí, ya sería la cena perfecta. Voy al baño, a ver si hago hueco para la morcilla de Donato, ja,ja,ja.

B se quedó pensando en como jugar mejor sus cartas. Entre Marta y Donato tenía dos asideros para ayudarse en su intento de huída. ¿Sería mejor compaginarlos o utilizarlos por separado? Era la típica cuestión de tener un plan A y un plan B. ¿Pero y si la policía y los de seguridad se presentaba antes que ellos? Necesitaba un plan C. ¿Pero cuál? Estaba claro que  este plan era únicamente encomendarse a la providencia para que ni la policía ni los guardas de seguridad se presentaran en su habitación. Total, la providencia ya le había perjudicado notablemente desde que entró en el centro sanitario, tenía que depararle alguna cosa buena. Así que decidió esperar a la llegada de sus planes A y B.  En cualquier caso, sabía que Matías le echaría una mano en lo que necesitara. Era un consuelo saber que estaba en buena compañía, por primera vez desde que entró en el hospital, salvedad hecha de Donato y su encuentro en el servicio.

A las pocas horas llegó Marta.  Al verla B se sorprendió por la celeridad de su exnovia.

– Hola – dijo la chica.

– Hola –respondió B – qué sorpresa.

– ¿Sorpresa? hemos hablado hace unas hora.

– Ya, me refiero a que no pensaba que vendrías tan rápido.

– Tampoco te entusiasmes, me pillaba cerca. Vaya pinta que tienes. Menuda manera de reencontrarnos.

– Sí, quien lo iba a imaginar así, ¿verdad?

– ¿Qué te ha pasado?

– De todo, pero ya te lo contaré fuera de aquí. Por cierto, este es Matías, el dueño del móvil.

– Hola – dijo Marta.

– Hola señorita, encantado de conocerla. No sabia que era tan guapa, como tiene mi móvil puede llamarme cuanto quiera – rió Matías.

– A ver, Marta, ¿me has traído la ropa?

– Sí – dijo sacándola de una bolsa y sonriendo a Matías por el comentario anterior – zapatos, pantalón ancho, camiseta y camisa negra y gorra.

­– Estupendo, muchas gracias. No sabes el favor que me haces. Voy a cambiarme ahora mismo y nos largamos de aquí – dijo mientras se incorporaba.

Pero justo en eso momento llamaron a la puerta.

– Policía Nacional, ¿podemos entrar?

B se quedó blanco, pero muy blanco, mucho.

                  – ¡Rápido! – le susurró a Marta – guarda la ropa y vete con Matías. A mí no me          conoces de nada. Matías, no digas nada pase lo que pase, ya te explicaré si consigo que          estos se vayan. Pasen, por favor – gritó.

Entraron en el cuarto dos policías nacionales y un guardia de seguridad. Marta estaba junto a  Matías, con la bolsa de la ropa bajo la cama.

– Buenos días –dijo uno de los policías.

– Buenos días ­–contestó B tendido en la cama. Reconoció al guardia de seguridad, era el que le había golpeado cuando le detuvieron.

– A ver, ¿quién de ustedes está indocumentado?

– Yo – contestó B.

– Como lo oyes, al final no pudimos dar con él, y eso que lo habíamos cogido –le dijo el guardia de seguridad al otro policía. Los dos permanecían junto a la puerta,  detrás del policía que hablaba con él.

– ¿Y cómo se os escapó? ­– preguntó el policía.

– Ni idea, es un tío muy escurridizo, se quitó las esposas y todo. Es un delincuente peligroso. No sé como ha podido salir del hospital sin que le viéramos, teníamos todas las salidas controladas.

– ¿Caballero? – dijo el primer policía viendo a B pendiente de la conversación – ¿me dice usted su nombre y apellidos, por favor?

– Ya le atraparemos cuando vuelva a actuar. Pero la próxima vez que cojáis a un ladrón llamadnos inmediatamente.

– Ya lo sé, pero mi jefe prefirió colgarse él la medalla. Y luego cuando se nos escapó como para llamaros y contaros el fiasco.

– Señor , le repito que me diga el nombre.

– Eh… – dudó B – uff, no me encuentro muy bien, ¿sabe? – dijo tocándose la cabeza.

– Le ocurre siempre – dijo Matías para echarle una mano a su amigo – lo mejor sería que llamasen a una enfermera para que le diera un calmante.

– ¿Y por qué no le identificasteis?

– Iba indocumentado. Él insistió en decirnos su nombre y apellidos para que comprobásemos que no era ningún delincuente.

– El viejo truco para ganar tiempo e intentar escapar.

– Claro. Por eso no le hicimos caso, ni anotamos el nombre. Sólo recordamos el que nos dijo de pila, y como se había escapado, identificamos a todos los que se parecían y retuvimos a unos diez que se llamaban igual, por si acaso dijo la verdad. Pero todos eran inocentes y no estaban fichados.

– Joder, Francis, vaya método el vuestro.

– Francis – susurró B – este fue el que me atizó el primero.

– ¿Cómo ha dicho que se llama? – preguntó el policía junto a la cama – no le he oído bien. Hable más alto, por favor.

– Sí, patético, éramos 20 tíos –siguió el guaria de seguridad hablando con el otro policía­ – y se nos escapó. Es muy bueno este cabrón. Ahora sólo somos los cinco de siempre, hace días que retiraron los refuerzos.

– Bueno, como ya no está no necesitáis ser más.

– Ya, lo digo por si vuelve. Eso nunca se sabe.

– Bueno, será mejor que llamemos a una enfermera y luego seguimos hablando con usted, caballero – dijo el policía al ver a B callado y con claros síntomas de dolor – Francis, vaya a avisar a una enfermera, por favor.

– Sí, como no –contestó el guardia de seguridad.

– Nosotros esperaremos fuera y luego seguimos, caballero – dijo el policía. Y salieron de la habitación.

– Cierra al puerta – le dijo B, susurrando, a Marta.

Marta cerró la puerta.

– ¡Joder! Me van a pillar, no puedo dar mi nombre delante del guardia de seguridad, porque igual se acuerda de mí y sabrá quien soy. Si estuvieran sólo los policías todo sería diferente. Aunque tampoco puedo fiarme, si hablan con el guardia y me reconoce pensarán que soy el ladrón.

– ¿Ladrón? – exclamó Marta – ¿Pero qué es lo que has hecho?

– Nada.

– Pues perdona, pero para no haber hecho nada estás ingresado en un hospital, indocumentado, con la policía ahí esperando para interrogarte y dices que te acusan de ser un ladrón. El día que hagas algo no sé yo lo que…

– Baja la voz – le dijo B – no soy ningún ladrón, pero me han acusado de ello y por eso estoy ahora así.  Ya te lo contaré luego. Ahora necesito salir de aquí. Si doy unos datos falsos se darán cuenta y si doy los verdaderos igual me reconocen porque ya se los dí a los de seguridad. Panda de cabrones. Aunque es perfecto eso que acabo de oír de que no me hicieron caso al identificarme y que no recuerdan mis apellidos. Eso es genial, porque significa que la policía no sabe nada de mí y si salgo de aquí todo volverá a ser como antes. Pero mejor no arriesgarme ahora.

– No me entero de nada, pero vamos a ir por partes – dijo Marta – ¿Por qué tengo que fingir que vengo a ver a tu compañero?

– Porque si saben que me conoces te interrogarán a ti para saber quien soy, joder, pareces idiota.

– ¡Eh¡, un momento – dijo ofendida.

– Perdona, no quería decir eso, son los putos nervios.

– ¿Y qué vas a hacer? Porque en cuanto venga la enfermera los policías entrarán detrás – sugirió Marta.

– No sé, no sé… déjame pensar. Joder qué puto lío.

– Desmáyate chaval – dijo Matías ­– así no podrán interrogarte y ganas tiempo además.

– Buena idea – dijo B – ¿pero cómo finjo eso?

– ¿Crees que es buena idea engañar a la policía? – sugirió Marta.

– Tú finge estar inconsciente, con el golpe que tienes en la cabeza lo verán como algo normal.  No sé lo que habrás hecho o dejado de hacer, pero a mí me caes bien y los policías no, así que te voy a ayudar en todo lo que pueda. Venga, desmáyate y tú – dijo señalando a Marta – sal al pasillo alarmada diciéndolo y pidiendo que vengan los enfermeros o los médicos

– Pero eso me convierte en cómplice.

– No, porque no he cometido ningún delito.

– ¡Tú sabrás! – gritó Marta – pero es la policía el que está preguntando por ti.

– No grites. ¿Cómplice de qué? No he hecho nada, ya te lo explicaré. Y además, lo haré en comisaría tras denunciar a los guardias de seguridad y a la dirección de este hospital. Creo que los denunciaré. Pero ahora no puedo hablar con ellos. Créeme, confía en mí y hazle caso a Matías, por favor.

– De acuerdo, tienes que estar muy jodido para pedirme algo por favor. ¿Sabe usted que es la primera vez que me lo pide? – le dijo a Matías­ – y eso que vivimos juntos cinco años…

– Cuatro, fueron cuatro años – la interrumpió B – deja ahora eso y haz lo que te ha dicho Matías. Y no olvides que a mí no me conoces de nada, estás aquí por él.

Marta resopló varias veces, para armarse de valor, y salió despavorida al pasillo.

– ¡Por favor, qué alguien nos ayude! Se ha desmayado, qué venga un médico.

Los policías entraron en la habitación y vieron a B inconsciente. A los pocos segundos llegó una enfermera.

– Salgan todos de la habitación, por favor, y avisen al médico de guardia – dijo mientras le tomaba el pulso a B.

– Estaba tan tranquilo y de repente se ha desmayado – dijo Matías, que estaba encantado de participar en el teatrillo que habían montado en su habitación.

– Bueno, no pasa nada. Es un simple desmayo, algo normal en su estado – dijo la enfermera. No hace falta que venga el médico. Ahora lo que necesita es descansar y ya volverá en sí. Matías, cuando recobre el conocimiento avíseme, ¿de acuerdo?

– Por su puesto, señorita, siempre a sus órdenes.

– Enfermera – dijo el policía – necesitamos hablar un momento con este señor. Es mera rutina, ya sabe.

– Pues tendrán que esperar.

– ¿Cuánto tiempo?

– No lo sé. De todas maneras yo no aconsejo que hoy hablen con él. Necesita reposo absoluto.

– De acuerdo, volveremos mañana.

En la habitación se quedaron, de nuevo, solos los tres. Marta cerró la puerta.

– Ya se han ido – dijo Matías.

B se incorporó en la cama.

– Ya me explicarás de qué va todo esto, pero buena pinta no tiene – dijo Marta.

– Dímelo a mí ­– contestó B – tengo que salir hoy mismo de aquí.

– ¿Cómo vas a salir si ahí afuera están los enfermeros y las enfermeras? ¿Te vas a disfrazar o qué? ¡Necesitas las muletas para andar! ­– espetó una cada vez más nerviosa Marta­ – esto es de locos. Tendrás que hablar con la policía y aclarar todo esto. Si no eres culpable de nada no sé por qué has de esconderte.

– Mírame Marta, ¿ves cómo estoy? Pues estoy así por culpa de esos de seguridad de ahí afuera. Y la policía está aliada con ellos. No puedo dejar que me identifiquen. Tengo que salir de aquí sí o sí.

– No sé, chaval ­­ –dijo Matías – no va a ser fácil. Con esto del desmayo seguro que están pendientes de ti y no descartes que los policías hayan encargado a uno de seguridad que esté en el pasillo. Tienen que tomarte los datos y esta gente no se anda con tonterías una vez que te tienen enfilado. Igual no vienen nunca, pero si vienen estás fastidiado, como ahora.

– Sería ya lo que me faltaba.

– Espera que voy a ver el percal con la excusa de coger algo de la máquina – dijo Matías. Tú quédate en mi lado de la habitación – le dijo a Marta – por si entra alguien. Eres mi visita, no la de Carlos, recuerda.

Matías salió de la habitación, cerrando la puerta tras él.

– ¿Carlos? ¿le has dicho a este señor que te llamas Carlos? no sé a qué estás jugando pero estás mintiendo a todo el mundo.

– No me queda más remedio. Nadie puede saber mi identidad real.

– Está bien, no voy a preguntarte nada más por el momento, pero tampoco voy a hacer nada que me comprometa. Creo en tu inocencia, aunque todo parezca decir lo contrario, pero no voy a exponer mi carrera profesional ni mi futuro por…

– Vale, vale – la interrumpió B – lo entiendo. Tengo que pensar en cómo salir de esta.

En ese momento entró Matías, con una bolsa de patatas.

– Malas noticias, chaval. Han puesto a uno de seguridad en el pasillo. Le han encargado vigilarte hasta mañana, aunque él está más ocupado vigilando a las enfermeras, ja,ja.

– ¡No me jodas!

– Bueno, creo que ya he hecho mucho más de lo que debería. Te dejo ahí la ropa y me marcho.

– Espera, Marta, no te vayas. No puedes dejarme así.

– ¿Así cómo? ¿qué quieres qué haga?

– No sé. Bueno, tienes razón, no puedes hacer nada. ¿Pero si se me ocurre algo en lo que puedas ayudarme puedo llamarte y me ayudarás?

– No lo sé – dudó – sí, supongo que sí. Pero no me comprometo a nada. Si me necesitas lo hablamos por teléfono y ya veremos. Hasta luego, Carlos…

– Hasta luego.

– Adiós Matías, encantada.

– Adiós maja, igualmente – dijo ofreciéndola patatas fritas.

– No gracias, se me ha quitado el hambre.

Marta cerró la puerta tras de sí, dejando en la habitación un panorama desolador, con B a punto de echarse a llorar y Matías con cara de preocupación y comiendo patatas fritas.

– Tú tranquilo, chaval, algo se nos ocurrirá. Tenemos todo el día y toda la noche. Y no bajes la guardia, que esa puerta puede abrirse en cualquier momento, los enfermeros nunca llaman. Tienen que pensar que sigues desmayado o por lo menos traspuesto. ¿Quieres patatas?

– Ya, no te preocupes, si de la cama no me muevo. Cuando traigan la comida me despabilaré un poco, para que me la den.

– Sí, vas a necesitar comer para cargar las pilas si quieres salir de aquí antes de que amanezca.

Durante media hora, hasta que llegaron con la comida, ninguno de los dijeron nada. B parecía muy preocupado y hacía gestos ostensibles de nerviosismo y desesperación. Matías se limitaba a leer un libro, con la TV. encendida y sin volumen. Quería seguir consumiéndola aunque no la viera, la había pagado para toda la semana.

– ¿Ya se encuentra mejor? – preguntó la enfermera al ver despabilado a B – entonces le conviene comer un poco. Antes déjeme que le ponga el termómetro y que le tome la tensión.

– ¿Y a mí no me la vas a tomar? – dijo riendo Matías – a los viejos nos tenéis abandonados.

–Anda, Matías, usted a comer y a callar – rió la enfermera.

–Lo que usted mande, señorita, sabe que siempre hago todo lo que me dice. Lo que usted dice va a misa para mí. Pero seguro que cuando me den el alta ni me escribe ni me llama para vernos fuera de aquí.

–Ja,ja –yo también le hago caso a usted en todo, ya lo sabe. Y lo de vernos fuera de aquí… vaya ideas que se le ocurren. Bueno, pues la tensión está un pelín alta, es raro, lo normal es que estuviera baja después de un desmayo, pero eso no se puede controlar. Y no tiene fiebre. Qué les aproveche, y si se vuelve a encontrar mal avíseme enseguida – dijo saliendo de la habitación.

– Matías, veo que te llevas muy bien con el personal del hospital.

­– Sí, he pasado aquí mucho tiempo.

– Tal vez podamos usar eso a nuestro favor.

– Querrás decir a tú favor.

– Bueno…

– Es broma, chaval – rió – esto es cosa de los dos. No sabes lo aburrido que es estar aquí, lo más emocionante que me ha pasado fue el día que a esta enfermera casi le veo las bragas al agacharse. Está buena ¿eh?, y cuando hemos visto los partidos de fútbol aquí en el cuarto. Entenderás que esto que está ocurriendo ahora me entusiasme. Soy muy mayor y no sé los años que me quedan por aquí, por eso estas situaciones me hacen sentir vivo. Te doy las gracias y te repito que puedes contar conmigo. Haré todo lo que esté en mi mano para ayudarte.

– Gracias, para mí es importante saber que no estoy sólo en esto. Ya le recompensaré más adelante.

– Tranquilo, Carlos, mi recompensa es esto que está sucediendo.

Después de comer, Matías decidió echarse una pequeña siesta.

– La siesta sí que no la perdono, ni aunque haya un terremoto – rió Matías – Igual sueño con algo que nos ayuda. 

Y dicho esto empezó a roncar. Era una de esas personas que nada más cerrar los ojos, se duermen. B no era de esos,  y mucho menos ahora.  Pensó en que los guardias de seguridad, si iban a estar todo el tiempo vigilando, tendrían que turnarse. Tenía que enterarse de cuando hacían el cambio de turno porque tal vez en ese momento podría aprovechar para huir si el relevo llegaba tarde y el relevado iba a buscarle. Lo normal es que el que terminaba su turno esperase a la llegada del otro, pero si lograba provocar lo contrario, podría escapar. Otra idea que se le ocurrió, a pesar de los molestos ronquidos de Matías, fue que podrían provocar alguna situación para que el guardia se ausentara unos minutos. Aunque seguramente no hiciera falta ya que al fin y al cabo no le habían reconocido y no tenían que hacerle una vigilancia exhaustiva. Si estaban vigilándole era por un motivo meramente protocolario, no por que él fuera un delincuente. En algún momento iría al servicio o a hacer algo que no fuera estar entre la puerta de su habitación y la de salida del pasillo, junto al mostrador de las enfermeras y enfermeros. Luego otro problema añadido sería despistar a la enfermera o al enfermero de turno.

En estas diatribas pasó B toda la hora que Matías se pasó roncando. Cuando despertó, pareció hacerlo iluminado pues nada más hacerlo, empezó a hablar.

– ¡Ya lo tengo! –exclamó todavía con la cara somnolienta – lo que tenemos que hacer es darle a la alarma de incendios. Que se monte el follón y así podrás escapar tan tranquilo.

B le puso en antecedentes sobre lo de que las alarmas de incendio de ese hospital son de atrezzo, por lo que le pasó la primera vez que trató de escapar del hospital. Matías se limitó a contestar con un: “no me extraña, en este hospital ya he visto todo tipo de aberraciones. Habrá que pensar otra cosa”.Y justo en ese momento apareció Donato.

–Buenas tardes, señores. ¿Alguien ha pedido morcilla? – dijo enseñando una que acababa de sacar de una bolsa que llevaba.

– ¡Hombre, Donato! – exclamó Matías.

– ¿Qué tal va por aquí la cosa? – dijo dejando la morcilla encima de la mesa de Matías.

– Podría ir mejor – dijo B con tono de amargura.

– Pero bueno, ¿y esa cara?. Arriba ese ánimo, muchacho, que habiendo morcilla y… –hizo una pausa y sacó de la bolsa una botella de vino, un sacacorchos y una barra de pan – jajaja, con esto se curan todas las penas, vaya que sí.

­– ¡Qué grande eres, Donato!

– Se hace lo que se puede.

– Pues habrá que catar eso.

– Pero si hemos comido hace menos de dos horas – dijo B, con la misma cara de amargado de antes.

– Nunca es tarde ni pronto para comer y beber, muchacho ­– dijo Donato.

–Diga usted que sí. Venga esa morcilla y ese vinito.

– ¡Cago en Dios! – exclamó Donato – no tenemos vasos.

­– Tenemos estos de plástico para el agua.

­– ¿Vasos de plástico para el vino? ¡Eso nunca!. Esperen a ver si encuentro por aquí… – dijo Donato hurgándose en los bolsillos de la chaqueta – ¡aquí está! – dijo sacando un pitorrillo de botella para beber a chorro – Nunca salgo sin uno de estos.

– ¿Qué nunca sale sin uno de esos? –exclamó B sin poder evitar la sonrisa.

– ¡Qué grande eres Donato!, mira, si hasta has hecho reír al chaval.

– Pues ya verás cuando pruebes esto, te vas a quitar la escayola. Esto lo cura todo, es la panacea.

Empezaron a comer la morcilla y a pasarse la botella de vino. B, curiosamente, también lo hacía.  Mientras trasegaban el vino y degustaban la morcilla, pusieron a Donato al corriente de la situación.

­– No te preocupes, muchacho, ya te ayudé a salir una vez de aquí, pues ahora otra. No hay dos sin tres. Espera – siguió Donato ante la cara de extrañeza de los otros dos – en este caso no hay una sin dos. ¡Hala! nada de preocuparse, a beber vino, comer morcilla y luego a salir de aquí. O tienes mucha prisa… porque podemos seguir comiendo y bebiendo esto en la calle.

– Donato, por favor, baja la voz que te van a oír – dijo B.

– Pues que me oigan, pero nada de vino ni morcilla para ellos. Qué se jodan y curren mientras nosotros vivimos la vida.

– Eso, que nos den morcilla sólo a nosotros – dijo Matías y todos rieron.

– Yo es que cuando como y bebo no pienso, me concentro sólo en ello, pero ya verás como dentro de un rato se me ocurre algo para que salgas de aquí sin problemas, como la otra vez. ¿Sabe usted cómo fue lo de la otra vez? – preguntó Donato a Matías y como no lo sabía, se lo contó.

– Aquella vez tuve la suerte de estar en la planta baja y de que la salida que tú conocías estaba al lado. Ahora es muy diferente. Además, estoy escayolado.

– Qué va muchacho, estamos como en aquella ocasión, solo que en la planta tercera, pero con una ventaja que entonces no teníamos: no te están buscando.

– Eso es verdad, no me están buscando.

– Pero curiosamente estás más acorralado que entonces, cuando te buscaban. Qué cachonda es la vida, ¿eh, Matías?.

Los dos hombres rieron. B no lo hizo esta vez.

– Es cierto, ahora estoy más atrapado que entonces y eso que no me están buscando.

– Pero ahora, al igual que entonces, saldrás adelante. Lo primero que hay que hacer es darle confianza al enemigo. ¿quién es el enemigo en esta ocasión?

– El segurata – dijo B.

– Y los enfermeros y enfermeras – apuntó Matías, ante el asentimiento de B.

– Pues mientras se confían voy a usar el baño, ya saben… la próstata –entró en el baño – Pero sigan oyéndome que las buenas ideas si no se dicen, en seguida, se pierden. Una vez identificados nuestros enemigos, todo es mucho más fácil. Matías, como se supone que yo soy una visita que viene a verle a usted, lo cual por cierto no es falso porque he venido a verles a los dos, pero no me pueden vincular a Carlos por lo que me habéis indicado antes; puedo usar esto en favor de Carlos.

– ¿Cómo? – preguntaron los dos a la vez.

– Muy fácil. Los de seguridad y los enfermeros no verán en mi forma de actuar ningún peligro de que quiera favorecer tu huída. Es más, no olvidemos que ellos ni siquiera saben que quieres huir, por lo cual partimos con una ventaja fantástica que es el factor sorpresa, vital para derrotar al enemigo en cualquier batalla o contienda. Eso sí, estamos atrapados, aunque ellos no lo sepan. Pero tu eres un simple indocumentado que estará aquí mejor que en la calle y lo que ellos quieren es echarte de aquí.

– Exacto – dijo Matías – atrapados en una cárcel sin carcelero y sin barrotes. Tenemos que usar esto a nuestro favor. Deberíamos tirar de ingenio. No puede ser tan difícil hacerte salir de un lugar bajo estas condiciones.

– Si no fuera difícil no estaríamos hablando de ello – dijo B con amargura.

– Venga muchacho, ¡arriba los corazones! vamos a idear un plan perfecto, mientras nos duré el mágico efecto del vino y la morcilla.

– Siempre puede traer usted más para que nos inspiremos – rió Marcial.

– Oiga, que no la regalan – dijo muy serio Donato, para empezar a reír al momento –es broma, ya nos hartaremos de eso cuando Carlos esté fuera de aquí y a usted le hayan dado el alta. Porque digo yo – dijo mirando a B – que usted no vendrá mañana a visitar a Matías para que los tres repitamos lo del vino y la morcilla, ¿verdad?

Los tres rieron.

– A lo que iba –prosiguió Donato – voy a tratar de conocer la rutina de los de seguridad y de los enfermeros y enfermeras, para averiguar en qué momento puedes escapar de aquí tranquilamente, muchacho. Ahora vuelvo.

Donato salió de la habitación ante la atónita mirada de B y la sonrisa de Matías.

– ¿Pero a donde va este – preguntó B – como se pase de listo les va a poner sobre aviso.

– Confía en él, Carlos, confía en él.

Donato se acercó tranquila, y hasta despistadamente, al cuarto de enfermeros, junto al cual estaba un guardia de seguridad hablando desenfadadamente con una enfermera.

– Anda, que no tienes tú fantasía ni nada – dijo la enfermera.

– Es verdad, unos veinte metros y de cabeza, como una flecha caigo – dijo el guardia.

­– Sí, claro, yo voy y me lo creo. Eso es como si saltaras desde un séptimo.

– ¡O más!

– Ja,ja, anda que no tienes fantasía, Tarzán.

– Ven un día y lo ves tú misma. Además, que a parte de saltar podemos hacer luego muchas cosas divertidas. Ese lugar es fantástico.

– A parte de saltar tú querrás decir, porque lo que es yo.

– Bueno, tú puedes verme desde abajo, tomándote una cervecita o dándote un baño, o las dos cosas – rió.

– Mira, eso sí empieza a convencerme más – rió la enfermera.

Donato se puso a su lado y se dirigió al guardia.

­– Perdone joven, ¿usted no estaba antes en la puerta del hospital?

– Sí.

– Ya decía yo que me sonaba su cara. Yo vengo mucho por aquí, ¿no me reconoce? Claro, como va a reconocerme, con toda la gente que verá pasar a diario.

– Claro, no me fijo en la gente.

– Voy a seguir con lo mío –dijo la enfermera – hasta luego.

– Por esa puerta qué pueden pasar al día, ¿5.000 personas?

– Ni idea, pero muchos sí que lo hacen – contestó sin perder ojo a la enfermera que se alejaba por el pasillo.

– A la enfermera sí que no le pierde ojo, ¿eh? Buena moza, vaya que sí ¿entonces se ha cansado de ver a tanta gente y por eso está ahora aquí que sólo pasamos cuatro gatos y esta enfermera? – preguntó sonriendo – Bueno, perdone, no es de mi incumbencia su trabajo, a veces pregunto demasiado – rió.

– Estoy aquí temporalmente, mañana ya volveré a la puerta, seguro.

– Usted donde le manden, claro.

– Claro, a ver qué remedio.

– Bueno, aquí no está mal, ¿verdad? –dijo mirando a otra enfermera – y con estas compañías el tiempo pasa mejor.

– Sí – sonrió.

– Porque tirarse aquí doce horas seguidas como hará usted no es fácil.

– Doce no, hombre. No lo diga muy alto a ver si le va a dar la idea a mi jefe – rió.

– ¡Ah! pensaba que estaban aquí por turnos de doce horas.

– Son ocho horas, y no son seguidas. Cada dos horas descansamos  cinco o diez minutos.

– Vaya, entonces no está mal. Yo ya estoy jubilado, pero si no, no me importaría dedicarme a lo suyo. Con tanto descanso el día pasará rápido. Además, que en un hospital el trabajo no será mucho para ustedes.

– No se crea, hay días difíciles. Y no siempre estamos destinados a lugares tan tranquilos.

–Bueno, pero ahora, aquí en este pasillo no se ve mucho estrés para usted.

– No, este puesto es muy bueno.

– Y con las enfermeras cerca mejor. Qué buenas que están, por cierto, qué nos pongan una inyección ya – rió Donato.

– Sí – sonrío el guardia.

– Pues no le interrumpo más, joven, que igual ya le toca el descanso. ¿tiene que esperar a que alguien le releve?

– Claro.

– ¿Para diez minutos?

– No, aquí no hace falta. Me relevan para el cambio de turno. Para mis descansos no viene nadie. Estoy aquí por rutina, para controlar qué pacientes salen de las habitaciones. Solemos pasear por todas las plantas, pero en este pasillo ahora nos quedamos porque hay un paciente indocumentado y hay que estar más pendientes, dicen los policías. Es el protocolo.

– O sea –preguntó con cara divertida – que en los descansos usted aprovecha para meterse ahí en el cuarto y estar con las enfermeras, ¿verdad?

– Ja,ja.

– Hace usted muy bien, si yo tuviera su edad creo que estaría más de diez minutos ahí dentro. Además, que a estas chicas se las ve muy predispuestas al coqueteo, ¿verdad?

– Algo sí – rió.

–Y usted con esa percha seguro que ya se ha llevado a alguna al huerto.

– ¡Qué va, hombre! – rió – no es tan fácil. Desde la puerta no puedo hacer nada.

– Bueno, ahora ya verá como sí. Las tiene a huevo, hijo. Pues no le interrumpo, que si es su descanso no quiero molestarle.

– No – dijo mirando el reloj – en media hora llega mi relevo.

– ¿Otro joven como usted?

– Sí.

– A ver si le va a levantar a los ligues – rió.

– Ja,ja.

­– Que en los descansos, diez minutos dan para mucho.

– Bueno, se hace lo que se puede.

– Pues nada, joven. Encantado de hablar con usted y perdone por molestarle.

– No me ha molestado, caballero, estamos aquí para atenderles

Se despidieron y Donato volvió lentamente a la habitación.

– Ya conozco la rutina de los esbirros estos.  Son tres turnos: a las 17h. a las 01h. y a las 9h. Pero lo más importante es que cada dos horas hacen un descanso de cinco o diez minutos en el cual no hay vigilancia.

– ¿Cómo no va a haber vigilancia? – preguntó B.

– No la hay, porque no es necesario en este caso. Me ha dicho que están aquí por mero protocolo, al haber un indocumentado. ¡Es usted un indocumentado, amigo! – rió –. Vamos, que no van a estar apostados vigilando esta puerta para ver quien entra o sale. Son unos mandados y lo que más les interesa es ligar con las enfermeras y que pase su turno.

– Entonces que Carlos salga de aquí no va a ser tan complicado – dijo Matías.

– Bueno, tampoco puede salir así como así. Hay que aprovechar alguna ausencia y salir rápido, sólo eso.

– Rápido, rápido, claro… con esta escayola no puedo hacerlo.

– ¡Bah!, chorradas. Tenemos tiempo de sobra para atravesar el pasillo. Obviamente no estarán los diez minutos sin salir del cuarto de las enfermeras, que es donde me ha dicho que se toman el descanso. Pero este pasillo lo recorre usted en menos de medio minuto con las muletas. Vamos a planificar, caballeros.

– ¿Caballeros? – rió Matías – sí que te estás poniendo serio, Donato.

– Amigo, es que esto es serio. Son casi las 17h. Es nuestra primera oportunidad para que Carlos escape con el cambio de turno. Si no, ya saben, cada dos horas contando desde las 17h. descansan y ahí es cuando hay que actuar. Propongo que ahora lo que hagamos sea observar como se produce el cambio de turno. Yo sólo puedo estar aquí hasta poco antes de las 20h. que terminan las visitas. Así que tendrán que hacerlo ustedes solos, porque ahora hay demasiados médicos y enfermeros pululando por aquí y, además, vendrán a ver qué tal se encuentra Carlos y a traerles la cena. Lo mejor es que la fuga sea esta madrugada.

– La fuga, esto se está poniendo interesante. Igual me voy contigo, chaval. Total aquí ya no pinto nada.

– Es que quizás tengas que ir con él para ayudarle a salir, Matías. Ahora lo veremos. Propongo que salgamos los dos para ver como se produce el cambio de turno. Usted tiene que ocupar mi puesto en mi ausencia.

– Todo esto es de locos – dijo B – tener que llegar a esto por nada. ¿Cómo pueden pasar estas cosas?

– Estás en un hospital, muchacho –dijo Matías – aquí todo es posible y da gracias a que cuando te han operado no te hayas quedado tieso en el quirófano o no te hayan hecho alguna aberración quirúrgica como amputarte la pierna o escayolarte la sana.

– No, si encima de todo lo que he pasado, y estoy pasando, voy a tener que dar gracias.

– Claro, todo puede ser siempre peor – inquirió Matías – alégrate de que sólo te haya pasado esto, chaval. ¡Veamos el vaso siempre medio lleno! Aunque ahora ya no tengamos vino.

– Bueno, caballeros – dijo Donado.

– ¿Caballeros? – rió Matías – perdón por la risa, pero es que no me acostumbro, me hace gracia la expresión. Sigue, Donato, te escuchamos.

­– Vamos a dar un paseo por la zona para ver como se efectúa el cambio de turno. Tú espera aquí, Carlos. ¡Ah! y no te levantes. No olvides que estás muy convaleciente, que si no la policía podría volver hoy mismo a interrogarte. Si entra una enfermera exagera todo lo que puedas y hasta vuélvete a desmayar.

– Esperad, que voy un momento al baño.

– ¿Al baño? de eso nada, aquí los enfermeros vienen poco, aunque les llames, pero si vienen entran sin avisar. Toma la cuña y apáñate. Luego te la vacía Matías

– ¡Eh! que de eso se encargan los enfermeros – dijo Matías.

– Pues el que sea.

– O quítasela tú, que también puedes.

–Pues que le pongan una sonda – dijo Donato.

– ¡Eh! ¿una sonda? ¿seguro que quieres ayudarme o putearme más? – dijo B más jocoso que enfadado.

­­– Ahora no podemos perder más tiempo aquí. Vamos.

Los dos hombres salieron, dejando a B con cara de circunstancia, preocupación y con la cuña en las manos. Pasaron charlando distraídamente por el cuarto de los enfermeros. Donato y el de seguridad se saludaron de lejos. Se pararon frente a la máquina expendedora del pasillo general, desde donde se veía perfectamente el cuarto de enfermeros. Vieron como se aproximaba un nuevo agente de seguridad.

– Mira – dijo Matías señalando al nuevo guardia.

Donato miró su reloj y comprobó que eran las 17h. en punto.

– Puntuales. Menos mal que no parecen tan concienzudos en su trabajo como puntuales. Vamos a ver el cambio de guardia, a ver cómo lo hacen. Pero disimula, hombre – le dijo a Matías viendo que no quitaba ojo del guardia.

El guardia llegó  y se saludó ligeramente con su compañero, para acto seguido entrar con él en el cuarto de los enfermeros.

­– Lo que yo esperaba – dijo Donato – estos se van a pasar ahí un buen rato. Y más ahora que ha entrado otra enfermera más.  Corre y ve a la habitación y pulsa el botón de llamada para ver el tiempo que tardan en reaccionar estando los guardias con ellas, es una comprobación práctica vital para nuestra operación.

Matías entró en el cuarto y pulsó el botón ante la atónita mirada de B.

– ¿Pero qué haces?.

– Es una comprobación vital, eso ha dicho Donato.

– ¿Y qué les digo cuando vengan?

– Yo qué sé, cualquier cosa. Que te cambien la cuña, que te den una aspirina, lo que sea. Vamos a esperar a ver cuanto tardan. Aprovecha para mear y que te cambien la cuña, que si esperas que lo haga yo vas listo – rió Matías.

Efectivamente, como sospechaba Donato, tardaron mucho. Exactamente los casi cinco minutos que tardó en salir el guardia relevado.  Una vez este se marchó acudió una enfermera a la habitación de B. Procedió al vaciado de la cuña y se marchó. Al momento entró Donato.

­­– Bien caballeros, albricias, inmejorables perspectivas.

– ¿Qué?– preguntó B.

– Qué la cosa va bien – dijo Matías – Estos chavales no están al tanto de las expresiones de toda la vida.

– ¿Y por qué está la cosa bien?

– Ya tenemos un momento propicio para que salgas: los cambios de guardia –dijo Donato – Luego están los diez minutos de descanso que se toman cada dos horas. Ahora tenemos que valorar cual es el mejor momento para actuar. Si antes de las 20h. que hay más ajetreo y sobre todo cuando se van las visitas, o esperar a la noche.  Vamos a hacer una lista de pros y contras.

– Yo apunto – dijo Matías cogiendo un bolígrafo y aprovechando una parte en blanco del periódico.

Donato empezó a caminar pensativo y tocándose la barbilla como si se estuviera mesando una barba imaginaria.

– Pros y contras para salir antes de las 20h. – exclamó gesticulando histriónicamente – Pro, hay más gente y pasarás más desapercibido. Contra, hay más enfermeros y enfermeras y el guardia estará más activo.

– No vayas tan rápido, que no puedo apuntarlo.

­– Pro de salir por la noche – siguió Donato –  hay menos enfermeros y enfermeras y el guardia estará menos activo. Contra, no habrá nadie en los pasillos y serás presa fácil si alguno de ellos sale a él.

– Más despacio, ¿cuán era la contra de lo primero que has dicho?

– Déjate de anotaciones, que ya no hay más que anotar. Valorados estos dos pros y dos contras, resuelvo que el mejor momento para tu huída es cualquiera de los dos horarios, siempre que se haga bien.

– ¿Qué es hacerlo bien? – preguntó B.

– Pues no hacerlo mal – contestó Donato.

– Vale, muy divertido. Si estáis de cachondeo no creo que esto vaya a salir bien.

– ¿Quien está de cachondeo? – dijo Donato enfadado – Estamos elaborando un plan perfecto para tu huída, digno de un guión de Hollywood, muchacho. Quien sabe si al final de todo podamos vender esta historia para el guión de una película. Igual nos forramos con todo esto, muchacho. Pero ahora prosigamos. Creo que puedes hacer dos intentos.

– Repíteme lo que has dicho, que no lo he anotado.

– ¡Déjate de notitas, Matías! que está todo anotado aquí – dijo Donato señalándose la cabeza – El mejor plan es que Carlos lo intente las dos veces. Si falla la primera, y por fallar me refiero a abortar la misión no a que te pillen, pues la segunda. Obviamente si funciona la primear la segunda se anula – rió.

– Vale, Houdini – dijo B –  y cuando esté en el pasillo principal,  ¿qué? Hacia donde voy y cómo salgo del hospital.

– Eso es otro asunto que debemos abordar. Tienes dos lugares de salida, la entrada principal en la que no habrá nadie vigilándote, aunque sí el guardia que está allí apostado siempre pero no tiene orden de vigilarte, o la salida clandestina que te enseñé la primera vez.

– Para salir por la puerta principal lo mejor sería hacerlo ahora que hay ajetreo –sugirió B.

– Sí, pero tampoco es imprescindible. Durante toda la noche pueden salir personas del hospital, los que se quedan a pasar la noche con los pacientes. Y aunque vayas con muletas, como vas vestido de calle y con la gorra tapándote la venda, nadie te preguntaría nada, y si lo hicieran, dices que vas a fumar o a que te dé el aire, que estás pasando la noche con un familiar ingresado.

– Donato tiene razón – dijo Matías.

­– No obstante, muchacho, necesitamos conocer si nuestras salida clandestina sigue habilitada. Voy a bajar a comprobarlo.

Donato salió de la habitación.

– Gran hombre este Donato, parece todo un profesional de las evasiones.

– Eso o que ha visto demasiadas películas – dijo B algo desanimado.

– Vamos, chaval, ánimo que todo va sobre ruedas.

– Ya, menos mi pierna. Nos estamos olvidando de que tengo media pierna escayolada. No creo que nadie en estas condiciones vaya a pasar la noche con un familiar, sino que deberían pasar la noche con él. Si salgo con las muletas me van a dar el alto seguro. Bueno, aunque la escayola no se me ve e igual Donato tiene razón de que por qué no puede alguien con muletas estar de visita. Se supone que los enfermos están dentro y no fuera del hospital, pero yo que sé ya. Para salir por la puerta principal ha de ser durante el día, como si me hubieran dado el alta. Por la noche es imposible esta vía de escape, a no ser que no haya nadie cerca de la puerta, pero en recepción siempre hay alguien, seguro.

– Es verdad, se nos ha olvidado eso. Ahora cuando venga Donato lo debatimos.

Donato regresó con unas cervezas.

– Tomad –dijo dándole una lata a cada uno – tenemos que brindar. Nuestra salida clandestina sigue exactamente igual. Estas cervezas las he comprado en la tienda de la esquina y he salido y entrado por ella.

– Estupendo – dijo B – porque esa es la única salida que puedo tener por la noche.

– ¿Y eso? – preguntó Donato.

–Por esto –dijo B mostrándole la escayola – por mucho que digas que alguien escayolado y con muletas no es sospechoso… porque se nota que llevo una escayola debajo del pantalón, si es que me entra, que esa es otra.

– Cierto, igual hemos pecado de optimistas –dijo Donato –.

– Habrás pecado tú, porque Carlos y yo lo hemos hablado cuando te has ido.

– Bueno, mea culpa, cierto. Pues sabiendo que la salida clandestina sigue ahí, no hay mayor problema.

– No sé – dijo B – si me pillan de esta guisa pululando de noche por el hospital voy a resultar sospechoso, por mucho que ya no me estén buscando como hace unas semanas.

– Ahí tienes razón – dijo Donato – lo mejor será intentar una primera huída antes de las 20h. Igual no nos conviene jugárnosla todo a una sola carta. Siempre podemos tener el segundo intento nocturno si el primero diurno fracasa. Además, yo puedo servir de ayuda en este primer intento.

En ese momento entró Marta a la habitación.

– Hola. Vaya, cervecitas, veo que no lo estáis pasando mal. Si interrumpo alguna fiesta me marcho – dijo mirando inquisitivamente a B.

– Siempre hay que pasarlo bien, señorita, se esté donde se esté – dijo Donato – eso sí, con discreción no vaya a ser que nos pillen los enfermeros de esta guisa. Por cierto, no tengo el gusto de conocerla.

– Soy Marta, la… – dudó mirando a B y Matías.

– Tranquila, está con nosotros – dijo B.

– Vale, soy la ex-novia de este. Ya sé que quedamos en que me llamarías, pero he preferido pasarme otra vez. ¿Cómo va la cosa?

 – Estamos ahora mismo hablando de ello – dijo B.

– Señorita, llega usted como llovida del cielo – dijo Donato.

– ¿Perdón? – exclamó sorprendida Marta.

– Vamos a necesitar de su ayuda, como plan B.

– ¿Y cuál es el plan A? – preguntó B.

– Un momento –dijo Marta – ya le dije a… a Carlos, que no iba a hacer nada que me comprometiera, tengo que mantener una imagen y…

– Tranquila – la interrumpió Donato – lo más probable es que no tenga que intervenir, pero llegado el caso no se comprometerá en nada, no se preocupe.

– Bien, pues cuéntanos el plan – inquirió B.

A las 19: 45h. avisaron por megafonía de que la hora de visita terminaba a las 20h. y rogaban (es una forma suave de obligar) que todos los visitantes abandonaran desde ese momento el hospital. Donato estaba apostado junto a la máquina expendedora del pasillo principal. Poco a poco empezó a salir gente de las habitaciones, dirigiéndose a él.

El guardia de seguridad estaba en el pasillo, hablando distendidamente con dos enfermeras. En total eran 3 enfermeras y un enfermero en ese lado de la planta en el que estaba la habitación de B.  Dentro de media hora subirían la cena, había que actuar ahora que había revuelo, pero debían evitar tanto al guardia como a las enfermeras y enfermero. Donato llevaba tiempo pululando por la zona, fingiendo hablar por el móvil.  Sabía que dentro del cuarto de enfermeros estaban las dos enfermeras y el enfermero que no hablaban con el guardia.  Hizo una llamada perdida a Matías. Era la señal acordada.

Matías, al llevar semanas ingresado, conocía a casi todos los internos de ese lado de la planta. Fue a una habitación en la que estaban dos mujeres que  a penas si se mantenían despiertas . Efectivamente, al entrar las dos estaban adormecidas y su única visita ya se había ido. Aprovechó para pulsar el botón de llamada al cuarto de enfermeros, tal y como estaba trazado en el plan de Donato.

Inmediatamente fue a otra habitación en la cual tenía un amigo. Se puso junto al cabecero de la cama y empezó a hablar con él. Apretó también el botón de llamada cuando el enfermo miraba hacia otra parte y acto seguido se marchó a otra habitación en la que hizo lo mismo. Había cumplido perfectamente con el trabajo que se le había encargado.

Las visitas seguían saliendo lentamente, pero no eran tan numerosas como para poder camuflar a B entre ellas para pasar desapercibido.  Permanecía arropado en la cama, pero vestido con la ropa que le trajo Marta.  Matías volvió a la habitación. A los pocos minutos sonó el móvil de Marta, era la señal para que saliera inmediatamente y se dirigiera al cuarto de baño del pasillo, preguntando precisamente a la enfermera y al guardia donde estaba el servicio de señoras. Tras recibir las indicaciones, Marta pasó por delante de Donato, sin decirle nada. Donato caminaba distraídamente, mirando el móvil, junto al cuarto de enfermeros donde permanecía un enfermero dentro y el guardia y una enfermera seguían hablando en el pasillo. Al instante soñó el móvil de Matías, con un solo tono. Era la señal de que una enfermera había abandonado el cuarto. Al instante sonó otra vez, con dos tonos. Ya eran dos las enfermeras que habían salido hacia las habitaciones.

Al instante Marta volvió allí y, alarmada, le dijo al guardia que acababan de robarle el móvil en el servicio.

– Lo dejé encima del lavabo y me di la vuelta para secarme las manos. Había una señora en el otro lavabo. Al girarme ya no estaba el móvil. Me lo ha tenido que robar ella. No puede andar muy lejos. Qué imbécil soy, mira que dejar el móvil ahí encima…

– Tranquila señora, sígame y dígame su descripción para ver si la vemos y comunicárselo a mis compañeros para que la intenten localizar.

Se fueron hacia el pasillo principal. En el cuarto de enfermeros quedaban una enfermera y un enfermero, los cuales tenían visibilidad de una parte del pasillo. Matías esperaba ,apoyado en la puerta de la habitación, un gesto de Donato. En cuanto lo vio le indicó a B que ya podía salir. B se incorporó, se puso la gorra, cogió las muletas y salió al pasillo. Para entonces Donato ya estaba hablando con 2 mujeres que habían salido de visitar a un enfermo. Las paró justo en la puerta del cuarto de enfermeros, para tapar la visión del pasillo.

– ¡Vaya!, qué casualidad encontrarnos aquí – dijo ante la sorpresa de las señoras que no le conocían de nada – ¿han venido a ver a un familiar?

– A una amiga – contestó una de ellas – ¿nos conocemos de algo?

– Vaya, espero que no sea nada grave y se recupere pronto su amiga – siguió Donato, gracias a la verborrea que le caracteriza, mientras Matías se apostaba en la puerta del cuarto de enfermeros – hacía como 10 años que no nos veíamos, ¿verdad?.

– Adela – dijo Matías a la enfermera entrando en el cuarto – ¿me podrías dar una tirita? Tengo una rozadora en el pie por esta zapatilla.

B atravesó el pasillo todo lo rápido que pudo. Nadie le vio. En seguida se puso frente al ascensor, que por suerte ya no estaba en el ángulo de visión desde el pasillo, pues estaba metido hacia dentro. Justo en ese momento pasaron junto a él Marta y el guardia.

– Sí, repito, una señora de unos 60 años, pero canoso, falda y chaqueta oscuras – dijo hablando por el walkie talkie – Si la interceptáis mirad si tiene un teléfono móvil LXG-300, con funda azul. Yo miraré por esta planta. Cambio y corto. No creo que la encontremos, justo ahora es la hora de salida de las visitas, pero por intentarlo no será, saben a qué hora actuar los muy cabrones. Dese usted una vuelta por aquel lado de la planta que yo lo haré por este otro, a ver si hay suerte. Si la ve grite para que la oiga.

­ ­– Muchas gracias – contestó Marta viendo por el rabillo del ojo como B cogía el ascensor junto a otras 4 personas.

B llegó a la planta baja. Salió el último. Se dirigió, rodeado de más personas en varios sentidos, a la puerta de salida. Pero justo cuando iba a salir reconoció al guardia de seguridad apostado en ella. Era Francis, el que le había golpeado y detenido la primera vez y luego había entrado en su cuarto con los policías. Sin duda le reconocería, pese a la gorra y las muletas. No pudo evitar asustarse. Ahora que por fin estaba tan cerca de escapar le daba pavor que este animal con porra pudiera reconocerle.

Mientras, en la habitación de Matías, entró una enfermera que volvía de una de las habitaciones en las que él había pulsado el botón de llamada.

­– ¿Dónde está tu compañero?

– No lo sé, he ido a dar un paseo y cuando he llegado no estaba.

Miró en el baño y al salir, continuó preguntando a Matías.

– ¿Dónde va a ir en su estado? ¿Y esto? – dijo viendo una bolsa que asomaba del armario. Lo abrió y vio tirada en él la ropa de enfermo de B. – ¿qué significa esto, Matías?

– ¿Eso? ¿qué es eso?

– Es la ropa de tu compañero. ¿Qué hace aquí?

Salió corriendo al pasillo, a hablar con el guardia de seguridad. Pero no lo encontró, pues estaba deambulando por los pasillos en busca de la inexistente ladrona del móvil (que sí existía y estaba en el bolso de la chica) de Marta. La enfermera cogió el teléfono apresuradamente.

– Cecilia, soy Ana. Aquí está pasando algo raro. No sé qué será, pero pásame con Seguridad.

– Aquí Seguridad, dígame.

– Oiga, llamo del ala C de la tercera planta. Había un guardia de seguridad aquí para vigilar a un  paciente, o para algo así. El caso es que ahora no están ni uno ni otro – dijo apresuradamente.

– ¿Cómo dice?, repítame todo más despacio.

– ¡Qué localicen a  Javier! – gritó la enfermera. Era el compañero suyo que estaba aquí.

– De acuerdo , no se preocupe. Ahora hablo con él y le digo que vaya para allí.

Javier llegó corriendo, con  poco resuello lógicamente, pues la formación física que le exigen a estos guardias es cero. Con que puedan caminar, levantar la porra, aporrear y sacar la pistola y manejar el walkie talkie ya es suficiente.

– No entiendo qué ha pasado, pero el enfermo que tenía que interrogar la policía ya no está – dijo la enfermera.

– ¿Cómo que no está? Si no podía levantarse de la cama. ¿Y para qué iba a largarse? ¿Vagabundo y cojo?

– Ya. Pues se ha quitado la ropa y ya no está en la habitación.

– Pero bueno, ¿qué tipo de médicos hay en este hospital? ¿no dijeron que este hombre no podía levantarse de la cama? – dijo yendo a la habitación, para detenerse a la mitad del pasillo – un momento, al final no vino ningún médico y fuiste tú la que dijiste a los policías que se fueran. ¿Qué coño es todo esto?

– ¿Qué va a ser todo esto? ¡Es el funcionamiento normal de un hospital!, ¿crees que los médicos van a venir a poner vendas o qué? Dije que llamasen a un médico, pero luego comprobé que no hacía falta. Lo de este paciente estaba claro. Si tanto te preocupaba haber estado vigilándole o haberle esposado a la cama, no te jode.

– ¿Vigilándole? – dijo caminando de nuevo hacia la habitación –  esa no era mi labor, simplemente tenía que estar aquí para que él no saliera, pero se supone que no tenía que salir, ni podía salir por su estado – se detuvo de nuevo – es como cuando te mandan vigilar un acto público que es posible amenaza de atentado terrorista. Si se produce un atentado no es culpa mía, o qué hago, ¿disparar a todo el mundo antes de que se produzca por si acaso? Casi nunca pasa nada, para que lo sepas. Pero este paciente estaba en cama e imposibilitado para salir de ella según vosotros.

Entró en la habitación y empezó a registrarlo todo, que era muy poco, por cierto.

– Caballero – le dijo a Matías – ¿dónde está su compañero?

– Ya se lo he dicho a la enfermera.

– ¡Pues ahora dígamelo a mí, coño! – gritó.

– No sé dónde está, cuando me fui a dar una vuelta estaba tendido en la cama, como siempre. Tampoco hace falta que se ponga así, yo no he hecho nada malo.

– ¿Nada malo? mire,  mejor cállese, que ya estoy hasta las pelotas de todo esto. Menuda mierda. Pablo, ¿me recibes? cambio – dijo por el walkie talkie –.

– Te recibo, cambio.

– Ha desaparecido un paciente indocumentado que tenía que interrogar mañana la policía. Vigilad todas las salidas. Es un varón de metro setenta y pico, complexión normal y va en muletas, con una pierna escayolada y la cabeza vendada. Detened a todos los que coincidan con esa descripción. Cambio.

– No sabía nada de que tuviéramos que vigilar a ningún interno. Cambio.

– Ya, es complicado. No teníamos que vigilarlo. En principio era un paciente indocumentado más y sólo teníamos que estar cerca para controlar la situación hasta que volviera la policía. ¡El puto protocolo! No era ningún delincuente y no pensábamos que fuera a huir. No sé qué coño ha ocurrido, pero tenemos que encontrarlo si es que todavía sigue en el hospital. Cambio.

– Joder, menudo marrón. Lo que nos faltaba después de que se nos escapara el ladrón. Cambio.

– Pues por eso mismo no hay que joderla ahora. Poneos manos a la obra. Cambio y corto.

– Pero por qué buscan a Carlos, ¿qué ha hecho? – preguntó Matías.

– Nada, o yo qué sé. Pero tenía que estar aquí mañana cuando llegara la policía.

– ¿Entonces por qué no lo estaban vigilando?

– Porque no es un delincuente.

– ¿Entonces por qué quiere hablar con él la policía?

– ¡Y yo qué coño sé! Lo único cierto es que se ha escapado, aquí está su ropa de enfermo. ¿Por qué se habrá ido?. ¡Nadie nos dijo que había peligro de fuga! Además, estaba casi inmovilizado en cama y con la pierna escayolada, no entiendo nada. Pero como resulte ser un delincuente el marrón nos lo vamos a comer nosotros y no la policía. Como no lo encontremos se nos va a caer el pelo. No entiendo nada. Y como usted me esté ocultando algo va a tener un serio problema – dijo señalando a Matías – qué todo esto me huele fatal y no me creo nada de lo que dice.

– El problema lo tendrán ustedes por haberme metido a un peligroso delincuente en la habitación. ¡Mañana mismo llamo a mi abogado!

B seguía cerca de la puerta principal. Vio al guardia hablar por el walkie talkie y poner gesto de nerviosismo y empezar a mirar hacia todas partes, sin dejar de hablar por el aparato.

– Algo no va bien – se dijo B entrando al cuarto de baño, el mismo en el que conoció a Donato. Se miró en el espejo. La venda de la cabeza estaba totalmente tapada por la gorra y la escayola casi no se notaba en el ancho pantalón. Las muletas era lo único que le delataban como enfermo, pero sin ellas no podía caminar. O no debía caminar.  Decidió dejarlas, para no levantar sospechas. Caminaría con muchos problemas y dolores, pero no le quedaba otra si no quería ser detenido por los guardias. Un cojo es menos sospechoso. Era el momento de apretar los dientes y tirar para adelante sin contemplaciones.  Después de todo lo que le había ocurrido merecía la pena este esfuerzo final.

Salió del baño sin las muletas, apoyándose en los pasamanos de la pared y aguantando el dolor que cada paso le producía. Iba en busca de la salida clandestina que le enseñó Donato hace semanas y por la que logró escapar la otra vez. No estaba muy lejos del baño y no se veía desde la entrada principal, claro. Su único temor era encontrarse con algún guardia de seguridad por ese corto pero, en su estado, largo camino. Llegó a la puerta clandestina sin problemas.

– ¡Bien! – gritó sin darse cuenta.

Pero esta vez estaba cerrada con cadena y candado.

– ¡Maldita sea! Si Donato ha dicho hace una hora que estaba abierta. ¿Ahora qué hago? ¿Pero qué le he hecho yo a este hospital? Está vivo y parece que va a por mí el muy hijo de puta – exclamo sollozando.

– Tranquilo, muchacho, lo tengo todo estudiado – dijo Donato saliendo de un rincón oscuro.

– ¡Joder! – exclamó B asustado.

– No se preocupe, todo va según lo planeado.

– ¡Qué susto me has dado! ¿planeado? ¿qué significa todo esto? ¿estás aliado con los seguratas?

– Qué va muchacho, que va. Baja la voz, no vayamos a joderla al final.

– ¿Joderla dices? – dijo B tirando fuertemente de la cadena de la puerta clandestina – ¿y esto que es entonces?

– Naderías, no te preocupes, lo tenía todo previsto.

– ¿Sabías lo de la puerta?

– Claro.

– Entonces estás con ellos, eres parte de este maldito hospital.

– No. Entiendo tu confusión, pero tenía que hacer así las cosas. ¿Hubieras escapado de la habitación sabiendo que esta salida estaba cerrada?

– Claro que no.

– Entonces espero que entiendas el por qué tuve que mentirte.

– No lo entiendo, me has llevado a la boca del lobo. Culpa mía por confiar en un perfecto desconocido como tú.

– Un desconocido que ya te sacó de aquí una vez sin preguntarte el por qué. ¿Vas a dudar ahora de mí?

– Ya no sé qué pensar. Todo esto me supera.

– Pues confía en mí y dentro de nada estarás ahí afuera disfrutando otra vez de la libertad. Lo vamos a conseguir. Haz lo que yo te diga. Sólo dime donde has dejado las muletas y te sacaré de aquí ahora mismo.

B decidió calmarse y actuar de inmediato, pues todavía había tránsito en la salida principal. No podía ir a otra salida en sus circunstancias. Intuía que le estaban buscando, y sin las muletas no lo identificarían, si lograba disimular la cojera, a parte del plan que tuviera Donato, en el cual no confiaba ya.

– Déjame en paz – le dijo – no te pongas en mi camino, saldré solo.

– Dime donde están las muletas o no podrás salir.

– En el baño. Te repito que me dejes en paz, ya no confío en ti.

La pierna le dolía horrores, pero aún así enfiló decidido el camino hacia la puerta, caminando junto a otras personas que salían. Logró volver a disimular algo la cojera, soportando un dolor atroz, y caminar bastante erguido aunque sin poder articular una pierna. 

– Muchacho – dijo Donato sujetando las muletas – no te pares, pase lo que pase no te detengas. – le guiñó un ojo, se apoyó en las muletas y doblo una pierna. Luego te devuelvo las muletas, en la calle.

B dudó unos segundos pero decidió seguir adelante. ¿Qué más podía pasarle?, ¿qué le detuvieran?. Con eso ya contaba si no se hubiera escapado de la habitación.  Tenía que arriesgarse.

– ¡Guardias, guardias! –gritó Donato – Esto es un escándalo, exijo que llamen a la policía inmediatamente.

B sintió un escalofrío por todo el cuerpo: “¿Donato le estaba denunciando?” No pudo evitar detenerse. Si él le traicionaba todo su mundo se vendría abajo definitivamente.

– Aquel Señor , aquel individuo más bien – dijo Donato señalando a los ascensores – lleva varios días amenazándome. No voy a tolerarlo más, deténganle ahora mismo.

Donato se refería al viejo chiflado con fuerte olor a alcohol y tabaco que B se había encontrado dos veces en las puertas de los ascensores principales de la planta baja. El viejo,  oyendo las acusaciones de Donato, no dudó en entrar al trapo como era de esperar. Y fue hacia la puerta de entrada.

­– ¿Tiene algún problema conmigo? – le gritó a Donado.

– Alguno no, ¡todos!. Es usted un impresentable y un payaso total.

– Señores, por favor, dejen de armar escándalo – dijo el guardia sin dejar de mirar a todas partes para seguir son su misión de interceptar a las personas que coincidieran con la descripción de B.

– ¿Escándalo? – gritó Donato fingiendo enfado – ¡El escándalo es que usted permita este tipo de comportamiento!

– ¿Qué he hecho yo de malo? – dijo el anciano de fuerte olor a alcohol y tabaco – ¡Yo sólo defiendo los intereses del paciente! – gritó girándose hacia los ascensores – ¡y les digo a todos que este lugar es un centro de exterminio silencioso!

– García ¿me recibes? , cambio. – dijo el guardia por el walkie talkie.

– Usted es un grosero y un imbécil – le dijo Donato al anciano.

– ¿Cómo se atreve? – dijo el anciano.

Donato le hizo un gesto con la cabeza a B de que fuera rápidamente hacia la puerta de salida. B, todavía atónito por la escena, reaccionó automáticamente. Comprendió que Donato conocía perfectamente al anciano y que sabía que sería fácilmente provocado, y como siempre estaba en ese mismo lugar ya desde el principio supo que podría armar un jaleo con él para facilitar la salida de B. En cualquier caso, mientras avanzaba confundido entre la gente que salía, algunos de los cuales se arremolinaban en el lugar del conflicto, no dudó en otorgar al anciano el valor de oráculo. Todo lo que le había dicho se había convertido en realidad.

– Te recibo, Francis. Cambio. Señores por favor cálmense, y ustedes hagan el favor de no detenerse, sigan su camino – dijo a un grupo de personas que se habían arremolinado a contemplar la escena – Oye, baja a la puerta de salida. Se ha montado un altercado y necesito refuerzos para controlar la salida de la gente. Cambio y corto.

– ¡Usted si que es un problema para los pacientes! – siguió Donato.

– ¿Yo un problema? Le voy a enseñar quien soy yo, faltaría más – gritó amenazándole con el puño en alto.

  – ¡Venga!, atrévase a tocarme, imbécil.

­– ¡Señores, ya está bien! – gritó el guardia situándose entre los dos.

– Si no le da usted con la porra lo haré yo con la muleta – dijo Donato blandiendo la muleta amenazante.

– Deje eso en el suelo, caballero, y salga de aquí ahora mismo – pidió el guardia.

– ¡Se va a comer la muleta! – amenazó el anciano yendo hacia Donato.

B había aprovechado para acercarse a las salida y cuando pasó junto al segurata notó que la pierna sana le temblaba, pero aún así logró salir ya que el plan de Donato había salido a la perfección y el guardia estaba tratando de reducir al anciano y de calmar a Donato, que se quejaba del hecho y gritaba indignado. Este revuelo le vino estupendamente a B para salir del hospital. Una vez fuera, el dolor de la pierna era insoportable. Ya no podía dar ni un paso más, necesitaba unas muletas inmediatamente. Se aferró a una farola. Aguantaría apoyado en ella, a pie de carretera, y pararía el primer taxi que pasara. No podía caminar más en esas condiciones. Pero un grito que le llegó del hospital hizo que siguiera moviéndose.

El anciano seguía iracundo. Así que intentó salir del hospital, entre amenazas de que ya volvería armado para vengarse del maltrato que había sufrido, ante lo cual el guardia le agarró, inmovilizándole y amenazándole con que si no colaboraba le esposaría. Pareció calmarse y el guardia le soltó, ante lo cual el anciano, sin dudarlo dos veces, le propinó un garrotazo en la cabeza al guardia y salió apresurado del hospital, momento en el que el guardia que acaba de llegar y ver lo ocurrido, gritó: “¡Alto ahí, no de un paso más!”

B interpretó esto como dirigido a él y mirando para atrás vio al guardia corriendo hacia él, porra en mano, pero sin percatarse del anciano que pasó como un rayo junto a él. B no dudó un segundo en salir de allí, aunque fuera a rastras. Le había costado horrores escaparse del hospital y no pensaba dejarse atrapar para volver a ser metido en él. Y como el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, B no iba a ser menos animal que el resto. Salió despavorido cruzando la avenida sin mirar, como le pasó la primera vez, y fue arrollado brutalmente por una furgoneta. Marta, que acababa de llegar a la puerta de salida vio el accidente y corrió hacia allí.

B yacía ensangrentado en la carretera. El conductor de la furgoneta estaba junto a el, asustado. El guardia de seguridad había dejado escapar al anciano para atender a B.

– Ha salido de repente, no le he visto. Por Dios santo…

– Tranquilo caballero, lo he visto todo – dijo en agente mientras cogía el walkie talkie e informaba de lo ocurrido.

– ¡B, Dios mío, B! – gritó Marta entre lágrimas.

– Señora, no se acerque más – inquirió el segurata.

Dos enfermeros salieron rápidamente y, tras tomarle el pulso a B, certificaron su muerte.

– No lo entiendo – gimoteó el conductor de la furgoneta muy afectado por lo ocurrido – ¿por qué ha salido así de repente por el medio de la avenida?

– Vaya usted a saber, caballero. Hay gente muy loca ­­– dijo el vigilante de seguridad – aparte la furgoneta, por favor. Y usted, señora, no toque el cuerpo.

FIN

¡Qué paren el mundo…!(novela corta)

Posted in LITERATURA, Novela on julio 7, 2008 by César Bakken Tristán

 

CESAR BAKKEN TRISTÁN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“Qué paren el mundo…”

 

 

 

 

 

 

 

   “Es triste, pero la gente está dispuesta a hacer cualquier cosa por dinero, lo que sea, incluso trabajar”

CESAR BAKKEN TRISTÁN

 

 

 

 

 

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Este libro se escribió en Madrid, entre abril y mayo de 2002.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  Roberto es una persona aparentemente normal, no destaca especialmente por nada y puede pasar desapercibido en casi cualquier ambiente y circunstancia. Responde al típico perfil del psicópata o del terrorista (si es que alguien quiere hacer esta distinción), pues es una persona amable y que puede pasar años y años viviendo en sociedad sin dar muestra de su verdadera naturaleza ni de sus intenciones.

     El caso es que Roberto no es ningún tipo de asesino, sino algo mucho peor todavía: es una de esas  personas que llevan la cabeza para algo más que sujetar la gorra (aunque al llevar él una gorra a veces, podría contentarse con esto). El resultado de tamaña afición – la cual debería estar catalogada dentro de los vicios sociales a perseguir-  fue la huída de Madrid  que ,meses después de los episodios de comedia nacional que se van a relatar a continuación, se vio obligado a realizar al grito de “ ¡Qué paren el mundo, que me bajo!”. Y es que vivir en una gran urbe como Madrid tiene estas cosas: si  lo tomas en serio te mueres y si  lo tomas en broma te matan, por lo que a él, que se lo tomo a ratos en serio y a ratos en broma, le desterraron.

     Desde hacía muchos, pero muchos años, Roberto se había dado cuenta de que con la muerte de los Reyes Magos de Oriente (que ahora él no sabría decir  si no tienen algo que ver con una cosa que la gente llama “la guerra en Oriente Próximo” y que, a juzgar por el tiempo que lleva produciéndose va a resultar un clásico todavía mayor y mejor que el Barça- Real Madrid) esto de la vida iba en serio, y que si quería conseguir la jodida nave espacial de los Famóbil, tenía que currárselo personalmente. Es por esto que empezó a comportarse de una forma extraña, casi enfermiza, pues se interesó por el tema trabajo. Lógicamente no empezó a trabajar a la temprana edad  en que se enteró de que sus padres eran los Reyes, pues lo único bueno que tiene Madrid es que hasta los dieciséis años nadie tiene derecho a explotarte. Ahora se pregunta si los millones de niños que curran de esclavos en el mundo se habrán comprado antes que él la jodida nave de los Famóbil. En cualquier caso a él también le costó un esfuerzo comparable  al del puñado de estos niños que cosen zapatillas “Nike” conseguir su apreciado regalo, y los de años sucesivos, pues si bien no trabajaba, si tenía que trabajarse a sus padres y esto, señores, puede resultar más arduo incluso que estar doce horas picando.

     Tras este infantil periodo de engaños, camelos, subterfugios y veleidades múltiples pasó a una etapa todavía más extraña: su incorporación al mundo laboral. Fueron unos meses muy bonitos aquellos en los que, animado ante las perspectivas inmediatas de independencia económica, empezó a repartir propaganda de una agencia de viajes junto a unos colegas  por una peseta y media el papel (buen convenio el que se montaron, porque diez años después de esto pagan la mitad de esta cantidad, hecha incluso la proporción lógica del cambio del valor del dinero). Aquello parecía El Dorado, pues  en 1991, con dieciséis años, ganar tres mil pesetas al día era todo un lujo. Y gastarlas era ya la de Dios, pues esa sensación de quemar la pasta que se tiene en esas situaciones no se repite más en la vida. Él y sus colegas se gastaban a diario lo que ganaban, en juergas y demás y es que, amigo lector, en verano y con esa edad es insospechable la cantidad de cerveza que se puede llegar a beber y la cantidad de raciones que puede llegar a comer. El caso es que al par de semanas de estar llevando “el papeleo” de la agencia de viajes se dio cuenta de que esto del trabajo está bien por el tema retribución que recibes a cambio, pero que está todavía mejor si no te pateas medio Madrid para conseguirlo y engordar la cuenta corriente de tu estulto jefe (porque no sé como se las apañan pero todos, todos los jefes, son siempre gilipollas), por lo que decidió dejar de repartir propaganda aunque no dejar el trabajo. Durante un par de semanas más siguieron trabajando tirando absolutamente todo el papel que les daban, hasta que el jefe comprendió que o bien la campaña o bien el reparto no funcionaba, pues no llamaba nadie a su Agencia.

     Este fue el pistoletazo de salida a unos años de continuos y variopintos trabajos los cuales, si se agitan  con un poco de estudios, un grupo de amigos, un poco de fútbol, libros y cosas así, dan por resultado una vida; la de Roberto. A fin de no aburrir al lector y de no hacer una especie de interminable glosario laboral que , aunque aleccionador y divertido, nos apartaría del principal argumento de esta obra, se dará un gran salto en el tiempo, una elipsis que dirían los “todólogos”  ( todólogo: persona que opina sobre todo y  a todas horas en los programas de televisión o radio y que , por norma general, no tiene ni puta idea de lo que está diciendo)   y nos situaremos directamente en este último año, en el 2002, donde la experiencia acumulada a lo largo de su vida  condenó a Roberto al destierro, como al Cid en su día. Y hablando de Rodrigo Díaz De Vivar, es curioso como si ahora paras a cualquier mocoso por la calle (los mocosos ahora llegan a tener hasta treinta años, ojo) y le preguntas quien es “El Matamoros” te responden que es un tipo calvo que sale por la tele y dice cosas muy guais a la peña, insultando a toda la basca y metiéndose con todo dios. Ya si le comentas que te estas refiriendo al Cid Campeador, una de dos: o te pegan una hostia o los más mayores te dicen si tiene algo que ver con la movida “acid house” de hace unos años.

     Fue allá por febrero cuando se acabó la buena vida para el chaval, pues tras haber consumido el milagro del subsidio por desempleo tuvo de nuevo que plantearse el tema de trabajar para comprarse la nueva nave de los Famóbil, que en este caso adoptaba la forma de  segundo plazo de la matrícula de la universidad y de visita obligada al dentista, la primera en su vida, por lo que tenía que dejarse una pasta.  Es por esto que un día se decidió y miró el periódico para buscar una oferta de empleo acorde con su perfil.  Lo bueno de la búsqueda de trabajo es que te va abriendo cada vez un mayor margen de posibilidades, y compruebas como el excelente sistema en el que vivimos ha conseguido convertirte en una especie de todo terreno humano capaz de desempeñar cualquier tipo de trabajo. Esta es la lectura positiva, claro, pues la negativa (la real) es que encontrar un trabajo medio digno es algo casi imposible y al final vas bajando el listón de tus expectativas hasta que acabas por enterrarlo dos metros bajo tierra y empiezas a llamar a todo lugar donde te ofrezcan empleo.

 Como lo que él pretendía era trabajar sólo unos cuantos meses hasta que llegara el verano, tampoco le preocupaba en exceso el tema, pues en hostelería siempre puedes encontrar un buen trabajo de esclavo para ese periodo. ¡Ay!, bendita inocencia, esto ya no es tan malo como antaño, ahora es mucho peor: se pasó un mes entero dando vueltas por Madrid sin encontrar ningún tipo de empleo.

     El primer día que hojeó el periódico estaba lleno de ilusión y de expectativas, permitiéndose incluso el lujo de  marcar con un bolígrafo las ofertas que más le interesaban. ¿Se da cuenta el lector de lo que esto significa?, rechazaba empleos así como así, sin darse importancia. Que veía que un anuncio  para trabajar de esclavo le pillaba a dos horas de su casa, el tío lo descartaba. Que veía que otro trabajo era pagado todavía peor que la media, el tío también lo rechazaba. Claro, conforme fueron pasando los días empezó lo del listón antes comentado.

     A la hora de buscar trabajo en hostelería hay que tener mucho cuidado, pues todos los puestos que te ofrecen son un “engaña-bobos” y al final acabas o bien limpiando vomitonas y mesas  como si hubieras nacido con el don o bien pudriéndote en una maloliente cocina junto a un cocinero/a alcohólico/a  y gordo/a como él/ella  solo/a. El caso es que cuando realizó su primera llamada laboral todavía mantenía intacta su auto impuesta creencia en la bondad humana. Durante su primera tanda de llamadas logró concertar cinco entrevistas para esa misma mañana. A lo mejor el lector se pregunta que cómo se puede tener la entrevista el mismo día que se llama y por la mañana. La respuesta es sencilla: el periódico tienes que comprarlo a las ocho de la mañana, realizar tus llamadas hasta las diez  y correr a toda hostia a las mismas para que no se te adelanten los otros doscientos tipos que han hecho lo mismo que tú.

     Menos mal que en Madrid hay una cosa que se llama metro, y que te lleva a todas partes en un periquete. Y lo tenemos desde tiempos inmemorables, haya cuando los bigotes de Alfonso XIII  todavía eran recortados semanalmente.  Claro, lo que el borbón no sabe es que el bribón que es ahora el máximo responsable de esto  pasa olímpicamente de asumir que la ciudad se ha quedado pequeña y que el metro, como parte de la ciudad, también, por lo que vayas a la hora que vayas siempre está atestado de gente. Osaka, así debería llamarse el metro de Madrid.

     Pues lo dicho, que esa mañana, casi sin perder tiempo en desayunar, Roberto se fue como alma que lleva el diablo hacia la búsqueda de empleo. Como siempre tuvo que sortear la vigilancia de los esbirros del sistema (guardias jurados y revisores) que se empeñan en que pague un billete para viajar en el transporte público construido y mantenido con el dinero de sus impuestos. Menos mal que él ha  asumido que si no te gusta el sistema no puedes financiarlo, por lo que siempre se cuela en el transporte público, siempre que se puede, pues cuando hay un par de jurados encefalograma ya no plano, sino declinado, que son capaces de matarte a hostias si ven que te cuelas, es mejor pagar y conservar el tipo. Afortunadamente los jurados no aparecen casi nunca si sabes elegir los sitios adecuados. El viaje en  tren de cercanías hasta Atocha es bastante tranquilo, pues desde hace más de medio año no asoma por los vagones nada parecido a un revisor, ya  que los gerifaltes de la RENFE se han dado cuenta de que gastan más en sueldos que en lo que estos esbirros recaudan multando a la tropa. Ahora los ha reciclado no se sabe muy bien dónde,  obligándoles en ocasiones a hacer las veces de guardia jurado en los tornos de entrada / salida de las estaciones. Roberto le preguntó un día a uno de estos que si se daba la circunstancia de que un tío se colaba ante sus narices que qúe coño iban a hacer ellos, ¿perseguirle y arrearle un mamporro con el “corta billetes”?. La respuesta del revisor fue tan lacónica como sincera: no hacemos nada. Obviamente Roberto le dio las gracias y se despidió de él para acto seguido saltar, delante de sus narices,  por encima de uno de los tornos de entrada.

     El caso es que en Atocha parece que han invertido más dinero que nunca en esbirros jurados, pues cada vez es más difícil salir forzando los tornos, ya que suele haber varios guardias vigilando desde fuera. El caso es que como en España una de cada tres personas es absolutamente gilipollas, de los veinte jurados que hay en todo momento pululando por los tornos de la estación siempre te toca alguno de ese grupo, y como quiera que en profesiones como estas basadas en aporrear a la gente y empuñar una pistola la media aumenta  a dos y media de cada tres, casi siempre tienes como vigilante a un pobre tonto sin baba  que ni aunque enciendas una bengala se va a dar cuenta de que te estas colando. En cualquier caso para los días que hacen redadas a las salidas y se colocan siete personas en cada una (ya da igual que sean gipipollas o no, pues siete cerebros abotagados forman uno normal más que de sobra) tienes la opción de ahorrarte la paliza  y/o la multa saliendo por la parte centrar del hall, por las taquillas que casi siempre están abiertas. Mejor todavía, sales sin forzar la salida y nadie te dice nada. Es de locos, de verdad.  Pero hay un día al mes en el que esta salida está cerrada y sólo te abren si enseñas el billete. Para este día en el que no se puede forzar la salida al estar sitiada por los tontos de la porra y en el que la salida de la taquilla está cerrada, la solución es tan simple como pedir un billete en la ventanilla, sin recargo alguno, pagar lo que hubieras pagado en el origen del viaje y salir tranquilamente sonriendo a los jurados. Es de locos pues encima hay un cartel en la taquilla que dice que los viajeros que no tengan billete deberán abonar, para salir de la estación, la cantidad resultante de multiplicar el precio de tu billete por diez, mas la edad del padre del taquillero y la última cifra del número premiado en los ciegos del día anterior. En definitiva: un pastón. Pero claro, tú le dices al de la taquilla que vas a cierto sitio, él se cree que estas haciendo trasbordo y sales por la puerta con la sonrisa  antes comentada y habiendo pagado tan sólo un euro.

     Roberto coge luego el metro, que te lleva al centro de Madrid en siete minutos. La operación de colarse es todavía más fácil que en la RENFE, pues en Atocha hay dos accesos a Osaka  y aunque haya trescientos jurados siempre se ponen en la entrada de abajo, como si fueran las Termópilas, y en la parte de la derecha de las taquillas, la grande. Tienes la opción de colarte por la entrada de abajo por la parte de la izquierda y si no quieres arriesgarte lo más mínimo pasas por la entrada de arriba, con la única censura del taquillero medio borracho que si a caso te ve saltando o forzando la puerta de salida para entrar no va a decir nada a nadie, ni siquiera a su cerebro, que en ese momento estará seguramente hablando con alguien, pues los empleado de las taquillas siempre están tirando de teléfono. Podrían aprovechar esto y montarse algún tipo de 906 para sacar un sobresueldo.

     La primera entrevista era en un bar de Montera, casi esquina con Gran Vía. Trabajar rodeado entre mujeres es algo que no le importaría hacer a ningún hombre, pero si se trata de putas y travestis drogadictas acompañados de sus delincuentes chulos la cosa cambia. En cualquier caso no había que descartar la primera oferta así como así.  Roberto llegó  a la entrevista a la hora convenida.  Era un bar pequeño situado frente al Mac Pato Donal de Montera con Gran Vía.  Un único camarero,  igualito a Brutus, el de Popeye, estaba atareado detrás de la barra. Roberto tenía la esperanza de que ese no fuera el elemento que tenía que hacerle la entrevista, pues lucía pinta de ser el puto amo de toda la calle (para los lectores de fuera de Madrid hay que recordar que Montera es la calle de las prostitutas y la droga por antonomasia).

 

                    Hola, venía por la oferta de trabajo – dijo el chaval arrepintiéndose de cada palabra que iba diciendo.

                    Sí, es aquí – gruñó la bestia humana- Estoy buscando a alguien que se encargue del bar él solo, para cerrarlo y todo. Alguien con experiencia. ¿Tú ties?

                    No, la verdad es que como encargado no, sólo de ayudante – contestó el chaval aliviado de que no cumpliera el perfil.

                    De toas formas puedo enseñarte el manejo del bar en unos días y yastá – gruñó de nuevo.

                    No, creo que me viene grande – dijo  Roberto subiendo la voz porque había un par de putas  en el local discutiendo con un proxeneta.- Gracias.

 

 Salió de allí rápidamente, pues aunque el trabajo era sencillo de  realizar, no le seducía en absoluto hacerlo en un lugar  del Salvaje Oeste, con una recortada debajo de la barra, echando a los que organizaran las broncas diarias  y apuntando a las putas las bebidas que tomaran. No, no hay que entrar voluntariamente en las cloacas de la vida, ahí solo se puede llegar por  equivocación o por desesperación absoluta.

     La siguiente entrevista era en un bar cercano situado en la Palaza del Carmen, uno de los múltiples “Cambrinus” que hay en Madrid. Roberto sabe perfectamente que no hay que tomarse nada en las franquicias, pues son establecimientos de fast food   disfrazados de lugar típico. Son garitos para guiris y, hasta que se demuestre lo contrario, él no es un guiri en Madrid. Pero como sólo quería trabajar y no consumir nada, pues era una opción  tan  válida como cualquier otra. Por teléfono le habían dicho que tenía que estar antes de las dos, por lo que llegaba con dos horas de cuello.  Preguntó al primer tipo que vio detrás de la barra, el cual le dijo que esperara a que consultara con otro que debía de ser su superior. Apareció el segundo en escena y Roberto le repitió el motivo de su visita. Este le dijo que esperara y que hablara mejor con un tercero, el cual apareció al rato ante el chaval. Volvió a repetir lo mismo dicho a los otros dos y éste le contestó que tenía que venir a partir de las dos, que es cuando estaría el encargado. “Pero si me han dicho que viniera antes de las dos” “Me extraña, pues el encargado nunca está aquí por las mañanas” Resignación.

     Acordó en que volvería luego y se fue a la tercera entrevista. Tenía que coger el metro pues esta vez debía ir hasta Nuevos Ministerios. Se coló en sol, el lugar más fácil para hacerlo pues tiene una entrada, la del oso y el madroño que nunca está vigilada en una de sus partes. No te ven ni los de la pecera. Esta vez el bar era uno de estos para pijos, muy emperifollado, caro y de comida minimalista. Nada más entrar le mosqueó el hecho de que todo el personal fuera latinoamericano. No es que tenga nada en contra de esta gentuza, no en serio, no es que tenga nada en contra de esta gente, al contrario, él tiene amigos sudamericanos y centroamericanos. El problema es que esta es mano de obra barata, por lo que el puto empresario le quería explotar a base de bien. Para los latinos americanos está muy bien el trabajo, ya que al cambio con la moneda de su país les sale rentable (como a los españoles que van a algunos países europeos o a Norteamérica), pero para un españolito la cosa no cuadra en absoluto. Efectivamente, el jefe, más madrileño que Pichi le dijo las condiciones. Básicamente eran estas: Trabajar como una mula seis días a la semana y cobrar como la misma mula, pues ¿qué gastos puede tener una mula? Ni que decir tiene que descartó el trabajo, pues las bridas nunca han hecho juego con  sus bonitos ojos.

     La cuarta entrevista era en la calle Orense, en una oficina que lleva varios restaurantes. Se repitió lo mismo de antes, se empeñaban en ponerle  las orejas de burro. Serían ya cerca de las dos cuando regresó al Cambrinus para entrevistarse con el encargado. Creía que iban a recibirle sin problemas, pero volvió a repetirse la misma jugada de por la mañana,  tuvo que hablar con tres personas distintas para al final recibir la misma respuesta: “el encargado viene a partir de las seis”. Comoquiera que tenía una quinta entrevista por la tarde decidió no perder la calma y regresar al local a partir de las seis. Fue a su nueva entrevista, esta vez en Cuzco. Otra vez el metro y otra vez le empezaron a cantar aquello de Peret del “borriquito como tú, tururú…”  a coro entre una plantilla de latinoamericanos explotados.  Se fue a comer a un bar, de menú, que seis euros no van a ninguna parte y a la hora de comer hay que hacerlo sentado y caliente (aunque el gran Leonardo dijera que siempre que se comiera había que hacerlo de pie, por salud)

 A las seis, como un reloj, ya estaba de vuelta en la plaza del Carmen. Y de nuevo el carrusel de los tres pazguatos y la nueva mala: el encargado acaba de marcharse, volverá a las ocho”. Esto era ya para mear y no echar gota. Paciencia, que es la madre de la ciencia, y ponerse a trabajar de pinche en este restaurante parecía una labor muy científica, así que a esperar un par de horas más que nada en esta vida es fácil. Lo malo es que cuando las cosas sencillas se complican por la incompetencia de unos pocos la situación empieza a ser cabreante, que era exactamente lo que estaba ocurriendo en este caso. Roberto estuvo dando vueltas por Madrid, menos mal que por lo menos la zona en la que estaba es la mas bonita de la capital española y dos horas pasan voladas yendo del Palacio Real al museo del Prado. A las ocho, por fin, oyó de boca de un camarero que sí, que el encargado estaba ya  en el bar.  Permaneció apoyado en una columna esperando la aparición del jefe. Pero fueron pasando los minutos, hasta que pasó un cuarto de hora y allí no aparecía nadie. Le preguntó a una camarera, pues la incompetencia de los hombres había quedado demostrada a lo largo del día. Esta le dijo que iba a bajar a avisar al encargado que estaba  en la oficina del sótano. Al rato volvió la chica y dijo que ya se lo había dicho.  Pero pasó otro cuarto de hora ante lo cual Roberto empezó a cabrearse seriamente con Cambrinus y toda su familia. La chica, única persona coherente del lugar, le preguntó que si todavía no le habían recibido. Bajó de nuevo a la oficina a apremiar al jefe, prometiéndole a su regreso que éste ya subía a recibirle. El permaneció en su columna, cuando de repente llegó un tío con pinta de gilipollas y flipado que se puso a hablar con una tía buena que estaba justo al lado de Roberto.  El chaval  adivinó enseguida que ese era el encargado, pues cumplía todos los requisitos: no le había ni saludado, sabiendo perfectamente que él era el de la entrevista, empezó a vacilar con la tía buena y a mostrar su prepotencia diciendo a los camareros que no le cobraran nada a ella y dándoles un par de órdenes estúpidas para demostrar que él era quien partía el bacalao ahí dentro.   Y así estuvieron otros diez minutos, espalda con espalda sin que el gilipollas le hiciera el menor caso. Roberto ya iba a darle un toque al tío cuando éste se volvió y le dijo que esperara un segundo, que ahora mismo le atendía. Lo que hay que aguantar, otros diez minutos esperando. Cuando por fin pudo hablar con el encargado la entrevista duró exactamente un minuto. Se limitó a decirle que ya habían cogido a gente para los dos puestos que había libres y que, no obstante, tomaría sus datos en una agenda por si acaso. Y encima le dio la mano. Roberto tuvo la tentación de según le daba la mano derecha, sujetarle fuerte para que no se escapara y darle una buena hostia con la izquierda. El problema es que él no es zurdo  y no le pegaría como se merecía, por lo que decidió dejar la cosa como estaba. ¿Cómo se puede ser tan cabrón para tener a alguien dando vueltas por Madrid todo el día para nada? ¿Qué sistema jerárquico tan estúpido hay en estos sitios que  un simple camarero no es capaz de informar de si el puesto vacante sigue o no libre? Resulta que en esta franquicia, como en todas, cada empleado tiene un rango, aunque cobran todos casi igual de poco, pero lo que importa aquí es el rollito del poder. El primer camarero con el que habló el chaval era la última mierda del lugar, por lo que no estaba autorizado a decir a nadie si había o no trabajo y debía derivar a otro camarero, su superior, cualquier tema que no fuera servir una caña. Este segundo tipo es el encargado de la barra y puede decidir en el tema tapas a poner, pero lo que es información laboral nada de nada., por lo que tampoco le informó al chaval de que ya no había trabajo. Tenía que consultar con un tercero que era el encargado de la cocina y de las mesas,  el cual tampoco tenía esta competencia. El caso es que todos sabían que no había trabajo y le habían hecho volver al chaval una y otra vez para nada.  Y al final, cuando por fin se digna a aparecer el jefe de todo el circo, resulta que le hace esperar otra hora para despacharle en un minuto diciéndole lo que ya sabían todos los putos lacayos vestidos de blanco.¿Estamos todos locos? Menuda secta.¿Cómo ponerse a trabajar en un lugar así?

      Volvió a su casa con el rabo entre las piernas. La vida acababa de sorprenderle negativamente de nuevo.

     A la mañana siguiente volvió a comprar el periódico, comprobando como los anuncios eran básicamente los mismos. Esta vez seleccionó otros que había descartado el día anterior. Ya por teléfono desechó por lo menos cinco y se quedó al final con  tres que demandaban un  esclavo normal, sin latigazos ni nada.  La primera entrevista era en la Ciudad Universitaria, en  la cocina de un colegio mayor. Por lo menos tenía el aliciente de que en estos colegios hay mucho cachondeo y puedes ligar fácilmente con alguna de las inquilinas. Pues bien, la primera en la frente, el sitio era sólo de nabos.  Es igual, no tenía que desesperarse, pues él quería encontrar trabajo y no novia. La oferta que le hicieron era, como decirlo para que el lector lo entienda… ¡para meter de hostias al jefe de personal!. Y encima tenía la desfachatez el tío de decir que era un buen trabajo, con sus vacaciones y todo. La oferta era esta: trabajar ocho horas en turno partido, es decir, de  nueve a una  y de seis a diez, cinco días a la semana (trabajando siempre el fin de semana). Le iban a pagar unos seiscientos cincuenta euros al mes , es decir, ni siquiera cinco a la hora. Eso sí, le daban de comer, todo un detalle. Recapitulando, tenía que levantarse todos los días a las siete  y llegaría a su casa a las once pasadas, luego viviría en el colegio mayor por seiscientos cincuenta euros al mes. Y encima el trabajo no era seguro, pues había otros candidatos apuntados. ¡Tuvo encima que darle las gracias al negrero, pues necesitaba el trabajo y hasta debería estudiar semejante oferta! Y eso es totalmente legal, pues así está el convenio de hostelería. O sea, que los sindicatos, defensores a ultranza del trabajador, han firmado este tipo de esclavismo con la patronal ,todo esto bajo el auspicio de un gobierno a cuyo frente hay un tipo con bigote que tiene una mujer que una vez dijo, a lo M.L. King: “He tenido un sueño, soñé con el pleno empleo” . No diré al lector la opinión que Roberto tiene de esta señora, de su marido, de los sindicatos y de los convenios, para evitar verme salpicado por las demandas legales de todos ellos si algún día leen este libro, que espero sea el mismo día en que se seque el Pacífico.

     La segunda entrevista era en norte de Madrid, metro Tetuán. Nada más entrar en el local de la entrevista no le dio buena espina, pues era una oficina extrañamente decorada y con siete relojes colgados en la pared que indicaban la hora en siete capitales distintas del mundo. Y efectivamente, como decía el  anuncio ese del desodorante, “la primera impresión es la que queda” , pues cuando salió de la entrevista sabía que no iba a trabajar con semejantes tarados. Nada más entrar a su entrevista, lo primero que le preguntó el entrevistador fue: “¿sabes que es la biología?” El se quedó a cuadros, claro. Contestó lo primero que se le ocurrió y le preguntó que a qué venía esa pregunta, que si no se trataba de trabajar de camarero. “Si – siguió el tipo- pero es que nosotros somos una empresa que nos dedicamos a la alimentación biológica. Todo lo que servimos es “bio” y por lo tanto nos gusta saber la opinión que tienen nuestros empleados de esos productos, ya que tienen que creer plenamente en ellos para trabajar bien.” Empezó a explicarle que los productos de esta cadena hostelera eran cultivados de forma totalmente natural, que no servían alcohol y todo era a base de zumos diuréticos y bioenergéticos y bio muchas cosas más. Que los cultivaban prácticamente en la clandestinidad y que por eso la producción era mucho más cara que el resto de productos. Que eran naturales y sin ningún tratamiento químico, por lo que producir un tomate les costaba un huevo, pues hasta lo aislaban de la contaminada atmósfera de la tierra. Empezó a preguntarle que qué hacía en la vida y cuales eran sus aspiraciones. Obviamente Roberto le dijo que trabajar de camarero en Madrid no era su expectativa, que únicamente quería el trabajo para un tiempo. Se interesó por el libro que llevaba, una recopilación de obras del gran Máximo Gorki. Por supuesto no sabía quien era este escritor. Roberto le dijo que él también estaba a favor de una alimentación sana y que , es más, solía consumir productos de huerto, totalmente naturales, cuando iba a su pueblo y cosas por el estilo. El bio-tarado ese le dijo que no tenía nada que ver, pues hasta el hortelano usaba productos antinaturales para  sus cosechas. Le dijo , además, que en una semana le llamarían y le harían una prueba de varios días en uno de sus establecimientos, y si su jefe consideraba que era lo suficientemente bio- bueno para trabajar allí le contratarían un mes de bio-prueba y luego le renovarían por más tiempo. Sólo pensar en el tipo de bio-clientela que puede acudir a restaurantes de este tipo hizo que Roberto sintiera un escalofrío, aunque no mandó directamente a la bio-mierda al loco este, pues, como el lector bien conoce, necesitaba el trabajo.

     Tras le entrevista en este lugar, decidió que ya estaba bien por ese día, pasando de ir a la otra que tenía.

     Al día siguiente tuvo que ir ya al dentista, pues la boca le dolía cada vez más. Fue a una clínica cercana a su casa para que le hicieran un presupuesto. Le dijeron que tenía que hacerse once empastes y una limpieza. “¡órdago!- pensó él”. Le hicieron un presupuesto que se fue a los cuatrocientos veinte euros. Decidió hacerse un seguro dental, pues pagando  setenta y dos euros conseguirían que cada empaste le costara menos de la mitad que en una clínica normal, o sea, unos doce euros. No tenía trabajo, pero como afortunadamente tenía padres, les pidió prestado el dinero, al igual que los 210 euros para la universidad.

     Decidió cambiar de objetivo laboral y empezó a interesarte por el tema reponedor, ya que en los centros comerciales siempre necesitan esclavos de este tipo, pues el personal va cambiando camaleónicamente, al ser tan, pero tan precario el trabajo.  Concertó una entrevista en el Alcosto, donde ya estuvo trabajando hace años.  Rellenó el mogollón de datos que le pedían, desde su nombre y su estado civil, hasta el último trabajo que ha realizado y las expectativas que esperaba de su posible nueva empresa. Hasta le pidieron que indicara la cantidad de dinero que quería cobrar y el puesto que le gustaría ocupar. ¡Pero coño, qué tipo de preguntas son estas! ¿Qué iba a poner: seis millones de euros al mes y trabajar tocándose los huevos a dos manos desde casa? Tras una entrevista en la que se dedicaron a leer lo que había escrito, luego a día de hoy todavía no sabe el chaval para qué coño se la hicieron, le dijeron que si salía un puesto vacante acorde a su perfil le llamarían. Y esto mismo ocurrió en el Acampo. También envió una carta curricular  al Lid y otra al Díaz. Bueno, el sector grandes almacenes ya estaba más que cubierto. 

     Como no se fiaba en absoluto de que le llamaran de ninguno de los sitios en los que había estado, decidió seguir buscando, a ver si por bombardeo masivo conseguía ganar la batalla contra el paro.  Decidió pedir trabajo en el Rodillas, que para él es lo peor tanto como restaurante como en sitio para trabajar, pero bueno, necesitaba la pasta para pagarse su dosis diaria de vida y cualquier lugar valía. Pensó en la frase aquella que ya dijera el Ché Guevara “prefiero morir de pie que trabajar en el rodillas” e hizo caso omiso de ella. Incluso llamó a dos agencias de trabajo temporal con las que había trabajado anteriormente, que siempre dan algún precario empleo.

     Todavía no estaba conforme con su búsqueda , por lo que cuando vio en el teletexto un anuncio del VIS, que anunciaba a bombo y platillo que necesitaban personal y que ofrecían incorporación inmediata, pensó “Ya está ,me meteré de esclavo aquí, que como es un sitio muy grande seguro que me cogen enseguida.” Llamó y concertó una entrevista para el viernes, por lo que decidió tomarse el día siguiente de descanso. Y cuando acabó de hablar con el tipo del VIS, recibió una llamada inesperada y afortunada. Le llamaba una tal Sol, de Televisión Española, para preguntarle si estaba interesado en participar en un nuevo concurso televisivo. Le anunció que podía ganar hasta siete mil euros, por lo que Roberto ni se lo pensó y le dijo que sí. Antes de aceptarle para el casting tuvo que pasar una prueba de cultura general de veinte preguntas, por teléfono. La pasó con creces y acordaron verse la semana siguiente en el casting. Era una suerte esta llamada que había recibido porque hacía casi un año escribió una carta a un concurso llamado “a saco” en el cual es facilísimo ganar pasta y además te llevan gratis a Barcelona y conoces al presentador que parece un tío enrollado. El caso es que el nuevo concurso era también válido para ganar pasta y no tener que trabajar de esclavo.

     El viernes acudió puntual a su cita con el VIS, donde una vez más estimuló su capacidad de asombro negativo,  pues descubrió la mayor secta laboral que había visto hasta entonces. Le habían citado en un edificio que la empresa tiene al final de la calle Velázquez exclusivamente para la contratación de personal. En el mismo trabajan por lo menos trescientas personas encargadas de todo el montaje de selección de personal. Se llaman así mismo “gente de recursos humanos”. Son, como decirlo, auténticos tarados mentales  peligrosos, muy peligrosos, como se comprobará a continuación. Realizan una media de mil quinientas entrevistas diarias, pues utilizan unas grandes salas en las que meten de golpe a más de cincuenta personas. Entras a una de estas salas y lo primero que ves es una gran pantalla,  en primera línea, por lo que ya sabes lo que te espera en breve: proyecciones. Efectivamente, al cuarto de hora de estar todos calentando las sillas aparece una de las entusiastas del VIS, una de las empleadas de recursos humanos. Apareció ante ellos con una sonrisa de oreja a oreja, con una ropa elegante a la par que informal, para dar impresión de afabilidad. (ya ves tú, si los tíos solo se fijaban en sus tetas y las tías en lo gorda o delgada que estaba). Se presentó, saludó y dio la bienvenida, para acto seguido apagar las luces, coger un marcador y empezar a comentar una pesadísima proyección autopromocional del emporio VIS, que comprende más de veinte restaurantes distintos, de esos de fast food disfrazados, como el Cambrinus de antes, solo que mucho más grandes, donde va  a parar, son lo mejor de lo mejor, según decía la mujer esa. Estuvo más de media hora mojándose las bragas mientras comentaba las excelencias de la cadena hostelera y empezó a hacer gala de ese falso corporativismo que le inculcaron cuando la hicieron la lobotomía diciendo que “somos una empresa que tal y cual” ,“nuestro trabajo consiste en esto y lo otro”, “hemos logrado aumentar  un mogollón por ciento las ventas”, “somos líderes en el sector hostelero”.  Alguien debería haberla dicho que ella no era nada absolutamente dentro de esa empresa, sino una piececilla insignificante más del engranaje que engordaba a diario la cuenta corriente de un par de peces gordos.  Empezó a hacer auténtica apología de “su” empresa diciendo que aquí ofrecían posibilidades reales de promoción a corto plazo y que si eras lo suficientemente competitivo y amoral podías escalar enseguida de puesto sin apenas chupar pollas y coños. Les comentó que ellos piensan sobre todo en el trabajador, y que a este fin les hacen los contratos indefinidos para darles la seguridad laboral que merecen. “¡Y una mierda! –pensó Roberto – nos hacéis indefinidos para poder darnos la patada cuando queráis y darnos a cambio la ridícula parte proporcional que nos corresponda por despido improcedente. Pero qué morro tiene la tía, y parece que se lo está creyendo”  La trepa siguió diciendo que era una oportunidad única la que les estaban brindando y que no deberían desaprovecharla, para acto seguido hacerles entrega de un formulario con mogollón de preguntas estúpidas del tipo: ¿por qué quieres ser uno más de la familia VIS? ¿Cómo nos descubriste? ¿Crees en nuestro proyecto de futuro? ¿Eres extrovertido¿ ¿Te masturbas mucho o sólo lo normal y en quién piensas cuando lo haces? Etc. Y la entusiasta estuvo todo el tiempo esbozando una sonrisa tremenda y hablando de forma amabilísima.

 Tras esto les condujeron a la sala de la entrada y les hicieron esperar allí mientras les iban llamando uno a uno para hacer las entrevistas personales. A Roberto le tocó relativamente pronto, a la hora de estar de pie. El tarado de recursos humanos que le atendió le saludó efusivamente delante de todo el mundo como si se conocieran de hace tiempo y tuviera una gran admiración hacia su persona. Roberto tuvo que contener la risa. Le invitó  amabilísimamente a pasar a una sala y a sentarse en una silla. Y empezó a hablarle respetuosamente y de usted, claro. Como en el Alcoto, leyó lo que había rellenado. Roberto le confirmó que ,efectivamente,  recordaba perfectamente su nombre, si tenía o no coche y el resto de cosas que había apuntado en el formulario. “Bien – le dijo su más fervoroso admirador- concuerda perfectamente con el perfil de empleado que estamos buscando, por lo que dentro de unos días le llamarán a su domicilio para citarle a otra entrevista más en profundidad” . O sea que todo este montaje era sólo un primer paso en el proceso de selección para un sitio en el que tenías o bien que servir cañas, o cobrar libros o limpiar mesas. Alucinante. Claro que del sueldo ni le hablaron en ese momento pues entonces hubiera sido el propio chaval quien hubiera anulado la segunda entrevista.

      Tras haber tanteado en  más de diez lugares, Roberto  decidió esperar a que le llamaran de alguno y no seguir engordando la madeja, pues seguramente le dieran trabajo de esclavo en alguno de los sitios donde casi se lo habían asegurado.  Y así pasaron varios días, sin que nadie le llamara, hasta que un  día fue Sol, la de la tele, quien lo hizo citándole para el casting del programa  el día siguiente en un teatro de Lavapiés. “Bueno – pensó él – a ver si al final no voy a trabajar de esclavo”. Acudió puntual a la cita, sentándose en unas sillas junto a otros seleccionados para el casting. Le entregaron un montón de papeles para  rellenar en los cuales debía de puntuar sus conocimientos en una infinidad  de materias. A su vez le volvieron a preguntar las tonterías típicas en estos casos: aficiones, estudios, último libro leído, personaje a quien admira, hijos, manías, vicios,  condenas cumplidas, etc. Tras gastar mogollón de  tinta y de fe en que fuera una buena idea haber acudido al casting logró terminar el terrible cuestionario. Cuando todos concluyeron les hicieron pasar a los siete a una sala tremendamente oscura en la cual iban a explicarles las bases del concurso e iban a hacer una simulación para que aprendieran la dinámica.

     Eran tres las hijas de Elena, al igual que el número de chicas encargadas del casting, junto a un chico el cual estaba lógicamente sometido y era quien cargaba con las cosas de peso mientras que las otras fumaban y se rascaban el coño. La que estaba más buena de las tres, pero de lejos, (y no es que las demás fueran unos callos, sino que es que esta estaba muy buena, qué coño) fue la que empezó a explicarles la dinámica del juego. “Ya verás – se dijo para entre sí Roberto – nos va a hacer la picha un lío”. Efectivamente , la chica empezó a decir cosas extrañas, ante la cara de perplejidad de todos. Se expresaba como un libro cerrado y envuelto en papel de regalo. “Lo mejor será que empecemos a hacer una prueba de juego para que lo comprendáis más fácilmente – dijo Sol asumiendo que nadie era capaz de aprender nada de un libro cerrado y envuelto”. El concurso consistía en colocarse todos en semicírculo y empezar a responder preguntas por turnos. Cada respuesta iba sumando dinero al bote que el grupo acumulaba como tal y cada fallo iba restando ese mismo dinero. El juego consistía en ir respondiendo rondas de preguntas de dos minutos para luego pasar a hacer una votación interna e ir eliminando a un concursante en cada ronda, el que más nominaciones recibiera, hasta que sólo quedara uno que sería quien ganase la pasta. El resto de participantes no ganaría absolutamente nada, por bien o mal que respondieran. Roberto  no salió mal parado de la prueba, pues acertó muchas preguntas y no fue nominado nunca.  La dinámica era sencilla aunque se veía ya desde este simulacro que el tema cultural importaba bien poco en este concurso, ya que se fomentaba la discusión y el morbo entre los concursantes pues tenían que justificar el por qué de la nominación de este o aquel compañero y éste, a su vez, tenía derecho a ajustarles las cuentas a los que le habían votado , diciéndoles todos los improperios que se le ocurrieran. Roberto pensó que como experiencia no estaba mal, pero sobre todo lo hacía por la pasta, como lo de trabajar. Si no le hubiera hecho falta el dinero hubiera pasado del concursito ese.

     Tras terminar el simulacro tuvo otra entrevista personal, esta vez con Sol. Ya empezaba a estar harto de las entrevistas personales.  Como en las otras cien que llevaba durante la última semana, le volvieron a preguntar lo mismo que había contestado en el papel y que qué iba a hacer con el dinero si ganaba y todo eso : “¿Qué coño te importa a ti lo que yo vaya a hacer con el premio?- pensó en contestarla”. “Pues me lo gastaré en marisco – dijo – Ah no espera, si a mí no me gusta el marisco, sólo como gambas y algún langostino. ¿Mucha gamba iba a ser siete mil euros, no?” “Si – contestó riendo la chica” “ Ponlas en fila, verás hasta donde llegan. Mejor me lo gastaré en un viaje, o en un piso. Ah, perdón que esto es España, a lo mejor no me llega para el piso, ¿verdad?- dijo irónicamente. Siguieron con este diálogo para besugos cachondos durante un rato más, hasta que Sol comprendió que no valía la pena seguir preguntándole a este chaval lo que le preguntaba  a los demás, pues él le  contestaba  cada vez más estrambóticamente. No obstante le anunció que era seguro que le llamarían para el concurso, pues había pasado muy bien la prueba.  En un mes como mucho grabarían el programa, ya le avisarían.

    

     Al día siguiente fue al dentista del seguro dental, para que le  hiciera una revisión, esta vez el órdago aumentó pues le diagnosticaron doce empastes y dos reconstrucciones (empastes a lo bestia). Tenían que alicatarle media boca exactamente. Le está bien empleado  por no haber ido en su vida al dentista. De todas formas él se lavaba los dientes tres veces al día y nunca le había dolido la boca hasta hacía unos meses. Ya sabéis, lectores niños, hay que ir al dentista a menudo, que las revisiones son gratuitas y si no corres el riesgo que te pase como a Roberto.

     A su segunda entrevista personal del VIS acudió veinte minutos tarde. Pensó que daría lo mismo, pues había una entrevista cada media hora y le podrían hacer un hueco si es que ya se le había pasado el turno. Al llegar, efectivamente, se le había corrido la vez. Y encima pasaron de verle, emplazándole para otro día. ¿No puede alguien hacerme un pequeño hueco? –preguntó “ “No, esta entrevista es muy importante y habrá que hacértela otro día”. Ya sospechaba él la importancia de la entrevista, como las anteriores, pero bueno, como necesitaba el trabajo habría que resignarse.

     Efectivamente, cuando a los tres días siguientes se sentó delante de un nuevo admirador suyo, confirmó sus sospechas de que todo era un camelo para justificar trescientos sueldos. La entrevista duró exactamente cinco minutos. Antes de la misma le hicieron rellenar el mismo formulario que el primer día, alegando que se había extraviado. “Joder- pensó- para una cosa que tienen que hacer y la hacen mal”. Se limitó a rellenar los datos personales, pasando de todo lo demás, pues se lo preguntaría el admirador en su entrevista personal.   Dicho y hecho, le preguntó lo mismo que ponía en el formulario y luego le pasó a comentar rápidamente que le llamarían en breve para llevarle a una academia especial del VIS donde forman al personal durante una semana en las labores que deberán desempeñar en su cargo. Si pasaba esta criba estaría tres días de nuevo aprendizaje en su lugar de trabajo, llevando en la solapa un cartel que diría “en prácticas” y luego , si era apto para el trabajo, le harían un mes de prueba para pasar luego a ser indefinido. En el hipotético caso de que no le seleccionaran para trabajar de inmediato le enviarían una carta de ánimo para que se mantuviera a la espera hasta que hubiese una vacante. El sueldo era ya para preguntarle a su admirador que dónde estaba la cámara oculta. No llegaba ni a los cuatro euros por hora. ¿Se da cuenta el lector de lo que esto supone?, además de puta tenía que poner la cama. Pero su mente procesó lo mismo que antes, “necesitas el trabajo, no insultes al tipo este”. Dijo que esperaría la llamada, no le quedaba más remedio, pues los albañiles llegarían mañana mismo a su boca. No obstante se permitió una pequeña burla hacia su entrevistador, diciéndole que si cuando entrara a trabajar podría llega a conocer a Emilio Aragón. Y el muy capullo ni se enteró de que lo decía porque antes había un programa en la televisión presentado por este hombre, que echaban a todas horas, y se llamaba igual que su empresa.

     Es alucinante el paranoico montaje que tienen liado estos sujetos del VIS. Para poner copas te exigen un exhaustivo proceso de selección. ¡Para poner copas!. Te tienen que formar una semana, ¡para poner copas!  y luego tres días más y un mes a prueba, ¡para poner copas!.  Son peligrosísimos. ¿Cómo trabajar en un lugar así? La respuesta es sencilla: absoluta necesidad.

     Durante la siguiente semana estuvo esperando a que le llamase alguien por teléfono, pero nada, no recibía ninguna oferta.   Únicamente le llamaron de una ETT, para ofrecerle un trabajo de encuestador en una universidad. Eran tan sólo cinco días sueltos, para rellenar huecos, por lo que casi no iba a cobrar dinero y además iba a tener que desplazarse bastante lejos. Bueno, la necesidad hace extraños compañeros de cama: aceptó el trabajo. Le iban a pagar a cuatro euros y medio la hora, una auténtica miseria, aunque antes era peor todavía pues te pagaban a la insultante cantidad de tres euros por hora. Es curioso lo de estas agencias, cuyo trabajo consiste en llevarse un porcentaje de tu trabajo. El PSOE es el padre de la criatura. La ese de estas siglas significa socialismo. Una de tres; o el socialismo ya no es lo que era, o estos tipos no son socialistas, o estamos ya todos locos y aquí vale todo.

     El primer día de trabajo tuvo que ir a la Universidad San Pablo CEU, cerca de Guzmán el Bueno. Es este un pijotero recinto universitario ocupado en su mayoría por neofachas, hijos de fachas, que es lo mismo que decir hijos de puta. Roberto tiene fobia a todo tipo de nacionalismo, y como al vivir en Madrid  el que tiene más cercano es el español, pues es al que más asco le tiene. Y mira por donde ese día iba a trabajar en una de las “ikastolas españolistas”. Hacía mucho tiempo que no veía polos con la bandera de España en la solapa, y cinturones y parches con los mismos colores. Durante las cinco horas que duró en su empleo vio más que en toda su vida, ornamentando a seres desalmados que vestían marcas y se engominaban el pelo. La mayoría iban vestidos como de fiesta, y eso que era un puto lunes por la mañana. Las arcadas iban a ser difícil de contener ese día. Llegó allí a  las ocho menos cuarto, pues la primera clase en la que tenía que hacer la encuesta comenzaba a las ocho. Hay que joderse, una clase a las ocho de la mañana. Bueno, tratándose de gente de Administración de Empresa no es de extrañar que hagan estas cosas tan raras. La chica que iba a ser su jefa durante esos dos primeros días (pues luego tenía que ir a Boadilla, que está justo donde el viento da la vuelta) era Emma, una joven muy mona ella y muy pija que tenía pinta de no tener ni zorra idea de lo que tenía que hacer. Menos mal que el trabajo era más sencillo que tirarse un pedo,  que si no, no se sabe muy bien como lo podría haber dirigido una chica más preocupada por como  le quedaba el escote y por la forma en que sujetaba los continuos cigarrillos que fumaba que por lo que se traía entre manos.

     El trabajo de encuestador consiste en coger una serie de estúpidas encuestas (en este caso sobre evaluación del profesorado y de los servicios de la universidad), repartirlas entre los estúpidos alumnos (porque hay que ser estúpido para rellenar encuestas),  recogerlas cumplimentadas y entregárselas a la mona fumadora. Es un trabajo tedioso como él sólo, pues hay que bregar con un puñado de estúpidos que no saben ni poner su nombre derecho, que te preguntan constantemente sobre lo que tienen que marcar en el papel, lo cual se les acaba de explicar, a parte de que en el papel que tienen delante también lo explica claramente  y que además es una simpleza tan grande que hasta un burro beodo podría hacerlo si le atásemos un bolígrafo a la pezuña. Roberto tenía que pasar al aula en cuestión, pedir permiso al profesor y escribir en la pizarra dos códigos: el de la carrera y  el del coordinador. Los alumnos tenían que escribir dos códigos más: el de su tutor (el cual debían de sacar de un listado que Roberto les entregaba y el del curso que estaban estudiando). Lo de esta universidad es para mear y no echar gota, pues viven en una especie de esquizofrenia docente por la cual cada alumno tiene un tutor, un coordinador y un profesor. Ahí es nada, tres personas pendientes del alumno. Y en cada clase, salvo el profesor, variaban los otros dos dependiendo de cada alumno. El asunto era que ya desde su primera encuesta Roberto comprendió que iba a ser una jornada mentalmente agotadora, pues los alumnos realmente eran tontos sin baba.  Nada más repartir los formularios el chaval les decía claramente lo que tenían que hacer: “Rellenad con tres dígitos las casillas de los códigos. El de carrera es este que veis aquí escrito, el de coordinador éste y el de tutor lo buscáis en esta lista.” No es tan difícil, ¿a qué no?. Pues bien, fueron varios los que le preguntaron que cuales eran los códigos que había que poner.  Hasta le preguntaban por el del curso, a lo que el chaval respondía desesperado que él no sabia en que curso estaban, que pusieran el curso en el que estaban, primero, segundo… y que lo hicieran con tres dígitos, “cero, cero, uno si estáis en primero – les explicaba”. Bueno, pues aún así le seguían preguntando y la mayoría lo ponía luego mal en el impreso. “Efectivamente –se decía sonriente para sí mismo – hay que ser muy tonto para rellenar encuestas”

     La encuesta en sí duraba un cuarto de hora más o menos, por lo que el resto del tiempo hasta la siguiente clase tenía que pasarlo en la oficina que usaba Emma como cuartel general,  ordenando las encuestas que acababa de hacer y preparando los formularios de la siguiente clase. Esto llevaba unos diez minutos si se hacía despacio, por lo que le quedaba un mínimo de media hora de estar junto a esa gente. Eran una tropa curiosa, muy curiosa, en su mayoría jóvenes, excepto una tía loca de unos cuarenta años, con pinta de zorrón recién divorciado, de esas que llevan ropa ceñidísima marcando michelines y fumando y diciendo gilipolleces de mujer cosmopólitan total. Esta, además, llevaba voluntariamente pinzado al bolsillo del apretado vaquero una identificación de la consultora que se encargaba de hacer la encuesta, para que todo el mundo pudiera ver que era una trabajadora de esa empresa. Estúpido corporativismo y vanidad que hace que una mujer se sienta orgullosa de trabajar para un sitio en el que le pagan una mierda por hacer un trabajo frustrante. Estúpida mujer en definitiva. Roberto sintió en seguida que no tenía nada de que hablar con estas personas, pues sus comentarios eran sobre el clima que hacía, la televisión y las noticias de sucesos que había en un periódico burgués. Decidió leer la novela que traía, aunque el sueño le dijera que era una empresa muy difícil. 

 

                    ¿Qué tal te ha ido Roberto? – preguntó Emma interrumpiendo la lectura del chaval.

                    Bien.

                    No es tan difícil, ¿verdad?

                    Sin el tan, no es difícil directamente.

                    ¿Has revisado si han rellenado todo bien?

                    Yo les he explicado como tienen que hacerlo, si lo han hecho bien o mal no es cosa mía.

                    Ya, pero tenemos que revisar para ver si está bien y si no lo completamos nosotros con el boli. Me refiero a los códigos.

“Joder- pensó el chaval- no creo que sean tan idiotas como para no rellenar bien cuatro casillas. Efectivamente por lo menos un tercio estaban mal rellenados. Menos mal que él si que no era un idiota y no rectificó nada limitándose a escurrir el bulto y echar sus encuestas en el montón general.”

     Al rato empezó a llenar de nuevo los cuadernillos con encuestas en blanco, trabajo complicadísimo consistente en abrir el cuadernillo y meter dos papeles. El lo hacía con resignación, pues era algo tremendamente aburrido. El caso es que Emma, la jefa de los estultos, y por ello la más tonta de todos, le preguntó muy amablemente: “¿Quieres que te ayude , Roberto, que te veo un poco liado?” .Pensó en decir alguna burrada pero se contuvo, limitándose a contestar que :” liado no, lo que estoy es aburrido. Esto es tan estimulante”.

     Al rato volvió a otra clase, a repetir lo mismo de antes: la profesora se queja porque pierde minutos de clase (habiendo llegado ella veinte minutos tarde…), Roberto escribe en la pizarra y dice sus cuatro tonterías y los alumnos empiezan a rellenar y a preguntar estupideces. El chaval decidió salir del aula para descongestionar un poco su cada vez más abotagada cabeza. Y al bajar al centro de operaciones de la estulticia más de lo mismo.

     -Joder, aquí pone que un tío mata de treinta y seis puñaladas a una compañera de clase- dijo un fumador compulsivo.

                    ¡De treintaiseis¡ , joder cuanta sangre – comentó una fumadora compulsiva.

                    Imagínate – dio una tercera fumadora compulsiva.

                    ¡Augh – augh¡ – tosió levemente Roberto debido a la niebla.

                    Habrá sido por no dejarle los apuntes – dijo uno con gracia.

                    Aquí dice que puede haber sido porque no hizo la parte de un trabajo en grupo que estaban haciendo entre ellos – comentó el primero.

                    Ahora nadie querrá formar un grupo de trabajo con él, seguro – dijo el único que se salvaba de la quema.

                    Qué bruto, se ha ensañado.

                    A lo mejor no, porque si con la primera puñalada la mató las demás ya no se consideran ensañamiento.

                    ¿Y cómo van a saber eso?

                    Esas cosas las saben, por la sangre.

                    Claro, a  lo mejor si las primeras puñaladas son el pecho, como ya va saliendo sangre por las otras sale menos y eso se nota luego en las manchas del cuerpo.

                    “El pan acaba de subir un euro – pensó Roberto”.

 

La tercera encuesta fue más de lo mismo y la cuarta, hasta que llego la quinta, que fue más divertida. Eran ya las doce de la mañana, aunque Roberto había perdido ya la noción del tiempo, al ser todo tan rutinario y tan poco estimulante (amén de que él no lleva ningún grillete en la muñeca que le imponga la hora). Como siempre la profesora llegó tarde (todo el personal docente había sido masculino hasta el momento, curioso) y cuando lo hizo empezó a montar en cólera ante la inminencia de la encuesta. Era una mujer joven, por lo que tenía el riesgo de ser la típica pija repelente, como así resultó ser, pues empezó a llamar al chaval de usted, siendo casi de la misma edad; y esto es una señal inequívoca de snobismo.

     –    ¡Ah, no, no¡ de eso nada. Más encuestas no, ya hicimos una ayer. – dijo nerviosa.

                    Esta creo que es distinta – contestó él.

                    Como distinta, ¿pero cuántas quieren hacer? – dijo alterada.

                    Yo no quiero hacer ninguna, a mi me da igual, yo no soy de la consultora esa, que quede claro.

                    Pues no pienso perder clase. – dijo alteradísima.

                    Son unos minutos, pero si no quiere hacerla es igual, esto es voluntario.

                    Le doy diez minutos.

                    A mí no me diga nada, eso es cosa de éstos – contestó Roberto señalando a los alumnos – lo que quieran tardar.

                    ¿Y se tarda mucho? – preguntó un gafotas.

                    No lo sé, yo nunca he hecho una encuesta de estas.

                    ¿Ah, no? – contestó asombrado el mismo gafotas.

                    No, no creo en ellas.

                    Pero bueno, ¿qué es eso de que no cree en ellas? – exclamó la exaltada.

                    Pues que son un engaño, no valen para nada. Pero el que las quiera hacer que las haga , a mi me van a pagar por ello o sea que está bien.

                    ¿Cómo que no sirven para nada? – gritó la histérica.

                    Pues que ésto es todo un paripé burocrático más. Las decisiones en las universidades se toman desde dentro, por vía interna, por lo que todo esto no importa nada en realidad.

                    Pues que sepa usted que a nosotros nos exigen sacar una valoración superior a siete en estas encuestas para poder promocionar .-gritó la histérica auto reconocida como trepa.- así que me parece que si que tienen muchísima importancia.

                    Eso es su problema, las decisiones se van a tomar igualmente por vía interna, en cualquier caso esto será sólo una justificación cara al público para alguna decisión arbitraria.

                    ¡Esto es demasiado¡ – gritó la loca – se supone que usted debería defender las encuestas.

                    ¿Yo?, si ni siquiera les he echado un vistazo – rió Roberto. – Yo las entrego y las recojo nada más.

                    Pero esta encuesta es para valorar los servicios de la universidad y mejorarlos. – Dijo la compañera del gafotas, que no tenía gafotas pero si unas gafas de sol “super  chachis”  ,de esas como de esquiador o ciclista que están de moda ahora, a modo de diadema.

                    Vamos a ver, ¿os creéis que  los gerifaltes de aquí no conocen las virtudes y los defectos de sus prestaciones?. Esto es solamente para dar un tinte democratizador al asunto y haceros creer que sois vosotros los que mandáis aquí y que vuestra voz se escucha y todo eso. Al final hacen lo que les da la gana y si algo de lo que hacen coincide con vuestras exigencias, porque hay veces que por pura lógica o por mera supervivencia coinciden, pues os creéis que lo habéis conseguido vosotros, cuando en verdad ha sido tan sólo el sentido común. Y todo lo demás que no lográis os dicen que es difícil y que se intentará, y  así van pasando los años.

                    Bueno, me voy a ir de aquí que me estoy poniendo mala , volveré en unos minutos – concluyó la  chalada.

 

     Roberto acabó la encuesta ante los comentarios de la clase, que se reía de cómo el chaval había cabreado a la joven profesora. Al rato regresó la histérica,  sin dirigirle la palabra. Cuando terminó se dirigió de nuevo al centro de operaciones, pero su deambular fue detenido por Emma y otra niñata también encargada.

 

     –     Roberto – dijo Emma sin mirarle a los ojos – ¿acabas de hacer una encuesta en esa  clase?

     –     Si – contestó él sabiendo que había algún tipo de problema.

                    Nos acaba de hablar el decano y dice que una profesora se ha quejado de ti.

                    ¿Bien.?

                    El decano está enfadadísimo porque dice que tú has dicho que estas encuestas no valen para nada.

                    Claro.

                    Y lo has dicho delante de la profesora.

                    Claro.

                    Pero eso no se puede hacer – dijo enfadada la segunda pija, que era la que hacía el papel de mala.- ¿cómo se te ocurre?

                    A mi no me coarta nadie.

                    ¿Pero cómo puedes decir que estas encuestas son un engaño? – preguntó indignada Emma.

                    ¿Ah,  pero es qué es mentira?

                    Eso es igual – se delató ella misma- pero no se puede decir.

                    Entonces si me preguntan digo que sí – contestó Roberto para picarlas más, pues sabía que no iba a seguir trabajando ya.

                    El decano nos ha dicho que no quiere que sigas haciendo encuestas. – dijo con tono apesadumbrado y sin mirarle a los ojos, como los cobardes.

                    Bien, ¿me tienes que firmar esto? – preguntó él tranquilamente sacando un parte de la ETT.

                    Sí, sí, te lo firmo abajo. – contestó ella extrañada de que el chico no dijera nada en su defensa ni se enfadara o algo así.

 

          Bajó al despacho y firmó el parte. Al verle sacar el papel los compañeros le dijeron que todavía era pronto para marcharse. El les contestó secamente que le acababan de despedir. Todos se asombraron. Emma firmó el papel y él, diciendo hasta luego, salió de allí sonriendo y contento por no tener que seguir aburriéndose más y formando parte de esa estúpida comedia académica.

     Menuda hija de puta la profesora esta. Típico comportamiento de fachas, ir por detrás y denunciar algo a su superior para que este, más cabrón que ella todavía,  saque la espada y decapite al lacayo. Menuda tropa, y se supone que en este país hay libertad de expresión, pero solo si se mantienen las opiniones calladas, una vez que hablas deja de tener valor ese derecho. Pobre infeliz la trepa chivata que, además, sabe perfectamente que las encuestas son un paripé y que lo que cuenta en la universidad es lo bien que se la chupes al superior en lugar de tus méritos académicos. Cuando esté con las bragas bajadas y con la gorda barriga de algún catedrático encima de ella tal vez se acuerde de lo de las encuestas. Muy inteligente el decano fascista al extirpar el grano en el culo que le acababa de salir a todo su sistema faraónico universitario y que de haber seguido propagando sus ideas hubiera podido hacer pensar a alguno de los siervos que con su ayuda o su  consentimiento mantienen y fomentan su cada vez más lujosa pirámide. Pensar es una de esas cosas que se prohíbe en la  universidad, y se persigue, vaya si se persigue, sino para muestra el sistema educativo que hay,  secante de toda actividad racional y fomentador del estudio convulsivo- auto destructivo que deja las mentes igual de vacías y llena únicamente expedientes. Mucho tonto en los pupitres y mucho cabrón frente a ellos, eso es lo que hay en las aulas.

Otra vez al paro y encima en lugar de trabajar lo que hacía era gastar dinero, pues la vida, aunque austerísima en esos días, requería cierto desembolso  sobre todo por el tema dentista.

    En su primera visita le hicieron tres empastes, que le dolieron en el alma, ahí justo. Roberto pensaba que el tema empastes era algo liviano, pero qué va, duele mogollón. Encima la dentista, antes de entrar a matar, te explica detalladamente lo que va a hacer y, lo que es peor, con qué lo va a hacer.  Roberto estaba tumbado en la silla de tortura, recibiendo del fogonazo de la lámpara directamente en los ojos cuando la dentista le empezó a enseñar su instrumental de matarife. “con esto – dijo blandiendo una especie de destornillador terminado en garfio – te voy a escarbar un poquitín en la muela. Con esto – dijo cogiendo la fresadora y poniéndola en marcha- voy a limpiar a fondo y con un poco de agua toda la caries. Luego te pondré esto en la muela y te lo fijaré con esto – dijo blandiendo una especie de secador terminado en punta. Vamos  a ver si necesitas anestesia- dijo tocándole la muela con una de las armas” El gesto de dolor que lanzó el chaval nada más acercarse el chisme al diente la indicó que tendría que usar bastante anestesia “Eres muy sensible en las encías, ¿eh?” “Pues si me tocas con eso en el la polla verás lo que es ser sensible – pensó”. Permanecer con la boca abierta hasta más no poder es algo que Roberto nunca había tenido que hacer. Joder, sentía perfectamente como se le estaba desencajando la mandíbula, pues la dentista le forzaba cada vez más el buzón. Y cómo suenan los chismes en las muelas. Hacen un ruido terrible. De vez en cuando el dolor era insoportable. Roberto trató de pensar en otra cosa, distraer su  mente como seguramente haría un maestro de yoga o algún tipo así. Pero qué va, imposible, en su cabeza sólo estaba el terrible hurgar de la dentista, que cada vez con más promiscuidad le destrozaba la boca.  “Si te duele hazme una señal y paro” “Si tengo que hacerte una señal cada vez que me hagas daño , no pasamos a la suerte de varas en toda la tarde” Y estando en ese incomodísimo sillón, que hacía que le doliera terriblemente el cuello y las lumbares, con la mandíbula desencajada, un tubo ruidoso sacándole la baba, la garganta irritada por los productos que le caían, las muelas agujereadas, las encías doloridas y media boca cada vez más anestesiada, pensó en que no podía estar peor de lo que estaba ahora mismo, pues a esto tenía que sumarle que acababa de romper con su novia, le habían  suspendido en la Universidad y no encontraba trabajo ni a la de tres. Sintió un cierto consuelo al pensar en la frase que una vez dijera Chaplin: “ la miseria es el mejor estado del hombre, pues una vez en él todo lo que hagas es mejorar”. Y es verdad, Roberto se identificó plenamente con eso, era un miserable, pero ya no podía ir a peor.

Siguieron pasando los días y nadie llamaba a su puerta para darle trabajo. Por el amor de dios, si había ido a buscar los empleos más precarios para un par de meses y no tenía éxito qué sería buscar algún puesto bueno. Aún así siguió esperanzado, pues la esperanza es lo último que se pierde, aunque cuidado, que te la pueden quitar si no estás atento.  Se dedicó a pasear más que nunca, pues eso es gratis. Se recorría Madrid andando y ofreciéndose en los lugares en los que veía un cartel demandando trabajo. Pero nada,  todo estaba completo. Hubo un bar la mar de curioso, pues anunciaban en la puerta que se necesitaba pinche de cocina. Entró para pedir el puesto y nada más entrar se percató de que en la barra había dos camareros jóvenes y de que el encargado era otro chaval joven. “Ni de coña me dan aquí trabajo – pensó- estos buscan a una piba que les alegre el curro, fijo”. Efectivamente,  el encargado le dijo que ya tenían el puesto cogido  pero que se había olvidado de retirar el cartel. No obstante hizo el paripé de cogerle los datos. A los tres días volvió a  pasar por ahí y el cartel todavía seguía puesto. “O este tío es más desmemoriado que todas las cosas, o está esperando a que entre un pibón a pedir el trabajo”. Al poco tiempo confirmó sus sospechas pues al no ver el cartel en la puerta entró en el local y comprobó que en la cocina estaba trabajando una tía bastante guapa. “Si es que como nos conocemos  los tíos – se dijo sonriendo”.

     Eran tiempos de carestía, aunque afortunadamente él sabía que este estado vital duraría tan sólo unos meses. No comprendía como no conseguía ningún tipo de empleo. Por todos los santos del catolicismo, él quería trabajar y no precisamente en una bicoca, pues había enfocado sus miras en la hostelería,   uno de los peores trabajos que existen, pues si lo haces por cuenta ajena ves como el dinero pasa a espuertas por delante de tus narices para engordar el bolsillo del dueño,  cuyo trabajo consiste en tocarse los huevos por la mañana y hacer inventario de los mismos por la tarde. ¡Manda huevos! ,que diría un amigo de la señora del tío con bigote de antes.  No estaba buscando algún tipo de subsidio ni pensión ni nada por el estilo, ¡sólo buscaba trabajo! Y mira por donde que éste apareció de la forma más insospechada.  Un día se encontró con un amigo de toda la vida. Estuvieron charlando un rato hasta que tocaron el tema laboral, momento en que este amigo le comentó que él iba a ir  a una entrevista para trabajar de barrendero los fines de semana y los festivos. Pagaban bien. Roberto memorizó el teléfono por si acaso se le ocurría llamar para ver si todavía buscaban gente. El prefería trabajar en hostelería, pero el tema barrer tampoco le venía mal, pues le permitiría tener libre toda la semana para estudiar y hacer lo que le diera la gana.

     El caso es que ya muy entrada la mañana siguiente, cuando vio que no le llamaba absolutamente nadie de los doscientos trabajos que había tanteado se acordó de lo del trabajo de su amigo. “¿Dónde apunté el número? – se preguntó. Ya me acuerdo, en la mejor agenda de todas, la memoria.” Asombrándose así mismo recordó un número, aunque no estaba seguro de que fuera el indicado. Llamó y al otro lado contestó una dulce voz femenina:

 

     –    ¿Digaaaaa?

                    Hola, llamaba por la oferta de trabajo.

                    Si, ¿está interesado en trabajar para Tedmec?

                    Pues sí – contestó él sin saber a lo que se refería realmente la dulce voz.

                    El trabajo sería en fines de semana y festivos, de siete a dos y el sueldo setenta mil netas más los festivos si los hubiera.

                    Muy bien.

                    ¿Tiene experiencia como barrendero?

                    ¿Experiencia para barrer? Pero bueno, qué pregunta es esa – dijo él riendo.

                    Pues todo trabajo tiene su secreto y hay que ir cogiendo experiencia.

                    Pues no, nunca he barrido en asfalto si es lo que quieres saber- siguió él en tono jocoso – pero vamos, he barrido unas cuántas veces sólo que en otras superficies. Yo creo que si puede decirse que sé lo que es barrer.

                    De acuerdo, hay un puesto libre, pase mañana a firmar el contrato. Apunte la dirección.

 

     Ya tenía empleo, tanto andar por Madrid, tanto llamar por teléfono, tanta entrevista y currícula para luego encontrar el trabajo de la forma más sencilla e insospechada.

     Al día siguiente acudió puntual a la cita. Ya ese día comprendió que la incompetencia era algo con lo que tendría que bregar en ese empleo, pues la firma del contrato se demoró un par de horas más de lo que le habían anunciado en un principio. Ojeando a los que serían sus futuros compañeros empezó a plantearse si sería una buena idea entrar en ese trabajo, pues todos, absolutamente todos, tenían una pinta de tarados de mucho cuidado. Y no sólo es que sacara esta impresión por el aspecto externo  que tenían en general: desarrapados, despeinados, con monos sucios, algunos oliendo a sudor y otros a cazalla.  También el hecho de que ninguno de ellos llevara un libro en sus manos y el tipo de conversación que se gastaban, repitiendo una y otra vez las mismas tonterías , le dieron qué pensar al chaval, aunque  visto de otra forma iba a ser un trabajo en el que podría aprender mucho sobre la condición humana, como así resultó ser. Firmó el contrato sin tan siquiera leerlo, ni confirmar lo que iba a cobrar. Por la parte que a él le tocaba lo hizo así porque necesitaba el empleo y le daban igual las condiciones, la duración y el sueldo, iba a firmar fuesen cuales fuesen. Por la parte que tocaba a la mujer de la empresa, ésta no le informó de nada de eso y se limitó a decir que cuando el contrato estuviera convenientemente tramitado por el INEM ya le daría a él su copia y podría así conocerlo en profundidad. Y así ocurrió más o menos con todos los empleados que ese día firmaron su incorporación a la empresa de limpieza contratada por la Comunidad de Madrid, Tedmec. Uno de los mayores montajes políticos que hay en toda España, un lugar en el que la apariencia que se de cara al ciudadano de a pie es lo único que importa. Menudo paripé que se tienen montado y menudo conchaveo con el Ayuntamiento, como bien comprobaría Roberto el tiempo que estuvo trabajando para ellos. El dueño de esta empresa es el presidente del Real Madrid, Florentino Pérez. Puede imaginarse el lector el tipo de empresa que será, pues de todos son sabidas las actitudes mafiosas de este hombre que maneja media España y que cierra constantemente acuerdos multimillonarios en el palco del Bernabéu.

     El motivo de la contratación masiva de empleados de limpiezas que ha empezado a realizar  el Ayuntamiento de Madrid  durante el mes de abril es sencilla: falta un año exacto para las elecciones y hay que dar la imagen a los madrileños de que su alcalde se preocupa sobre manera por ellos, volcándose en uno de los aspectos básicos para que funcione una gran ciudad, que no es otro que el servicio de limpieza e higiene urbana.

     Al día siguiente fue a  recoger el uniforme. De nuevo se demoraron dos horas más de las necesarias para entregárselo. Era una curiosa y estrambótica indumentaria la que tenían que llevar, consistente en un pantalón, camisa, jersey, chaqueta y chaquetón amarillos y verdes chillones, con franjas refractantes por todos lados. Si a cualquier parte del traje le daba algo de luz, parecía un puto árbol de Navidad.  Tras recoger el trajecito acudió a una nueva cita con el dentista, que de nuevo le hizo un puñado de dolorosos empastes, aunque esta vez el chaval lo llevó mejor, por aquello de la costumbre.

     El sábado siguiente, seis de abril, Roberto tuvo su primer día de trabajo. La hora de entrada  era totalmente inhumana, a las siete menos cuarto de la mañana, lo cual implicaba casi ni acostarse para llegar a la hora. Tuvo que levantarse a las seis menos veinte, hora no del todo mala, pues afortunadamente podía ir en RENFE hasta la misma puerta del trabajo y ya se sabe que el tren es la forma más rápida de transporte público. Y además de ser la más rápida es también la más barata, pues a esas horas tan tempranas no hay ni el rumor de los esbirros del sistema y en Embajadores los tornos son de apertura automática para salir. 

     Obviamente todavía era de noche a la hora en que enfiló el habitual camino hacia el tren. Las únicas personas que pululaban por las calles eran algún otro pobre desgraciado como él que tenía que ir a trabajar un sábado a esas horas, o algún grupo de borrachos que se batían en retirada. El siempre había pertenecido a este segundo grupo, por lo que conforme les fue viendo no pudo evitar envidiarles  por el hecho de que en media hora estarían durmiendo la mona en su camita y no como él que estaría dándole a la escoba. En cualquier caso le iban a pagar por ello, por lo que no se sentía tan miserable, aunque sabía positivamente que si se viera obligado a trabajar más de los dos meses previstos en ese empleo, se tendría que hacer adicto a la cocaína o algo así para soportarlo. Eso de madrugar los fines de semana y los festivos es una de las peores cosas que puede haber en el mundo laboral. Cuando en los días posteriores algunos de sus compañeros se vanagloriaran de no haber tenido un día de descanso en cuatro años, trabajando a diario en esto de la limpieza, y pegándose los correspondientes madrugones los trescientos sesenta y cinco días del año, se fue reafirmando en su opinión de la estupidez supina de gran parte de la especie humana. A proporción no ha conocido trabajo ni situación como la de esa empresa de limpieza en lo referente a gilipollas por puesto. El noventa y cinco por ciento de la gente que trabajaba con él eran auténticos idiotas profundos, que tenían encima el agravante de no limitarse a llevar una vida de moderno esclavo miserable asumiendo su parasitaria condición, sino que encima se daban importancia y se mostraban orgullosos de ser una hormiga del sistema (en el caso de los barrenderos) o un esbirro cenutrio (en el caso de los capataces). Que cierto es eso de que el triunfo del despotismo moderno es hacer creer a los esclavos que son libres. Menos mal que siempre hay gente como Roberto que sabe la verdad de todo esto.

     “Madrid limpio y verde, es capital”, este es el estúpido lema que reza cosido en los uniformes de los barrenderos y serigrafiado en carros y vehículos de todo tipo.  Es sospechosamente parecido al que tienen los nazis castizos: “Madrid limpio y blanco, es capital de España”.  Parece que en cierta manera se le ve el plumero a Manzano,  nunca mejor dicho, por cierto. El cantón al que estaba destinado Roberto era el de Martín de Vargas, en el distrito de Arganzuela. Es este un lugar que lleva en la zona desde tiempos inmemoriales, habiendo sido siempre parte del servicio de limpieza de la Comunidad de Madrid, como reza el cartel de la entrada.  Visto desde la fachada  engaña y toma el aspecto de un moderno lugar perfectamente  habilitado para realizar las tareas de limpieza. En cuanto cruzas la valla de la entrada y doblas la esquina compruebas atónito que se trata de  una cloaca infecta de lo más nauseabundo que puede haber.  Es paradójico, pero la fachada en la que reza “limpieza” no deja ver la mierda.

     Roberto no sabe a ciencia cierta como eran las fábricas en las que se pudría el proletariado ruso que protagonizó la revolución de Octubre del 17, pero nada más entrar sospechó que no andaría muy lejos del lugar en el que él estaba entrando ahora con una cara de sueño cosa seria. Claro, sospechar siquiera que la gente que cuando él llegó ya estaba perfectamente vestida y predispuesta a coger la escoba media hora antes incluso de la brutal hora de salida, se iba a plantear que las condiciones de cualquier tipo de trabajo nunca han de ser infrahumanas era ser muy optimista; y por lo tanto, pensar que por su cabeza rondara la idea de rebelarse ente ello era ya ser muy ingenuo. De todas formas con los días iría comprobando que humanos, lo que se dice humanos no había muchos por allí.  Roberto era optimista por naturaleza, pero ingenuo no, por lo que decidió unirse a ellos lo mejor que pudiera sin plantearse nada.   En cualquier caso tendría que otorgarles el beneficio de la duda, pues a lo mejor el trabajo y el lugar no eran lo que sus soñolientos ojos estaban apreciando a primera vista. Lo mejor era empezar a trabajar y ver como se desarrollaba la historia, aunque su olfato le decía que el lugar y el oficio eran de lo peor. Roberto siempre confía en su olfato, pues este no es otro que el resultado de la experiencia, y experiencia es algo de lo que él tiene bastante.

     Según se atraviesa la valla de entrada, se observa la parte trasera de un gran container, a cuya espalda aparca siempre un camión de basura. Nada más doblar la esquina aparece ante la vista una zona de guerra, más parecida a un vertedero que a cualquier otra cosa. Hay dos containeres más, tan sucios que es difícil averiguar de qué color son, llenos de basura. Al final de este patio de barro salpicado por todo tipo de desperdicios hay otro par de containeres “trituradoras” donde se vacían los camiones pequeños que van recogiendo los desperdicios acumulados por los barrenderos. Junto a estas infectas máquinas se apiñan los carros, absolutamente cubiertos de mierda. Y dando a este campo de batalla están los vestuarios, dos puertas distintas. En el de hombres también se accede a la oficina del capataz,  al que Roberto apodó enseguida como “el incapaz”, vista su forma de trabajar.  El  vestuario de los hombres es absolutamente anacrónico, pues sigue conservando la misma estructura de cuando se construyeran allá por los años cuarenta. Consiste en dos habitaciones, en la primera de las cuales se sitúan las taquillas ( lo único moderno de la zona) , ocupando los lavabos el segundo habitáculo.  Y qué servicios, da asco hasta vomitar en el suelo, así de sucio está. Son como una continuación del patio, sólo que peor. Conservan los mismos sanitarios del primer día, salvo que con la mierda acumulada durante el paso del tiempo. Dice  la leyenda que de vez en cuando algún samaritano le da un manguerazo para eliminar la capa de mierda más superficial. Son realmente infectos. Si en el infierno hubiera servicios serían algo mejor que estos, los cuales solo valen para mear, bien  retirado del meadero,  y en caso de extrema necesidad.  Y los vestuarios son paupérrimos, parecen los del  servicio de limpieza de Eritrea,  con un único y sucio banco de madera de tan sólo dos metros para todo el personal.  El olor que se quedó impregnado allí tras la primera muda de los empleados  lo hizo  para siempre en sus paredes, por lo que al entrar allí una sensación de náuseas te recorre el cuerpo. Tiene una ventana para ventilación, pero que da al patio, por lo que es mejor ni tratar de abrirla “virgencita, virgencita  que me quede como estoy”. Con el paso de los días Roberto se fue acostumbrando, malo, no hay que acostumbrarse a semejantes lugares, pues al final puedes verlos como normales y llegar a convertirte en un animal salvaje e insensible como  la mayoría de los compañeros que le habían tocado en suerte. Y el despacho del incapaz es ya para morirse, pues consta de una senescente mesa de madera carcomida y una  estantería  repleta de formularios. Tan sólo un equipo de música humaniza algo el sitio.

     Por ser ese el primer día los empleados salieron en su mayoría por parejas, diciéndoles el capataz que los veteranos de otros lugares salieran con los noveles para enseñarles el oficio. La verdadera razón es que los que como Roberto salieron en pareja lo hicieron porque la incompetencia de los capataces no les permitió  igualar el número de carros al de empleados, por lo que tuvieron que repartirse el trabajo.  La gente comentaba que estaba muy bien eso de que el primer día fueran por parejas para así cansarse menos y aprender la mecánica del trabajo, todo un detalle del capataz. Roberto enseguida se dio cuenta (tampoco hay  que ser muy listo) de que la cuestión era puramente logística, por lo que así se lo hizo ver al capataz. “ no habéis previsto bien el número de carros, ¿eh? – le dijo irónicamente. “Si – contestó – habrá que apañarse hoy así”. ¿Cuándo aprenderá la mayoría del proletariado que el jefe es un ser despreciable que sólo piensa en su interés y en el de sus amos aunque lo disfrace de atención hacia el obrero?

     Mentalmente Roberto encendió la esperanza de que le tocara con alguna de las mujeres, bueno, con una en concreto que era la única que parecía poder tener una conversación agradable y que no se parecía a la madre de “Carrie”. Por supuesto que no le pusieron con esta chica, sino con un hombre, o algo parecido, pues se trataba de un alcohólico en fase descendente vertiginosa del cual todos los demás empleados huían a causa del nauseabundo olor a cazalla que desprendía.  Era este un ser extraño, el cual físicamente daba la impresión de ir a diñarla en cualquier momento, así de demacrado era su aspecto. De cuerpo extremadamente enjuto, coronado por un enmarañado, sucio y grasiento pelo, con rostro moribundo consistente en una colorada faz carcomida dios sabe por qué extraña enfermedad derivada de la ingesta de alcohol seguramente; la nariz cuarteada y en carne viva como la de un leproso y el aliento corrosivo de alcohol fermentado directamente en las entrañas del infierno. Los ojos rotundamente rojos y lacrimosos no reflejaban ningún tipo de vida inteligente. Por lo menos era una buena persona, aunque no por sus virtudes, sino por la absoluta abulia en la que el alcohol le había sumido. “Empezamos bien – se dijo para entre sí Roberto”.

     El trabajo que tenían que desempeñar era de lo más sencillo. Consistía en seguir una pequeña ruta marcada en un extracto de plano urbano de la zona y conseguir limpiarla en las siete horas que duraba la jornada. El camino estaba incluso marcado con unas flechas, tipo baldosas amarillas, siguiendo las cuales el barrendero empezaría en un punto y terminaría en el final, serpenteando como en esos pasatiempos en los que hay que encontrar el camino para llegar hasta un tesoro.  Yendo para adelante cual burros, sin levantar incluso la cabeza, podrían realizar su trabajo, con la única dificultad de que de diez a diez y media tenían el descanso y de que cuando se fueran llenando las bolsas de los cubos debían dejarlas en uno de los dos puntos de recogida de basura indicados en el plano. Pues bien, para un ser como el compañero de Roberto, el trabajo era algo complicadísimo, pues era incapaz de retener en su abotagada cabeza la hora a la que debían de tomarse el bocadillo, los puntos de recogida o la ruta que debían seguir.  Roberto decidió tomárselo todo a coña y pensar en la situación como algo cómico, pues si se fijaba en el trasfondo dramático del asunto la jornada podía ser insoportable. Pero el caso es que ya se sabe que el exceso de comedia es drama y viceversa, por lo que el día fue bastante dramático para el chaval, al tener que compartirlo con un hombre destrozado por la vida y que deambulaba por ella sin percatarse de nada.  Roberto comprendió entonces que hay muchas formas en las que un hombre puede ganarse la vida, pero que también hay otras muchas para  que la vida gane al hombre. El caso de este pobre desgraciado  era un ejemplo claro del triunfo aplastante de la vida.

     La jornada con el alambique humano comenzó justo en la puerta del cantón de limpieza, pues debían de empezar en la calle Martín de Vargas y bajar por unas cuantas más y otras adyacentes. A primera vista a Roberto le pareció una ruta muy corta, pues andando se recorrería en apenas un cuarto de hora, por lo que al no ser que hubiera pasado por allí el Papa en el papamóvil , con el consiguiente derroche de confetis y demás que realiza la tropa, su olfato le dijo que eso lo barrían dos personas en un periquete.

 

                    ¿Tú has trabajo alguna vez en esto?- preguntó la botella .

                    No – contestó el chaval medio aturdido ante el etílico viento que llevó hasta él las palabras de su compañero.

                    ¿Prefieres el cepillo o  el carro y la pala?

                    Me da igual, lo mejor será turnarse para no aburrirse.

                    A mí me da igual, si quieres coge la pala y si no el cepillo, yo cojo lo que tú prefieras.

                    Mejor nos turnamos un rato con la pala y otro con el cepillo, ¿vale? – repitió.

                    A mí me da igual, tu coge lo que quieras, el carro o el cepillo.

 

     Roberto decidió dejar aquí la conversación y empezar a empujar el carro viendo que era imposible dialogar con el hombre este. Tal vez cuando se le pasara el efecto de los doscientos carajillos que se habría tomado para desayunar pudiera mantener con él algún tipo de conversación coherente. O a lo peor se volvería todavía más imbécil. En cualquier caso sería algo curioso de ver.

El trabajo que tienen que desempeñar consiste en que uno de los dos vaya con un cepillo grande haciendo montones de mierda tanto en aceras como en carretera, mientras que el otro va empujando el carro y recogiendo los montones con un cepillito y una pala. Por supuesto que las palas tienen el mango de madera noble, por lo que pesan mogollón. En otras empresas tienen palas de aluminio, que son muy ligeras, pero eso sería en este caso pensar que el señor Florentino Pérez se preocupa por  sus trabajadores, que es como pensar que Jack “el destripador” tenía intereses científicos en sus descuartizaciones. También tienen que ir vaciando las papeleras, trabajo que se reparten los dos por igual. Es de lógica pensar que el barrendero lleva unos guantes gordos para  trabajar. Pues como en todo hay una excepción que confirma la regla: el compañero de Roberto.

   

     -Yo es que con guantes no me apaño – decía mientras metía la mano en las papeleras y cogía cosas incalificables del suelo. – Ahí los tengo en casa.

                    Tú lo que eres es un puto cerdo, tío – pensó en decirle, aunque viendo como cogía algo del suelo, lo echaba al carro y luego se tocaba las narices o el pelo comprendió que mejor no decir nada. Lo único que tenía que procurar era evitar cualquier tipo de contacto físico con él y  caminar siempre a favor del viento si estaba detrás de él y contra el viento  si tenía al alcohólico detrás. Aún con esta precaución del viento, no pudo evitar en ningún instante del trabajo percibir el pútrido olor que este ser desprendía, pues parecía caminar envuelto en una nebulosa de hedor etílico de varios metros de diámetro.

                    Te  voy a dar una llave para que tengas una.

                    ¿De qué?- preguntó Roberto.

                    De las papeleras.

                    ¿También tenemos que vaciar las papeleras?

                    Claro – contestó la petaca mientras abría una con una extraña llave de plástico y vaciaba su interior en uno de los dos cubos del carro. Luego la dejó en su sitio y preguntó al chaval si se había enterado de cómo se hacía.

                    Es fácil – dijo él intentando sacar otra que había al lado. Al ser la primera que abría lo hizo con mayor dificultad que su compañero, y no por que la cosa requiriera práctica alguna, sino que si lo haces con cuidado para no mancharte y no ver el nauseabundo interior de la misma  pues el trabajo se demora algo más. Como el alcohólico, aparte de cogerla sin guantes miraba en su interior para ver lo que había y no le importaba inhalar el hedor que de ella saliera, pues lo hacía más rápido, diciéndole al chaval que no era tan fácil como parecía.

                    ¿Y a qué hora podemos descansar? – preguntó el barril.

                    A las diez, hasta las diez y media.

                    Pues tendrás que acordarte tú de la hora porque yo no valgo para esas cosas.

 

     Roberto pensó que aunque, obviamente, su compañero no parecía una lumbrera no iba a ser tan simple como para olvidar algo tan sencillo como la hora del bocadillo. Lamentablemente se ve que el alcohol ha destrozado cualquier atisbo de neurona en este hombre, pues le preguntó cinco veces más hasta que dieron las diez que a qué hora era el descanso. Empezaron a recoger lo poco que había por el suelo, que era bien poco, pues había llovido la noche antes y como además hacía unas horas que otros empleados habían limpiado la zona, pues no daba tiempo material a que se ensuciara. La conversación con la botella se agotó en los primeros diez minutos de empezar la jornada, aunque estuvieron hablando  más o menos hasta eso de las once, solo que la conversación era siempre la misma. La botella le decía que “lo malo es coger las hojas pegadas al suelo, menos mal que ahora no hay muchas.”  Otras veces decía que “hay que coger todo lo que veamos, que si no viene el jefe y nos la cargamos” “Despacio, hay que ir despacio”. Y esas tres eran las únicas frases que decía el hombre. A Roberto le extrañó que en la media hora que llevaban ya de trabajo el borracho no hubiera sacado ninguna petaca o algo así para pegarle un tiento, por lo que pensó que tal vez mejoraría su estado mental durante la mañana si no ingería alcohol. No obstante cuando le empezó a decir una y otra vez su cuarta frase de “antes del descanso – que a qué hora es –  podemos tomar un bote o fumar un cigarro pero con cuidado de que no nos vean, que si no…” “Este quiere pimplarse una birra pero ya –pensó Roberto”

 Efectivamente, de siete y media a ocho menos cuarto estuvo todo el rato diciendo esto mismo, mientras que Roberto le decía que se comprara lo que quisiera y se lo tomara, que no iba  a pasar nada. Le dijo que fuera a una gasolinera de su zona que sería el único sitio abierto. El borracho dijo que en las gasolineras era muy caro. Roberto le sugirió que en un bar entonces, pues al ser tan temprano estaría todo cerrado. El alcohólico le contestó que también era muy caro en los bares y se empeñó en ir a un chino que él decía que estaba abierto a esas horas. “Joder -pensó el chaval-  ni que tuviera que hacer la compra del mes en la gasolinera, total por unos céntimos más que le va a costar la birra” El caso es que el hombre se fue callejeando hasta que apareció al rato con una lata de medio litro de cerveza. Como había empezado a llover se refugiaron debajo de un tejadillo  hasta que escampara, pues no tenían ningún tipo de chubasquero.  El hombre se  hincó  la birra de tres tragos mientras que Roberto le decía que no tuviera tanto miedo que era imposible que nadie le viera en el lugar donde estaban. “Ya, pero es que si me pillan… –decía una y otra vez mirando temeroso para todos lados”.”No creo que venga nadie por aquí, el trabajo es muy sencillo. ¿quién va a controlarnos?”  Y no terminó de decir esto el chaval cuando apareció un coche del servicio de limpieza con dos esbirros dentro. Se pararon justo a su lado y se dirigieron a ellos en plan borde total.

                    Nombre y zona. – dijeron prepotentemente.

                    Roberto García.

                    Ja-Jacinto Díaz.

                    Traigan el papel de la zona.

Roberto miró hacia el cielo haciendo ademán de que estaba lloviendo y si iba hacia el coche se empaparía. Sabía que los niñatos del coche, porque eran dos niñatos de a penas veinticinco años, no iban a salir a mojarse, pero les puso un poco a prueba.

     -Qué traigan el papel de la zona – exigieron.

 Roberto se lo entregó  y volvió a resguardarse. Una vez comprobaron que estaban efectivamente en la zona que les correspondía, siguieron con las tonterías.

 

                    ¿Se puede saber qué hacen ustedes ahí parados?

                    A ver si va a ser por la lluvia – contestó el chaval irónicamente. Le devolvieron el papel y se fueron con la misma cara de perro rabioso con la que habían venido.

                    ¿Y estos gilipollas quienes son?

                    Son los jefes, bueno unos de ellos, ya te dije que vendrían. Vamos a seguir limpiando , que si no…

                    Tranquilo, hombre, vamos a esperar a que escampe, no pensarán que vamos a empaparnos.

 

     Al poco rato volvieron los esbirros, diciéndoles que acababan de hablar con el capataz de su cantón y este había ordenado que volvieran para coger los chubasqueros y siguieran trabajando. Roberto les trató de explicar que se trataba de una nubecilla que descargaría en unos minutos y luego podrían seguir trabajando. Si iban hacia el cantón se iban a mojar por el camino y luego les estorbaría el chaquetón. Como era de esperar no hicieron caso a la lógica y les ordenaron de malos modos que fueran inmediatamente al cantón. Roberto no sabía, por ser el primer día, que si llovía no podían obligarles a trabajar sin entregarles un traje de agua consistente en unas botas, un pantalón y una chaqueta impermeables, y no sólo el simple chaquetón con capucha que les habían dado. Por supuesto que los del coche sabían esto, pero como ellos dos no les dijeron nada pues les ordenaron lo que ya sabe el lector. El alcohólico debería haber conocido esto pues llevaba mucho tiempo limpiando las calles, pero claro, si no se acordaba de la hora del bocata como se iba a acordar de sus derechos. Tuvieron que empaparse hasta llegar al cantón, coger el chaquetón y salir de nuevo a la calle justo cuando se abrió el día. Entre la lluvia, la vuelta al cantón   y la búsqueda de la cerveza habían trabajado bien poco. Siguieron con la ruta indicada, ante las constantes preguntas de la botella, que insistía en mirar el plano cada cinco minutos. “No te preocupes –decía Roberto cada vez más desesperado- que me sé perfectamente la ruta, no hace falta que la miremos más” Porque, además, siempre era él quien tenía que coger el plano y explicarle a la petaca por donde iban y por donde seguirían luego. “Si son cinco calles mal contadas – se desesperaba el chaval”. “¿Y a qué hora tenemos que parar?-insistía la jarra”.

     El trabajo de barrendero es lo más anodino del mundo, sobre todo a esas horas tan tempranas y en fin de semana, por lo que a eso de las nueve Roberto estaba ya asqueado. Si por lo menos le hubiera tocado un ser humano por compañero se pasarían antes los segundos, ya no los minutos ni las horas, qué va, los segundos, que estando en semejante compañía  se percibe como pasan uno a uno los segundos.  Y cuando el alambique cogió confianza con el chaval, le dijo que podía ir a comprar otro bote a algún sitio. Roberto pensó que no estaría de más librarse aunque fuera por unos minutos de ese nauseabundo olor que le mareaba cada vez más, por lo que le dijo que primero él iría  a mear a un bar y luego se quedaría en el carro para que pudiera comprarse el bote de birra. Así por lo menos logró estar cinco minutos lejos del hedor etílico. Se pusieron bajo unos soportales de la calle Curtidores, viendo pasar el día, eso sí con el cepillo en la mano por si aparecía la furgoneta de los esbirros. La botella se quedó detrás de una columna tomando el nuevo medio litro de cerveza.  Roberto se separó de él, pues el viento estaba revoltoso y a veces le venían auténticos bofetones de un aliento aumentado ahora por la cerveza ingerida. Decidió no pensar en nada, pues si lo hacía a lo mejor dejaba colgaba la escoba ese mismo día. Pero cuando oyó el sonido de la vomitona de su pobre compañero en unos matorrales no pudo evitar sentir lástima del hombre. Se hizo el sueco, ya que todavía sería más ignominioso para el alcohólico darse cuenta de que su compañero sabía que estaba en tan decadente estado que hasta vomitaba lo que bebía. Roberto decidió seguir con la ruta, a ver si barriendo un poco lograba distraer su mente del hombre acabado que iba callado junto a él.  Y durante la hora que les quedaba para el descanso la botella abrió la boca sólo para repetir el mismo estúpido comentario: “ ¿A qué hora es el descanso?. Yo voy a una tienda de ahí arriba y me compro un bote, tú ves donde quieras, yo voy ahí” . Joder, lo dijo diez veces.

Cuando por fin llegó la hora del descanso Roberto paró junto a la primera tienda que vio, pasando a ella para comprarse un bocata y una cerveza.  La petaca se quedó fuera como pensando que no le cuadraba mucho comprar algo en un lugar distinto al de otras veces. Finalmente se decidió y entró a por una cerveza. Fueron a tomársela a un parque cercano, que por lo menos era mejor que unos coches junto a unos contenedores donde quería quedarse el barril. Roberto se compró una flauta de jamón york y queso, pero al abrirlo comprobó sin asombro que le habían puesto lacón del malo con queso fresco. “Por aquí deben de estar todos igual de gilipollas – pensó”.

Por su puesto que el cubata no se pidió nada de comer, él sólo bebía. Cada vez tenía la cara más roja y la nariz más en carne viva. Parecía a punto de ir a sufrir algún tipo de ataque. A las diez y media en punto volvieron a darle a la escoba, pues Petaca empezó a tener miedo de que les vieran parados después de la hora del bocata.  Roberto sentía verdadera lástima de su compañero,  viendo como se tambaleaba casi sin poder sujetar el cepillo. Ni que decir tiene que no volvieron a intercambiar palabra alguna, pues Alambique casi ni podía barrer nada, como encima para hablar… El único acto voluntario que hizo fue comprarse otro bote de cerveza, pues parece que cada media hora tenía que llenar el depósito. Roberto empezó a sentir que los segundos tienen décimas y centésimas.  Empezó a observar las calles por las que pasaba, leyendo todo lo que tuviera letras para engañar a su mente, pues encima el trabajo se había acabado a eso de las once y todavía tenían que estar casi tres horas más paseando el carro. A  las doce y media se toparon en una de sus calles con otros dos cepillos, un sudamericano con cara de desesperación y  una  mujer con cara de todo menos de mujer. Al juntarse la propia naturaleza se encargó de emparejarles.

 

                    ¿Qué hacéis por esta zona? – preguntó Roberto.

                    Esta calle está en nuestro plano, somos del cantón de la Puerta de Toledo. – contestó el otro.

                    Pues mejor, así barremos menos todavía.

                    ¿A qué no hay casi nada que hacer?

                    La lluvia ya lo ha hecho todo por nosotros. Mejor, ¿no?

                    Claro, pero es que la tía esta no se entera – dijo el sudamericano señalando a la otra que barría una hoja que estaba pegada al suelo. – Esta mujer se cree que está en su casa y tiene que barrer hasta las esquinitas. Ahora se pondrá a fregar el piso y todo.  Mira que se lo digo, pero nada, dice que le dan rabia las hojitas y las quiere barrer todas y yo las tengo que meter con la pala en el cubo. No señor, esto no se puede aguantar.

                    Pasa de ella – le aconsejó Roberto.

                    Pu, pues esta zona es nuestra.- dijo el coctail.

                    Si, ya – contestó la anormal.

                    ¿Tú llevas mucho traba, trabajando aquí?

                    No, he empezado hoy – contestó ella mientras barría ávidamente la arenilla del suelo.

                    Pu, pues mira lo que nos hemos encontrado – la dijo enseñándole un muñeco de plástico de ET que Roberto había descubierto en el suelo.

                    Pues para tus hijos , mira qué bien – dijo ella en vez de preguntarle directamente si estaba casado y tenía hijos.

                    Qué va, si yo no tengo ni mujer – contestó Coma Etílico.

                    Pues yo  tengo dos hijos.

     Y así siguieron hablando ante la  desesperada mirada del sudamericano al ver como ella barría el suelo, porque a la tía le daba rabia ver una hoja tirada; y ante la estupefacción de Roberto que veía como Copa de Ginebra Caliente y Bitelchús estaban ligando mutuamente. “Afortunadamente Dios los cría y ellos se juntan – pensó viendo a la extraña pareja”  Y así estuvieron caminando los cuatro aunque estaba absolutamente prohibido deambular juntos por las calles, pero como a Roberto y al otro les traía sin cuidado, Botellín prefería arriesgarse y tratar de ligarse a la mujer y ésta no se enteraba de nada, pues siguieron dando vueltas juntos hasta que dieron la una y media y cada mochuelo se fue a su olivo. No obstante, a los diez minutos de haberse conocido  Bitelchús repudió claramente a Petaca, pues el hedor que este desprendía era insoportable hasta para ella, que a pesar de tener bigote, una sola ceja, gafas de culo de baso y dientes podridos, tenía algo de buen gusto.

 

     -Vamos ya al cantón – sugirió Roberto- es absurdo que continuemos dando vueltas.

                    No podemos hasta menos diez.

                    Si hubiera trabajo lo entiendo, pero llevamos ya tres horas sin hacer absolutamente nada. Si nos dice algo le explicamos lo que pasa.

 

     Aunque Botella se negaba regresaron al cantón a las dos menos veinticinco.  El capataz se mostró asombrado al verles tan pronto de vuelta. Roberto le explicó lo que pasaba y éste lo entendió pero les mandó limpiar parte de la mierda del patio hasta que llegara la hora. “Nota mental- pensó el chaval – en lo sucesivo no aparecer por aquí hasta las dos menos diez”. Y en ese asqueroso trabajo estaban cuando el incapaz salió con un bidón de gasolina y ordenó a  Roberto que le siguiera, sin darle mayores explicaciones. Roberto soltó la escoba ipsofacto y se alegró de que le sacasen de allí aunque no sabía para  lo que era. El capataz salió a toda hostia del lugar y comenzó a caminar rápidamente por la glorieta de Embajadores, hablando por un móvil. Roberto le seguía a duras penas, pues el tío iba casi corriendo. Cuando dieron la vuelta completa a la gran rotonda, se paró en seco y le preguntó a él que si sabía donde coño había una gasolinera.  “Pues por allí hay una, se ve desde aquí” “Toma, échale cinco litros de gasolina y llévala a  la Puerta de Toledo, que se ha quedado una moto tirada. Corre que mira la hora que es, como nos pillen ya verás”

 

     Roberto fue hasta la gasolinera. Aunque el incapaz le había dicho que echara gasolina, él sospechaba que esos cacharros que van por las aceras deben de ir a gasoil. Le preguntó al gasolinero ,que tendría que saberlo pues esos cacharros repostan siempre ahí. Le confirmó que esas motos iban a gasolina, por lo que se dirigió con su bidón al rescate. Efectivamente, cuando llegó y fueron a echar el combustible vieron una etiqueta que decía que la moto era diesel. “Pero si le he dicho al capataz que la moto es diesel – dijo el motero” “Pues ya ves” El de la moto   llamó de nuevo al jefe y este le dijo que Roberto fuera de nuevo a la gasolinera, que estaba tela de lejos y consiguiera gasoil. Y así lo hizo. Al volver al cantón allí no quedaba ya ni el Tato, siendo el incapaz el único que estaba. “Perdona tío, es que yo he dicho gasolina pensando en combustible, no me he dado cuenta de que era diesel” “ Es igual –contestó Roberto” No obstante el paseo no había sido en balde pues el incapaz le apuntó una hora extra, que conmuta como dos, aunque está claro que no se la incluyeron posteriormente en la nómina.  Roberto había decidido cambiar de turno, pues esos madrugones no tienen que ser buenos para la gente de bien, por lo que le comentó a su incapaz si cabía la posibilidad. Cómo no, él no sabía nada del tema y le dijo que para eso tenía que rellenar una solicitud y ya le responderían las altas esferas. “Malo – se dijo- este sitio funciona a base de solicitudes, menudo contacto entre jefes que hay, sólo se limitan a ordenar y a temer según estés arriba o abajo, y además cada uno de ellos juega este doble rol, teme y obedece al superior y ordena y avasalla al inferior. Mal voy a estar aquí”.

            Como la de un general, así fue la siesta que se echó ese día después de comer como una alimaña.  Y luego hay gente que se queja de que sufre insomnio. Sesudos científicos investigan sobre como combatirlo: que si pastillas, hipnosis, terapias psicológicas, etc. Y una mierda para ellos, el mejor remedio es levantarte a las cinco y media para empujar un carro siete horas, ya verán como se les quita eso del insomnio, enfermedad burguesa donde las haya.

     A la mañana siguiente, o a la noche según se quiera enfocar el asunto, Roberto volvió a cambiarse de nuevo en los vestuarios del cantón. Se encontró con Botella, el cual estaba algo aturdido metiendo sus cosas en una bolsa. “Me , me mandan a Legazpi, que dicen que falta gente”. Roberto se despidió de él, respirando por la boca, como siempre hacía. “A este lo que pasa es que se lo irán pasando entre los incapaces como la falsa moneda. Espero que tenga suerte, aunque viéndole creo que el pobre ya no tiene ninguna salvación”.

     Confió en que el incapaz hubiera conseguido más carros y poder ir sólo escuchando música con el Walkman. Pero no, los carros seguían siendo los mismos, por lo que le asignaron otro compañero, Faustino. Y mira por donde que este hombre cuarentón resultó ser el único ser humano del lugar,  a parte de él mismo. El incapaz repartió las zonas, como todas las mañanas y a las siete en punto ya estaban todos saliendo por la puerta. 

                    Si quieres lo mejor  que podemos hacer es turnarnos con el cepillo y el carro, para no cansarnos, ¿no? – dijo Faustino 

                    Claro hombre, eso es lo bueno-  contestó él entusiasmado por el cambio de compañero.”

                    La verdad es que no hay nada que hacer ¿eh?, está todo limpio.

                    Si, ayer yo estuve todo el rato dando vueltas por la zona.

                    Pues yo paso de dar vueltas, vamos bien despacito, parándonos de vez en cuando y eso , que yo no repito calle. Por cierto, qué tal ayer con el alcoholacha?

                    Pues imagínate, no se enteraba de nada y no hacía más que tragar cerveza.

                    Joder, yo no podía ni estar a su lado, menuda peste que echaba el tío, no sé como aguantaste tú.

                    Pues ya ves, con mucha moral.

 

Estuvieron trabajando tranquilamente  y charlando amenamente, por lo que enseguida les llegó la hora del bocata. Pero antes de eso tuvieron un encuentro con un coche de esbirros, esta vez del Ayuntamiento.  Iban  bajando una calle, cada uno por un lado, cuando un coche sin ningún distintivo se paró en medio de ellos. Iban tres personas en él, uniformados con trajes del Ayuntamiento. El conductor parecía el cabecilla, y así lo confirmó cuando habló y subió el pan un euro. “¿Qué hacen los dos juntos? “ “Pues barriendo” “No pueden estar juntos, está prohibido, tienen que ir cada uno por su zona, además sólo veo un cepillo” “ Es que uno lleva el carro y la pala y otro el cepillo” “Falta un carro, ¿dónde lo han dejado?” “Vamos juntos con el mismo carro” “Ya hemos metido la pata – dijo el copiloto” “Bueno, ¿ y no pueden ir a coger otro cepillo y barrer cada uno por un lado, separados para luego más tarde ir recogiendo los montones? Está por aquí el jefe dando vueltas y como les vea  juntos se van a enterar, lo tienen prohibido- siguió el pazguato” “ ¿Estamos hablando de lo mismo? –le preguntó  Roberto – se supone que tenemos que barrer , ¿no?, ¿Hace falta alguna estrategia napoleónica para hacerlo?” “Les digo que si viene el jefe…” “Vámonos anda, que estamos interrumpiendo el tráfico – dijo el copiloto haciendo un ademán de que el que conducía era más tonto que donde los hacen”.

 

                    ¿Tú te crees las tonterías que hay que oír, macho? – dijo riendo Faustino.

                    Esta gente roza le estupidez completa.

                    Ya te digo, no saben ni mirar un plano y dividir zonas, ayer pusieron a otro carro más en la mía.

                    Y en la mía también coincidimos con otros.

                    Lo que yo te diga, son tontos de baba. ¿Sabes cual es el problema? , que los pobres son guardias jurados de profesión pero les han contratado para esto, que hacía falta gente para esta nueva división.

                    Ahora entiendo todo, son esbirros del sistema. ¿Qué se puede esperar de alguien que se gana la vida con porra y pistola, qué encima sean capaces de pensar con coherencia? – dijo mientras los dos reían.

                    Ya te digo macho, y además son cerrados de mente que te cagas. Ayer  figúrate que un chavalito de aquí me dijo que se le pasó la hora del bocata porque iba con la moto caca esa o lo que sea. El caso es que le vio un capataz de estos a las diez y veinticinco todavía trabajando y le dijo que si ya había desayunado. El chaval cayó en la cuenta de que se había olvidado y el otro en vez de decirle que parara media hora a desayunar le dijo que a  ver si el próximo día no se le olvidaba porque ya no podía pararse nadie, que podía venir un jefe y se iba a liar si le veía parado después de y media. Y el chaval se quedó sin desayunar.

                    Vamos, me iba a haber quedado yo sin desayunar por los cojones.

                    Ya te digo,macho, qué más dará parar antes o después mientras que pares media hora sólo.

                    Estos son unos gilipollas. Siempre nos están amenazando con un supuesto jefe a lo “gran hermano” que nos vigila y controla y que nos castigará severamente si no hacemos todo según dicen sus estúpidas mentes. Es como este idiota de antes, que nos quiere enseñar a barrer y nos amenaza con que viene el jefe para que le hagamos caso, como si fuéramos unos timoratos de mierda.

                    Ya te digo, pues que no se pase que le pego un palazo – concluyó Faustino entre risas.

 

     Desayunaron algo en un bar para seguir a la media hora dándole a la escoba. Y en estos quehaceres estaban cuando ocurrió algo que a punto estuvo de dejar a Roberto sin trabajo. Resulta que mientras estaban barriendo una zona  se toparon con un indigente portugués que estaba parado tras un coche Clio contando unas monedas que había colocado sobre el maletero del mismo.  El chaval se estaba haciendo un gran lío con los céntimos de euro por lo que le preguntó sonriente a un hombre que pasó a su lado que si había más de un euro ahí. El hombre le dijo que sí y se largó a toda prisa.  El portugués se alegró de la respuesta del hombre que le había dicho que sí y empezó a reír mientras contaba histriónicamente las monedas.  Roberto, al pasar por la acera de enfrente a la suya, pensó en cruzar y ayudarle en las cuentas pues  seguía haciendo gestos de no saber cuantos escudos sería todo eso. El caso es que cuando iba a hacerlo vio como al final de la calle apareció un coche del departamento de limpieza con su incapaz dentro. Como les habían prohibido hablar con la gente, ni dejar por un instante de barrer, decidió no arrimarse al chaval. Y esperando estaba a que la furgoneta llegara hasta allí cuando vio aparecer por el otro lado de la calle a una pareja con pinta deshumanizada: ella vestida a lo “fashion” y él lo mismo, con barba recortada y todo. Se dirigían directamente hacia el vagabundo con cara de pocos amigos. “Malo – se dijo el chaval” Y efectivamente no se equivocó en su primera impresión, pues nada más llegar se pararon junto al Clio y le dijeron con muy malos modos al portugués que el coche era de ellos y que quitara inmediatamente todo lo que había en el  maletero. El indigente les dijo, sonriendo, que perdonaran y que esperaran un minuto que ya lo quitaba. Y ante esta respuesta el imbécil moderno le gritó autoritariamente: “¡lo quitas ya¡” “Si , ya voy “ “ Ya voy no, que quites de ahí esta mierda, escoria – dijo muy enfadada la anoréxica.” “ ¿Eres idiota, además de un cerdo? – gritó el prepotente mientras empezó a tirarle las monedas al suelo.” “Lárgate de aquí, escoria – gritó la cocainómana empujando al pobre portugués que trataba  de que no le tiraran todas las monedas a la carretera. A Roberto le empezó a bullir la sangre al ver la actitud fascista de los dos desgraciados esos, por lo que cuando tenía aún una  papelera en la mano dio un paso al frente y miró desafiante al cachitas prepotente, exclamando para que le oyeran perfectamente: “serán hijos de puta, pero tú te crees como le están tratando. Par de cabrones”. Pensó en estrellar la papelera sobre su estúpido utilitario, pero al ver que la furgoneta se acercaba a ellos dejó la papelera en su sitio, quitándose no obstante los guantes como dando a entender al figurín que iba a ir a por él. El glaoumuroso chaval se dio cuenta de que los dos barrenderos estaban del lado del portugués, por lo que cuando este empezó a insultarle diciendo que era un maricón y que le chupara la polla, el estulto burgués hizo además de ir a por él , pero se lo pensó mejor y se dirigió rápidamente  hacia el coche. Lo cierto es que le salvó la campana, pues Roberto iba a por él directamente, ya que no soporta este tipo de vejaciones a las personas. Y la campana vino en forma de coche con dos incapaces dentro. Se pusieron justo en medio del Clio y de los barrenderos.  Les dieron un par de estúpidas órdenes del tipo “Hay una caja en no sé que esquina, recójanla y barran luego tal calle” El caso es que para cuando se hubieron ido ya se habían largado también los imbéciles del Clio.

     “¿Y a ese tonto que le pasaba? – preguntó Faustino refiriéndose al figurín, pues él había  estado algo distanciado de la bronca.” Roberto le contó lo ocurrido y el otro contestó: “haberle dado con la pala, yo te hubiera ayudado si acaso hacía falta” “No me han faltado ganas, pero es que venían esos y no quiero perder el curro tan pronto”.

     A los siete días tuvo que ir otra vez al trabajo. Había sido una semana muy buena, salvedad hecha de la nueva visita al dentista, claro. Le llamaron del concurso de la tele, citándole para el siguiente lunes a las siete de la mañana en Príncipe Pío. También es casualidad que le llamen justo el peor día de la semana para él, ya que le pilla cansado y con el sueño alterado del trabajo del fin de semana. Trató de que le cambiaran la hora pero fue imposible, ya que las sesudas personas de selección de concursantes habían hecho todos los grupos muy escrupulosamente y él encajaba únicamente en ese grupo del lunes a las siete. Como era de esperar en esos días también recibió varias ofertas de trabajo., Le llamaron de varios bares y supermercados. Es matemático, cuando te hace falta no aparece lo que quieres y cuando ya no lo necesitas aparece.

       Una vez que las escaleras de la estación del tren del cercanías acabaron de subirle a la primera planta, se sorprendió desagradablemente al ver a un esbirro apostado en los tornos de entrada para controlar al personal que pasaba. Maldiciendo a este triste personaje, especie de recaudador de señores feudales, fue a la taquilla a  sacar el billete. Un euro con un céntimo. Hay que joderse, con un céntimo. Parece una tontería, pero qué va, en las primeras semanas del euro a todos los billetes le ponían esta coletilla de un céntimo y como la gente se hacía unos líos tremebundos con la moneda nueva, resulta que les cobraban diez céntimos en vez de uno. Multiplica diez céntimos por un mogollón de números y tendrás una gran cantidad de pasta para las arcas del señor feudal. El caso es que tuvo que comprar el maldito billete que no le serviría para nada una vez atravesada la aduana del triste esbirro, pues en el tren no hay revisor y los tornos de Embajadores ya se sabe que son automáticos. Esto cabreó bastante a Roberto, pero lo que ya le tocó las pelotas a dos manos fue el hecho de que perdió el tren con la tontería de ir a por el billete. Y ya se sabe que a las seis y veinte de la mañana de un sábado, y  si no se sabe aquí queda dicho, la frecuencia de los trenes es menor que la de los polvos que hecha un casado. Todo esto provocó un fuerte enfado en el chaval, que sentado en el frío asiento de la estación se dispuso a leer un poco para pasar el rato y no pensar más en el triste esbirro. Pero el caso es que cuando una persona duerme cuatro horas no tiene el cuerpo como para ponerse a leer, por lo que cerró el libro y se puso los cascos del walkman que había cogido para soportar el tedioso trabajo.

     Al igual que el fin de semana anterior, había grupos de jóvenes borrachos esperando el tren. Es realmente patético ver a estos grupos de chavales , pues si ya de por sí suelen ser algo tontos en general, ya borrachos son absolutamente despreciables. Hay que ver la de tonterías que pueden llegar a decir por minuto y lo alto que lo hacen. Y lo malo es que la borrachera que llevan es la peor que se puede llevar, pues no es tan grande como para dejarlos roncando semi-inconscientes  en el banco, ni tan pequeña como para ser un mero “puntillo” y que no se desinhiban como lo hacen. El caso es que era  la típica borrachera para dar la plasta, y vaya si la daban. Ya en el apeadero los comentarios parecían como de una competición entre la inteligencia y el que estaba hablando, competición en la que siempre acababa ganando la inteligencia, así de pazguatos eran los borrachos. Los chicos  no paraban de decir ordinarieces y de tirarse eructos, ante el beneplácito de los que les rodeaban, decían cosas como : “hoy no te han metido bien el rabo, eh, Puri” o “Esa tía quería chupármela pero yo he pasado porque tenía que ir a pegar al Chusqui, otro día me la follaré”. Y lo más triste de todo es que ante estos comentarios las chicas se reían.

     Durante las seis estaciones que hay hasta Embajadores fueron muchos los grupos de jóvenes y no tan jóvenes que bajaron y subieron. Los grupos de chavales jovencitos , también conocidos como “Warriors” o “Kids”  (por lo de las películas), tienen un pequeño pase porque son jóvenes y están borrachos, por lo que tienen derecho a hacer el ganso, como lo hemos hecho todos. Pero coño, los grupos de más de veinte años son patéticos cuando el nivel intelectual en conjunto no supera el de un guardia jurado cualquiera. A esta gente le suele dar por meterse con todo Cristo. Si hay una chica feucha en frente, se parten el culo de ella. Que la chica está buena,  la dicen barbaridades. Que el de enfrente es un pobre mentecato con pinta de currela, se meten con él y se ríen de la bolsa que lleva con el bocata. Que el de enfrente es un tío de uniforme, se meten con él por lo hortera que va vestido (ya que los uniformes siempre son irrisorios). Y si no hay nadie en quien vomitar su estupidez, pues empiezan a hacer el ganso, escupiendo en el suelo, armando jaleo o riéndose exageradamente de groserías dichas en alto. Son realmente patéticos, porque hay edades y edades para todo. Y ahí les tienes, tan felices con sus pedos y con lo que han hecho esa noche: pillar una borrachera gastándose mogollón de pasta, no comerse un rosco  porque no hay ninguna tía que pueda sentirse atraída por semejantes ocelotes  (y la que lo hace tiene todavía más delito que ellos) y liar un par de broncas con otras amebas de su especie. Y encima suelen ir disfrazados, arreglados como pensando en que por ponerse ropa de marca y echarse colonia van a triunfar en la vida, cuando deberían de saber que el único triunfo que puede obtener un hombre se encuentra en el “ser” y no en el “aparentar”. Claro que para seres tan vacuos e insensibles como ellos lo único que puede esperarse es que lleguen al “ser” pero por lo seres que son.

     Debido a lo del billete llegó algo tarde al trabajo, bueno llegó justo a las siete. Cuando entró ya no quedaba casi nadie dentro, pues llevan ahí desde las seis y media y antes de las siete ya están todos paseando los carros.  Se metió a los vestuarios y se cambió en dos minutos. El incapaz le dijo que había que venir antes y él le dijo que dependía del tren. A las siete y cuatro ya estaba saliendo por la puerta, esta vez  sin compañero. El incapaz le instó a que saliera muy deprisa de allí y mirara la ruta una vez estuviese en la calle porque “si viene un jefe y te ve todavía aquí a estas horas me cortan el cuello”. Eran las siete y cuatro minutos de la mañana. Lo de esta gente empezaba a ser ya paranoico. 

     Por fin podía salir solo con el carro, escuchando música  y vaciando la mente por completo, pues la responsabilidad y la concentración que exige el trabajo de barredero es inexistente. Le dieron una nueva ruta, que empezaba en la Glorieta de Embajadores  y abarcaba unas cuantas calles más como parte de Ferrocarrill, Tarragona e Islas Canarias. Andando se recorría en cuarto de hora, así que había que tomárselo con calma. Ir con un carro relativamente grande y con un uniforme estrambótico da cierta sensación de ser un claro centro de atención urbana.  Además te da licencia para caminar a tus anchas y vacilar un poco al personal. Roberto tenía la sensación de haberse colocado en la piel de Ignatius Really cuando iba empujando un carro de perritos calientes en aquella exquisita “Conjura de los necios” de Toole. Se dio cuenta de que la gente  de la zona, sobre todo los ancianos y los niños,  le veían como una especie de funcionario público a su servicio y como una especie de agente de la autoridad, pues le mostraban respeto  y demandas al mismo tiempo.  Durante ese primer día en solitario fueron muchos los ancianos que le saludaron a su paso, algunos hasta se paraban a hablar con él. Hubo uno muy cachondo que le dijo: “Oiga  joven, hay que ver lo elegante que va usted. Menudo traje tan elegante que les dan. Parece usted un ministro.” Roberto, claro, se rió ante el comentario, pues no sabía si el viejo le estaba vacilando o qué. En cualquier caso le contestó diciendo que no le comparara con un ministro, pues él se ganaba el pan trabajando.

     Trató de ralentizar el paso, pues todavía no era la hora del descanso y ya había hecho más de la mitad del trabajo.  No había venido ningún jefe a molestarle, por lo que la mañana estaba pasando estupendamente.  En su zona había un bar de esos de fast food camuflados, un Cambrinus. Este sería el lugar en el que Roberto se aseara y liberara a Willy por las mañanas, ya que el servicio estaba muy limpio a esas horas. Ese primer día le pidió permiso al camarero, un tío amargado de vida triste y gris que ni le miró cuando le pidió permiso para bajar al baño. El resto de los días ni se molestó en molestar al pobre camarero. El descanso lo pasó en un parque de su zona, que era el único lugar en el que podía sentarse y disfrutar del sol. Allí sentado también era el blanco de los comentarios de la tercera edad: “Qué bien está usted ahí, hijo, comiendo ¿eh?. Hay que alimentarse – le dijo una elegante vieja que pasaba por allí” “Si señora, si no me cuido yo no lo va a hacer nadie por mí” “Tiene usted toda la razón, aunque tal y como están las cosas en el mundo a uno se le quitan las ganas hasta de comer. No hay más que guerras y gente mala. Es un desastre esto, se le quitan a uno las ganas de vivir” “Bueno, señora, todavía hay sitios en los que se puede disfrutar del sol, como aquí por ejemplo” “Claro, hijo, usted que es joven puede pensar así, pero ya nosotros – dijo con tono de auto conmiseración” Roberto decidió  no seguir con la conversación, pues aunque le conversación con la gente mayor siempre es interesante y enriquecedora, en ese momento no tenía ni pizca de ganas de platicar con esta buena mujer sobre el sentido de la vida, pues lo único que quería era escuchar un poco de música y disfrutar de su cerveza mientras descansaba el cuerpo en el banco de madera y recibía el beneficioso calor del sol.

     Por fortuna el parque no pertenecía a su zona, teniendo únicamente que barrer la las aceras que lo bordean.  La fortuna reside en que dicho recinto estaba poblado por unos extraños seres que llevaban perros atados con cuerdas y por otros aún más extraños que fumaban petas, bebían litronas y escuchaban exabruptos de un radiocasette. Tener que barrer entre tanto animal – chuchos y cerdos – no es algo que le agradara al chaval. El trabajo de barrendero es a veces muy escatológico, como bien comprobaría él los días sucesivos, pero ya ese día sintió verdadero asco de los cerdos que se drogaban en el parque. El también es un ácrata de narices, y también ha tomado cerveza en los parques y ha ido y va con pintas de macarra, hippy o como se quiera llamar a alguien que pasa de la sociedad y las normas establecidas. Bohemio podría calificársele,  que es un tipo de anarquismo amable, también trasgresor pero no agresivo hacia el prójimo. Aquí se volvía a lo de antes del tren, este grupo de acabados estaban más cerca de los cuarenta que de los treinta y tenían una pinta absolutamente demacrada, con chupas de cuero roído y pantalones llenos de mierda.  Sus gestos eran de auténticos peleles, y según iban pasando las horas, más abúlicos se volvían, pues se limitaban a fumar y beber, mientras que de vez en cuando cantaban alguna de las horribles canciones que vomitaba su loro. ¿Cómo puede llegar a degenerar tanto una persona? Viendo a estos seres tan desnaturalizados, envueltos y rodeados  de mierda, porque no tiraban nada a la papelera, Roberto no sintió lástima por ellos sino auténtico asco pues la lástima es un noble sentimiento reservado para las personas, y estos seres que eructaban y meaban en los bancos no eran en absoluto personas.  Seguramente algún día lo hubieran sido, pero ya habían perdido absolutamente el norte. A Roberto le hubiera gustado acercarse a ellos y preguntarles: “oye, decidme una cosa, ¿qué os gustaría ser si vivierais?”.   Se acordó entonces de una etapa de su infancia, en los ochenta, en la que tenía que atravesar un gran parque todos los días para ir al colegio. Era la década de la heroína y, cómo no, en un parque de un pueblo del sur de Madrid esto estaba a la orden del día. Por lo menos eran cien los yonquis que se chutaban a diario en dicho lugar. Y él pasaba todos los día por ahí varias veces, entre ellos, viendo como se inyectaban, como vomitaban, como se quedaban tirados en el césped, como les daban bajones, monos y subidones.  Y cómo discutían entre ellos para conseguir una mayor dosis o un mejor precio, gritándose, suplicando, llorando y pegándose. Era algo realmente triste, pero lo más lamentable del asunto no era esto, sino que tanto a él, como a los demás niños y adultos que pasaban por ahí ésto les parecía normal y no se asombraban ni se asqueaban ante tamaño espectáculo. Se habían acostumbrado a ello, y no hay nada peor que eso para un hombre, ya que al ser un animal de costumbres puede ver como normal algo que no lo es en absoluto. Afortunadamente Roberto ha vivido bastante y ha aprendido a diferenciar y a valorar las cosas en su justa medida. Si volviera la vista atrás comprendería que lo que podía llegar   a sentir por esos pobres yonquis era lástima, pero lo que ahora sentía por estos fumetas era asco, ya que los pobres heroinómanos que se mataban lentamente se engancharon a la mierda por desconocimiento, ignorancia y por dejarse llevar, pero es que estos casi cuarentones del parque estaban ya en el año 2002, época en la que se conoce mucho más la vida y en la que no es tan fácil ser un tirado de mierda al no ser  que sea eso lo que quieres ser. Además, esta gente no tendría ni oficio ni beneficio, dedicándose únicamente a los trapicheos y a joder a la gente normal, pues son ellos los que atracan, roban y acojonan al personal doquiera que vayan. Y esto es cierto, aunque pueda sonar a comentario fascistoide, pero nada más lejos de la realidad, pues Roberto reconoció en uno de ellos al cabrón que  una vez viera quitándole el bolso a una pobre señora que esperaba el autobús en Carabanchel. Que se droguen, que se meen encima, pero que no lo hagan en un céntrico parque público a plena luz del día. Meteros en cualquier casa, en cualquier pocilga, echaros al monte  o lo que sea, pero si queréis vivir entre personas comportaros mínimamente como tales. No es tan difícil. Por ejemplo: la ropa la pueden cambiar cada año en tiendas de segunda mano o aprovechando las putas rebajas. Los litros cambiarlos por  latas y los porros hacerlos sentados en un banco de forma tranquila. La música la quitan y  para mear ir a un bar cercano o a algún recoveco escondido de la ciudad. Es así de sencillo y pasarían de ser unos cerdos asquerosos a unos ácratas normales, que eso no es nada malo. Luego un trabajito para dejar de delinquir y ya está, a vivir, si es que quieren vivir en sociedad.

     El trabajo se terminó a eso de las doce, por lo que tuvo que estar deambulando con el carro durante hora y media más. En cualquier caso no era tampoco algo agotador, pues como a él le encanta pasear no hay problema.  Y si el paseo se hace escuchando un poco de música,  bien proveniente del walkman o bien de la propia conciencia, el paseo es bastante relajante. Alguien dijo una vez que cantar es el mejor estado que puede adoptar un hombre para olvidar, pues al cantar sólo pensamos en cosas que amamos. Tal vez habría que preguntarle a este hombre que qué pasa cuando lo que se quiere olvidar es precisamente un amor. Roberto sabe que lo mejor para sosegar un alma inquieta, dentro de una gran ciudad, es pasear y canturrear aquellas canciones con las que te identifiques. Es por esto que el trabajo solitario del barrendero puede resultar altamente sosegante. El problema, como siempre, son los demás. Es como ese cartel que hay en muchos bares: “hoy es un día estupendo, verás como viene alguien y lo jode”. Pues lo mismo pasa en este caso, la jornada laboral puede ser estupenda y fructífera, pero siempre hay alguien que viene y la jode. En este caso este negativo papel lo representan los incapaces. Por fortuna ese primer día no le molestó nadie, pero el resto iba a comprobar ampliamente lo que era que alguien “te joda un día”.

     El domingo no debería de empezar nunca antes de las doce de la mañana. Esto es algo que debería ser ley. Para los barrenderos del cantón de Roberto el domingo era un día que comenzaba a las seis menos cuarto de la mañana. El chiste de Placido Domingo y el jodido lunes cambiaba ahora pasando a ser un dueto de jodidos. Por suerte le dieron la misma ruta que el día anterior, por lo que al conocerla, podría ralentizar su trabajo hasta el punto de terminar justo a la hora indicada para volver al cantón. La jornada empezó bien, pues no había casi nadie por las calles y la suciedad era casi inexistente. Pero a la hora y media de haber empezado a barrer  apareció el incapaz para joderle el día.  Roberto le vio venir desde lejos. Nada más verle debería de haberse quitado los auriculares, pues está prohibidísimo trabajar con ellos, es lo primero que te dicen cuando firmas el contrato, y hasta te lo ponen con letras mayúsculas en la primera hoja que te dan. Roberto lo sabía perfectamente, pero no hacía caso, claro,  ya que si hiciera caso a todas las tonterías a las que te obligan en la vida se convertiría en un tonto más. El caso es que el capataz llegó a su lado y  al verle con los cascos le dijo que estaba prohibido y que por lo menos se quitara uno. Así lo hizo, mientras el jefe empezaba a decirle tonterías del tipo “límpiame bien esta calle” o “por dónde estas siguiendo la ruta” , etc. Pensó en decirle que le dejara en paz, que de sobra sabía él en que consistía el trabajo que tenía que desempeñar. Pero como no quería llevarse mal con el joven pazguato, le siguió la corriente y le contestó: “ Ya he barrido tal zona y esto lo quito ahora, no te preocupes, es que primero voy a limpiar aquellos esquinazos que tal y cual Pascual…” Y el incapaz se fue tan contento. Si es solo esta visita se puede aguantar. Pero al rato, antes del descanso, apareció de nuevo el pesado, esta vez para decirle que “le quitara” (vuelta al corporativismo vanidoso) todos los cartelitos de las farolas. “No te preocupes – le siguió él”. Y después del descanso otra vez apareció el tío, esta vez para decirle que  le había llamado el jefe muy urgentemente para que le dijera que fuera corriendo a quitar unos plásticos que había en una esquina que pertenecía a su zona. “El jefe”, Roberto empezaba a tener ganas de conocer al tipo ese que se paseaba con el móvil siempre encendido escrutinando las calles de Madrid.  Otras personas que te pueden “joder el día” son algunos ciudadanos, que al verte de uniforme se piensan que eres algún tipo de delegado del ayuntamiento y te hacen todo tipo de consultas: “Oiga, joven, se ha roto el grifo de la fuente, ¿usted podría arreglarlo o llamar a alguien?”. “Alguien ha roto unas botellas en tal plaza, quien se tiene que encargar de recogerlas?” “¿Sabe usted donde está la entrada del aparcamiento del centro cívico este?” “ Sus compañeros de la manguera me dejan por las noches la fachada del bar llena de salpicones, eso no se puede permitir, ¿usted podría arreglar este asunto?” Y a todas las cuestiones el respondía de la misma manera: “llamen al Ayuntamiento”. Y luego están los que piensan que es una base de información. Tanto conductores  como transeúntes le preguntan constantemente por esta o aquella calle, o por este o aquel lugar, como si el fuera alguna especie de taxista.

 

     Y por fin llegó el lunes, día en el que con un poco de suerte podía aparcar definitivamente el carro de barrendero. No iba a ir en las mejores condiciones físicas al concurso, pues durante el fin de semana había dormido poco y el lunes tenía que levantarse a las cinco para estar a la hora convenida para la cita. Habían quedado a las puertas de un hotel donde les recogería un autocar que les llevaría hasta el lugar en el que la productora tiene los estudios de grabación., en un polígono cercano a la sierra de Madrid.  Al llegar al hotel se encontró con un buen puñado de gente. El pensaba que solo estarían los nueve concursantes para la grabación de ese día, pero parece ser que habían citado como mínimo a otros nueve para grabar el siguiente programa también. El sabía que hacían dos grabaciones diarias, pero no suponía que los de por la tarde tuvieran que pasarse todo el día en el estudio. La gente parecía conocerse muy bien, por lo que se extrañó de que en tan solo unos minutos que llevaban juntos ya se hubieran estrechado tanto los lazos. Era algo raro, aunque tenía una explicación lógica que descubriría mas adelante: tan sólo eran nueve los concursante que iban en el autocar, mientras que los otros veinte eran miembros de la productora. Buen paripé que se tienen montado en este oficio. Roberto ya sabía, por amigos periodistas que tiene, que en el mundo de la televisión el paripé es lo que prima habiendo gente que trabaja llevando los cables del que lleva los cables de un cámara y trabajos absurdos e innecesarios de ese tipo, sobre todo en las televisiones públicas. Y además cobran un pastón. Uno de sus colegas ganaba una pasta por estar pendiente de que un foco no se fundiera, como se oye, por esto. El caso es que para esta ocasión eran veinte las personas que les acompañaban para realizar el programa, amén de otros tantos que les esperaban en el local de grabación.

     A los nueve concursantes los colocaron en las primeras filas, para empezar a explicarles  el funcionamiento del concurso y lo que tenían que hacer. En un primer vistazo los concursantes contra los que tenía que competir le parecieron cuanto menos peculiares: un punki gordinflas, una chica gorda vestida con una ropa ceñida y estrambótica, una maruja todavía más gorda, un chaval con gafas clavadito a Javier Cámara, una mujer con pinta de macarra venida a menos, un hombre de aspecto erudito, un chaval normal y una chica normal también. Más o menos todos sabían el funcionamiento del programa,  aunque  solo en líneas generales y sin conocer las miserias del mismo y las medias verdades que les habían dicho. El tío de la productora les empezó a contar todo acerca del concurso, diciéndoles cosas que de haberlas sabido antes hubieran hecho que la mayoría de los nueve que estaban montados en el vehículo hubieran renunciado  de antemano. Resulta  que  a la hora de leerles el contrato había unas cláusulas estúpidas que hacían ya presagiar la estupidez del evento televisivo, así como otras leoninas que hacían encender todo tipo de sospechas sobre el mismo. Las estúpidas eran del tipo que se prohibía  a los concursantes hablar con alguien sobre el funcionamiento del programa y los entresijos de la grabación en un plazo de tres años. Menuda tontería. Y las leoninas, las realmente preocupantes, eran que el ganador no tenía en absoluto garantizado el cobro del premio, ya que este se sometía a la previa emisión del programa y se efectuaría, además, a los tres meses de haberse emitido. El programa iba a ser vendido a Televisión Española, por lo cual la productora no adquiría ningún tipo de compromiso ni daba garantía de que esto fuera así realmente, por lo que quedaba a la discreción de Televisión Española la compra o no de los programas grabados así como la emisión de los mismos. Si no había emisión no había premio. Roberto es el primero de los nueve que no hubiera ido al concurso sabiendo esto, pues él quería el dinero para ya mismo, para no tener que trabajar hasta el verano. Una vez en el verano  ya no quería para nada el dinero del premio. El de la productora les explicó que en caso de que tuvieran duda con la validez de alguna respuesta dada que hubiera sido dada como nula y ellos pensaran que era verdadera debían de esperar a que terminara el turno de preguntas y luego hacer la reclamación. Aunque no obstante les explicó que había tres personas encargadas de las preguntas: una que las elegía, otras que las contrastaba y otra que las re-contrastaba. Es para cagarse: “Hola Pepe, ¿a qué te dedicas ahora?” “Soy contrastador de preguntas en un concurso de televisión” “ no te preocupes, yo tengo un cuñado que es re-contrastador de preguntas en otro concurso”. Lo dicho, menudo paripé.

     Llegaron al estudio a eso de las ocho de la mañana. Nada más llegar les hicieron pasar a un restaurante en cuyas espaldas estaban los camerinos de la productora. Les condujeron por un elegante laberinto alfombrado hasta un camerino que hace las veces de sala de estar en la que concentran a los concursantes.  El personal que trabaja para atender a los concursantes es superior en número a éstos. La función que desempeñan el noventa por ciento de los mismos está todavía por descubrir. El caso es que pueden verse siempre caras nuevas dando vueltas por la zona. Lo que parece es que cada cargo tiene un par de ayudantes, que no hacen nada en absoluto y que si hacen algo es el trabajo que debería hacer su superior, con lo que ahora es este último el que se queda sin función. En definitiva, que un trabajo para uno es realizado por cuatro personas.  Tenían que pasar por turnos a la sala de maquillaje y a peluquería. Lo harían de tres en tres. Roberto fue de los primeros que fue a maquillaje, pues había oído que les iban a servir algo de desayuno y no quería que, fuera lo que fuera, se enfriase. En el estudio de maquillaje  estaban tres de las chicas del autocar.  La sala estaba llena de espejos de esos rodeados por bombillas. Se sentaron frente a su imagen en unas sillas de cuero como de cohete espacial. Y entre él y su imagen se expandían innumerables artilugios  maquilladores. Es increíble la cantidad de ungüentos y potingues grasientos que inventa la industria del maquillaje. La señorita Pepis empezó a untar a Roberto una crema facial con una esponjilla. Joder, qué mal huelen esas cosas. Después empezó a tocarle la cara como si se tratara de Mister Potato en vez de una persona, pues le ponía posturas faciales inverosímiles. Le decía: “Sube la barbilla, frunce el ceño y espera a que te pinte aquí” y a su vez ella le agarraba por la frente y le inclinaba la cabeza  para atrás hasta que el chaval cogiera complejo de contorsionista. Y la chica parecía elegir muy escrupulosamente los artilugios de maquillaje. Tenía frente a ellas cientos de objetos, de los cuales cogía uno y escrutinaba la cara del chaval , para acto seguido aplicárselo. Le daban con unos lápices en los ojos, con un pincel en los labios, etc. Roberto tenía a su lado al punki, por lo que al ver en el espejo como le estaban maquillando no pudo evitar partirse literalmente de risa. ¡Un punki siendo maquillado por la señorita Pepis¡ Es para cagarse, ya sólo por esta visión merecía la pena el viaje. El punki y las maquilladoras le preguntaron que de qué se reía. El les respondió que de la situación, pues si les dijera que del punki podría malinterpretarse su comentario.

     Cuando volvió al cuarto de estar había una fuente de cruasanes encima de la mesa, junto a una jarra de café y otra de leche. Roberto fue el primero en coger un croasan.  De la peluquería él se libró al llevar la cabeza rapada, pero aún así le hicieron pasar por otra sala, la de vestuario. Resulta que les habían dicho a todos los concursantes que llevaran ropa de repuesto  por si coincidían entre ellos en la vestimenta y debían de cambiarse de ropa. Roberto pensó, inteligentemente, no llevar más ropa y que fueran los otros quienes se cambiaran en caso de coincidencia. El iba con una camisa blanca, al igual que la mayoría, por lo que no podía concursar así, ya que una mujer no podía cambiarse al haber traído ropa de repuesto que no servía, pues en la televisión les prohibían llevar casi todo tipo de prendas. No  podían llevar nada negro, ni con rayas, ni con cuadros, ni amarillo, ni de varios colores. Joder, el guardapolvo se reduce bastante de esta forma. El caso es que a Roberto le condujeron a la sala de vestuario. Para hacerse una idea del paripé laboral que hay  aquí mostrar sólo este botón: a Roberto le dijo un chaval que tenía que pasarse por vestuario. Al salir del salón fue un segundo chico quien le condujo hasta el lugar, a unos diez metros de donde estaba. Una vez allí le recibió una chica muy mona, tras la cual apareció un tío con más pluma que Caponata que era el encargado de elegirle la ropa. Cuatro personas para un trabajo que podía realizar una. En la sala había gran cantidad de ropa, por lo que Roberto empezó a vacilar al sarasa y a la tía buena con lo que tenía que ponerse. 

 

                    ¿Te gusta alguna prenda en especial? – preguntó muy serio el travieso.

                    Pues esta no está mal – contestó él señalando un top de mujer – aunque va a ser corta tal vez, ¿no?. Además, como no tengo piercing en el ombligo no me la puedo poner, ¿verdad?.

                    Es que esa es de chica – dijo la tía buena, que llevaba el ombligo al aire y con un pendiente.    

                    Yo creía que en televisión la moda era unisex.

                    Mira a ver si te gusta esta camisa – dijo Sarasa muy serio cogiendo una prenda azul.

                    No está mal,  pero aquella está mejor – contestó él-  Lo que pasa es que yo soy daltónico y a lo mejor estoy poniéndome algo horrible. ¿Esto tiene cuadros o rayas?

                    Es lisa – dijo la chica dando vueltas en la cabeza a que los daltónicos cofundían los colores pero no las formas, aunque sin decírselo al chaval, que les estaba vacilando.

                    Pues yo creo que mis cejas reclaman un tono más pastel – dijo mientas se probaba la camiseta y la camisa elegidas por Sarasa- además, esta me está corta del tiro, a lo mejor si le cogemos un poco los bajos se arregla – les dijo como si estuviera hablando de un pantalón. Antes de que los dos currantes le dijeran algo del asunto él siguió con su royo –  Y el pantalón este me está corto de sisa, si me lo pudierais arreglar. Ya sé que no es vuestro, pero ya que estamos.- La chica empezó a reírse al comprender por fin que el chaval estaba de cachondeo total. Sarasa ,no obstante, seguía impertérrito la jugada y  se tomaba de forma concienzuda su trabajo. 

                    Yo creo que así estas muy bien – le dijo – ¿te quedas con esto puesto entonces?

                    Si ,el verde me favorece – contestó él  con la camisa azul puesta. Salió de allí mientras la chica reía y Sarasa colocaba prendas de vestir en los percheros.

 

     Sus compañeros iban desfilando por las distintas salas, por lo que nunca había más de tres en el salón.  Todavía quedaban más de la mitad de los croasanes , por lo que Roberto tuvo la tentación de comerse otro. “Oye, perdona, – le preguntó a uno de los sin función que había por allí- los “curasanes” los tenéis contados?” “No lo sé – contestó el chaval- ahora lo pregunto, pero tenéis uno para cada uno. Si ya has comido uno cómete otro si quieres, seguro que hay más, aunque no lo sé seguro, pero lo pregunto y…” “Vale, vale – le interrumpió ante el aparente agobio del chaval- es igual si tampoco me apetece mucho, déjalo.” No obstante, al rato vio a otro sinfunción distinto que asomaba la cabeza por la puerta y no pudo evitar darle algo que hacer. “Perdona, ¿tenéis algo para beber que no sea café?. Zumo, agua, infusiones, güisqui, no sé, algo distinto.” Y cuando el sinfunción fue al bar a coger algo de beber, apareció la tía buena del vestuario que le dijo sonriendo que tenía que volver a la sala de la ropa. 

 

   -Hay una mujer que va también con tonos azules, por  lo que  tenemos que cambiarte. – le dijo.

                    ¿Cambiarme a mí?, por quién, a mi me gusto tal como soy.

                    No, la ropa – contestó ella riendo.

                    Ah bueno, si es eso me da igual. Además es vuestra y el amarillo no me sienta muy bien, lo estábamos comentando antes en el salón.

                    ¿Qué te parece esta camisa? – preguntó Sarasa muy serio y mirando fijamente y de arriba  a abajo a Roberto como para dar justo con la prenda que su físico requería.

                    No, no me veo yo con eso – contestó él por dar importancia al trabajo de Sarasa, el cual dejó esa prenda como afirmando que era vedad, que mejor le quedaría otra.

                    ¿Qué te parece  esta camiseta?

                    Bien, muy bonita. ¿de qué color es?.

                    Rojo burdeos.

                    Hombre, como el vino, me gusta, me gusta.  – dijo para acto seguido probársela.

                    Te queda muy bien, estas muy guapo. – dijo la tía buena.

                    No es cuestión de estar, sino de ser, yo soy guapo. – dijo mientras la chica reía.

                    Mejor esto te lo quitas – dijo Sarasa refiriéndose a un collar que llevaba el chaval.

                    No puedo, es una promesa que le hice a un moribundo y tengo que llevarlo puesto en  el programa. – mintió sonriendo.

                    Bueno, pues entonces lo metemos por dentro – dijo Sarasa metiéndole el colgante por debajo de la camisa.

                    No,  no puede ser, la etiqueta dice que hay que llevarlo por fuera – dijo él. Salió de allí ante la risa de la chica y la incomprensión de Sarasa.

 

Al rato ya estuvieron todos juntos en el salón, apurando el desayuno y fumando como carreteros, se supone que por los nervios, aunque de todos es sabido que el tabaco es estimulante y no relajante, así que fumaban porque eran adictos a la nicotina y punto. Empezaron a hacer una ronda de preguntas para entrar en calor y quitarse los nervios. Maldito tópico de los nervios, allí nadie estaba nervioso. Habían ido de forma voluntaria y a todos, menos a Roberto, parecía encantarles el mundillo y ya habían estado en otros concursos televisivos, así que de nervios nada. Pero bueno, el de la productora decía que debían calmar los nervios y eso va a misa, así que a jugar: “instrumento que se utiliza para medir el PH”. Ni dios la sabía, salvo el Punki, que contestó: “peachímetro”. Todos rieron ante la macarrada, que al final resultó ser la respuesta correcta.

     Y cuando iban por la cuarta ronda de preguntas les interrumpieron. Era la directora del evento que venía junto a una ayudante (recuérdese que aquí hasta los ayudantes tienen ayudantes) a dar un poco el coñazo. Primero se presentó toda orgullosa del puesto que ocupaba, faltándole únicamente el gesto aquel isabelino de poner la mano para que los lacayos se la besaran. Y tras su baño de masas empezó a hacer preguntas personales a los concursantes, tomando como base de datos lo que el día del casting éstos apuntaron en el exhaustivo formulario. Le interesaban sobre todo las manías y rarezas de cada concursante, para luego en el programa incidir sobre ellas ( humillar o burlarse de ellos, vaya). El que tenía pinta de erudito dijo que él tenía la manía de que cuando iba de copiloto con su mujer al volante le hacía la vida imposible, porque afirma que ella no sabe conducir y él la indica y la da órdenes ante la lógica desesperación de la parienta.  La chica que parecía más normal dijo que ella tenía la manía de tocar madera, por lo que llevaba siempre un anillo con una maderita incrustada para tocarla siempre que la situación lo requiriera. La chica gorda y estrambótica dijo que ella era del Atlético de Madrid, y aunque ya puede esto parecer una manía lo suficientemente macabra, dijo que su manía era estar siempre de pie en el estadio y no ponerse con nadie conocido alrededor, que así le daba suerte al equipo.  Roberto se partía de risa imaginado a esta chica tumbada y rodeada de sus mejores amigos los días de partido, porque si no no se entiende la marcha deportiva del Atleti. Y así siguieron un rato más.

     Cuando la directora se retiró a sus aposentos aparecieron nueve tipos cargando cámaras y focos. Iban a grabar un previo allí en el salón-camerino, y como tenía que dar la apariencia de ser algo casual y espontáneo… , empezaron a preparar todo meticulosamente. Les colocaron a todos apiñados en una esquina, para que entraran bien en plano. Y esto tenía que parecer espontáneo, como si el espectador fuera tan gilipollas (porque gilipollas si que son por ver esos programas) como para tragarse que nueve personas apiñadas y sentadas en los reposamanos de un sofá o unos encima de los otros estaban en esa situación por gusto y de forma espontánea. El realizador les dijo que hablaran como si la cámara no estuviera allí, de forma espontánea (y van ya veinte veces que decía esta palabra). Claro, la situación salió forzada de narices  y aburrida de pelotas (lo cual es un punto más que las narices). El caso es que todos los concursantes menos Roberto eran unos auténticos Freaks de la televisión y empezaron a hablar con gesto muy serio sobre los pormenores del programa. Aburridísima era la conversación que redundaba sobre que si “aquí venimos a jugar y el que gane será el que más suerte tenga” “Lo que hay que hacer es juntar mucho dinero para el bote y así haber acumulado mucho para el final” “Los nervios van a ser determinantes” “Habrá que tener cuidado en no confiarse y perder dinero al final, debemos de guardar siempre en la banca”.” Lo mejor es contestar lo primero que se te ocurra si no sabes la respuesta, para por lo menos decir algo, ya que si pasas pierdes igual”. “Si, como lo del peachímetro”.  Y así siguieron hablando espontáneamente con una cara forzadísima y todos, menos Roberto, reclamando la presencia de la cámara para empezar a lucir palmito por televisión.

     Y por fin llegó el momento de ir al plató para empezar el concurso. El edificio donde estaban estaba a unos cien metros del plató, por lo que había que caminar esa distancia a la intemperie, expuestos a la gélida temperatura que hacía. Y como estos de televisión son tontos hasta decir basta, no les dejaron salir con las chaquetas, por lo que se helaron literalmente en el camino, sobre todo Roberto que iba con una camiseta como si fuera pleno verano.  Manga de gilipollas, como si no hubiera sitio en el pedazo de plató para dejar las chaquetas. Tras el helado paseo por fin entraron en el estudio de grabación, una gran y diáfana nave oscura, ruidosa y olorosa : una auténtica boca de lobo. Ahora es cuando iba a empezar el mayor espectáculo del mundo contemporáneo,  el pútrido reflejo de una sociedad decadente: la televisión.

      Nada más entrar tuvieron que tener cuidado en no tropezar, pues el sitio era tremendamente lúgubre. Un bestial olor a incienso les golpeó nada más pasar, por lo que Roberto no pudo evitar comentar que : “esto es una iglesia, tened cuidado con el botafumeiro que tiene que estar oscilante por encima de nuestras cabezas”. Y era cierto, porque el olor a incienso era muy superior al que puede haber en Santiago de Compostela, y eso que allí esta la madre de todos los botafumeiros.

     Les hicieron colocarse en el plató, que era una superficie circular de metal en cuya mitad había un semicírculo elevado donde se situaban los nueve atriles en los que debían ubicarse los concursantes. El lugar es realmente tétrico, pues todo es oscuro  como los cojones de un grillo y está salpicado por una serie de deslumbrantes luces serpenteantes y envuelto en humo. Todo es para dar sensación de siniestralidad, para acojonar directamente al espectador, pues la música suena estridente, los concursantes son iluminados por una luz directa quedando rodeados por la penumbra y envueltos en niebla, mientras que una luz de flash les sacude intermitentemente por detrás al ritmo de la música. En definitiva, una ambientación altamente agresiva, digna para el tipo de espectador medio que iba a ser audiencia del evento.

     Les tuvieron cerca de media hora ahí de pie, cada uno apostado tras un atril con su nombre inscrito.  En este tiempo estuvieron haciendo pruebas de sonido y de luces, por lo que probaron  mil y una veces los destellos luminosos así como el ruido de la música, que a eso no se le puede llamar sonido. A la media hora empezaron con las pruebas de voz. Les colocaron los micrófonos con la correspondiente petaca detrás. Esta función la realizaban tres personas, mientras que una cuarta les dijo que él era el encargado de traerles agua si querían. También estaban por allí las maquilladoras de antes, que eran las que secarían el sudor de los más sudorosos par evitar brillos faciales. El primero en hablar fue Roberto, pues había sido elegido por sorteo como concursante número uno. Tras decir su nombre, profesión  y edad, tuvo que repetirlo cuatro veces más , pues en realización son realmente torpes. Y así ocurrió con todos los demás. Llevaban ya casi una hora de pie, cuando por fin apareció la presentadora, que era una conocida actriz televisiva, muy simpática, aunque ahora le tocaba interpretar el papel de auténtica hija de puta y debería de mostrarse arisca, agresiva y maleducada con los concursantes. ¿El motivo de esto?, muy fácil; la audiencia. Ahora  hay que estar atentos a las veces en que se repite “audiencia”, es como un juego para el lector. La cuenta empieza por uno a partir de… ¡ya¡.

     Una vez grabadas las respectivas presentaciones, el realizador – un guaperas con cara de amargado porque ya había grabado  dos programas más en los días anteriores y sabía lo estúpido, cansino y desagradable que resultaba –  comenzó a indicarles la forma correcta en la que tenían que escribir en una pizarrita, darle la vuelta y sostenerla a cámara. El asunto, como puede intuirse ,es acojonantemente difícil por lo que eran tres personas las encargadas de indicar, ejemplificar y escrutinar una y mil veces que tan complicada operación consistente en escribir, voltear y mostrar, fuera realizada correctamente. Roberto se reía claramente ante la importancia que toda la gente parecía dar a este asunto, y cuando iba a decir en voz alta que  se dejaran de tonterías, que todos sabían perfectamente  como hacerlo, la compañera que tenía a la derecha le preguntó que cómo había que dar la vuelta a la tablilla. “Hija de puta – pensó él”. Y al momento otros cinco estaban apurados preguntando la manera correcta de hacerlo. Cuando lo hubo repetido cien veces, el realizador llegó hasta él y le preguntó que si sabía la mecánica. Roberto se limitó a sonreír y a hacer tres movimientos acompañados de tres silbidos: primero escribió (silbido), segundo volteó la tabla (silbido) y después la mostró (silbido prolongado).

     Y tras esto empezó el show de la presentadora. Tenía que decir un par de frases, las mismas que los días anteriores pues era la presentación al programa. Joder, tardó más de veinte minutos para hacerlo, pues se trastabillaba y olvidaba el pequeño texto cada dos por tres. Fue ahora cuando Roberto comprendió la amargura instalada en la cara del realizador, pues tuvo que repetir una y otra vez, cada vez más compungido, el gesto de levantar el puño y decir: “silencio en plató. Grabando”. Y la presentadora parecía oír “cagando”, pues eso es lo que hacía una y otra vez: cagarla.

     Ya por fin, tras hora y media de estar de pie en el infernal plató, comenzó el concurso propiamente dicho.  Consiste en que se van haciendo preguntas a cada concursante, que de ser respondidas correctamente se van acumulando en un bote común, en el cual hay un máximo de dinero a ganar. En cuanto que alguno falle o no conteste se rompe el bote y empiezan otra vez desde cero. Para guardar lo que se va acumulando hay que decir “banco” y se vuelve a empezar de cero hasta que se agote el tiempo.  Roberto fue quien inauguró  la primera ronda. “¿En qué provincia se encuentran los vinos denominación de origen Valdepeñas?” “Ciudad Real”. “Correcto”. Y empezó el carrusel de preguntas . Si todos los participantes contestan bien se llega a acumular el máximo posible en cada ronda, lo que pasa es que siempre hay una pregunta complicada para que se rompa la cadena y no se gane todo el dinero.  Por esto es conveniente decir “banco” cuando se hayan respondido cinco o seis seguidas y así ir acumulando dinero. Alberto respondió bien, la maruja macarra también, la chica normal también, Javier Cámara ídem. La cosa no iba mal hasta que la maruja gorda la fastidió: “Futbolista argentino de nombre Diego Armando y apodado ^el pelusa^ “. “Paso”. Se rompió la cadena. El chaval normal respondió bien, el pureta erudito igual, la gorda estrambótica lo mismo y el punki la jorobó. “Palacio segoviano con nombre relacionado con lugar donde habitan animales” “Paso”.  Roberto otra vez bien, y la maruja macarra también, la normal bien y el gilipollas de Javier Cámara dijo “banco”. Acumularon nada y menos y otra vez a empezar de cero.  Tras esto comenzó el síndrome acumular pasta, porque el tiempo corría y tanto el punki como la gorda estrambótica dijeron “banco” cuando sólo había dos o tres respuestas. Es resultado fue que no acumularon casi nada y que si se hubieran callado la boca hubieran enganchado una ronda entera de nueve respuestas seguidas acumulando así el máximo posible. Así se lo hizo saber la presentadora cuando se agotó el tiempo. Roberto sabía perfectamente que eso era lo que tenían que hacer, pero los demás pensaban que  aunque sean diez euros hay que acumularlos pues es mejor que nada.  Menudos capullos, en vez de arriesgarse a tope y ganar algo de pasta se conforman con acumular calderilla. En esta primera ronda había ya que eliminar a uno de los nueve, mediante una votación interna entre todos ellos. La que más había fallado era la maruja gorda, por lo que todo hacía pensar en que sería ella la sacrificada. Efectivamente todos la votaron para botarla.  Ahora hay que fomentar la audiencia , por lo que la presentadora pregunta a dos de los que han nominado a la que se elimina sobre los motivos por los cuales la han votado. Y lo hace instando a que se diga que porque es muy tonta, o muy gorda, o algo así porque ella dice cosas como: “¿Sabes que tú has fallado igual que ella? ¿Pretendes ocultar tu estupidez eliminando a alguien igual que tú?” “¿Qué no te gusta de ella, qué sea mujer? Porque sabemos que tú crees que las mujeres no saben conducir por lo que pensarás también que no saben concursar”. Eligen a quien preguntan  por las manías que confesaron en el text previo, a fin de buscar el enfrentamiento entre concursantes, que es lo que les interesa pues el rollito cultural con el que se cubre el evento es mera fachada.  Y si alguno ha fallado algo muy gordo se ceban con él, diciéndole que como no sabe algo que sabe hasta un niño de pecho, que si es que se ha dejado las neuronas en casa, etc. Un dato: cada concursante responde tan solo una media de tres preguntas por ronda, por lo que si se hace un minutaje se ve que se dedica más tiempo al morbo entre concursantes que al tema cultural. Y por cierto , muchas de las preguntas no tienen nada de cultural pues suelen ser del corazón, de pasatiempos y de  deportes.

     Y hasta que los pazguatos de control grabaron este proceso pasó otra media hora. Les obligaban a dar la vuelta a la pizarrilla (que era metálica, por lo que pesaba un huevo), decir en voz alta la nominación y aguantarla con ambos brazos a la altura del pecho y separada medio metro de este. Cuando llevas diez minutos en esta posición empiezas a sentir una seria antipatía por el realizador  y por la directora que necesita diez horas para grabar un estúpido plano que dura dos segundos en pantalla. Y a la hora de hacer salir al eliminado otro espectáculo. La operación consiste en que la presentadora le insulta un poquito para engordar la audiencia, diciendo que gente como ella son una desgracia para el grupo más que una ayuda y que lo mejor es que se vaya con su estupidez a otra parte y no interrumpa el concurso con sus tonterías. Luego la  despide con un arisco y despectivo “adiós”. La eliminada tiene entonces que dejar la tabla en su atril y bajar de él atravesando el plató y mirando a la cámara. Es una operación simple, ¿verdad?, pues bien, ellos la hacen repetir cuatro veces. Desde el “adiós”. Realmente desesperante la lentitud de esta gente, es para tirarse de los pelos.  

En una sala contigua el eliminado tiene la ocasión de resarcirse de los que le han votado y decir lo que piensa de ellos y del desarrollo del concurso en general. Esto es lo que realmente importa en el programa, pues es lo que demanda la audiencia, que los concursantes lloren un poco o se insulten entre ellos o  digan alguna gilipollez. Es por esto que en este turno de réplica sitúan al concursante hierático frente a una cámara y le tienen un cuarto de hora respondiendo preguntas maliciosas que le van llevando poco a poco a que de respuestas del tipo: “si, es injusta mi eliminación” “Tal o cual es un imbécil que ha fallado más que yo, pero se ve que tiene suerte” “Tal o cual es el que va a ganar” “tal o cual no gana ni de lejos, es muy malo”. Y el caso es que el concursante no piensa esto de sus compañeros, ni quiere decirlo , pero las preguntas le hacen responder eso y luego en televisíón sólo  emiten las respuestas como si fueran reflexiones espontáneas del concursante. Y como encima están totalmente sacadas de contexto pues queda un espectáculo televisivo rico y jugoso para alimentar la audiencia. Hasta que el hijo puta que esta preguntando consigue que el concursante diga “tal debería haberse ido antes que yo porque se nota que sabe menos que yo” le ha hecho por lo menos diez preguntas del tipo “¿A quien has votado tu?” “¿Quién es el más fuerte o el más débil?”. Claro , al final respondes a alguna de estas preguntas con lo anteriormente dicho que es de donde sacan ellos la carnaza.

     Y antes de comenzar la segunda ronda de preguntas la presentadora pensó un poco en la audiencia y empezó a decir a los concursantes “ ¿no sabéis que en este concurso se trata de ganar dinero?, porque de los ochocientos euros que podíais haber conseguido habéis  logrado tan sólo noventa, menos de una octava parte; realmente lamentable.  Al final van a tener razón los que defienden que el nivel cultural del país es muy bajo, con ejemplos tan lamentables como el vuestro no me extraña.”. El que comienza la siguiente ronda es el concursante que mejor ha contestado la anterior. Era Javier Cámara, por lo que la presentadora dijo muy seria “Comencemos con la segunda ronda de preguntas y lo haremos con el adversario más fuerte de la primera ronda, Javier” Y al decir esto se giró para Roberto y comenzó a preguntarle ante el asombro de todos. Cuando le hizo la respuesta el chaval le respondió que “Yo no soy Javier” Y la pazguata de la presentadora estaba tan metida en su papel que ni se percató de esto y dijo “no es correcto, la respuesta es Brasil” y continuó preguntado a la siguiente concursante ante las risas de todos, y así hubiera seguido horas y horas si desde control no la hubieran avisado –por el pinganillo que lleva en la oreja- de su error.  Fue otra mujer la que cayó eliminada en esta ocasión, la maruja macarra, pues cometió un error garrafal sobre el cual se cebaría la presentadora. “Nombre de las células reproductoras masculinas” “¿Testículos?”.  Y además tuvo que sufrir la ignominia de repetir su errónea respuesta una vez más pues hubo un fallo al final que hizo que se repitiera toda la ronda tal y como había salido. El fallo lo cometió, como siempre, la presentadora al leer mal una pregunta que era “Nombre del jugador brasileño pichichi de liga en el 97” El concursante respondió que Ronaldo, que era quien fue pichichi ese año, pero como la pregunta hacía referencia realmente al año 99, la respuesta fue Rivaldo. El caso es que nadie se percató de esto salvo Roberto y así lo hizo saber cuando acabó la ronda, comprobándose así que la pregunta estaba mal formulada. Se armó un jaleo de padre y muy señor nuestro, pues había que subsanar el fallo, por lo que había que grabar toda la ronda de nuevo, tal y como había salido y rectificar luego en el momento del error. La directora bajó al plató y les empezó a explicar la mecánica. Tenían que hacer teatro y responder las mismas preguntas de antes como si no las conocieran. Empezaron a repasar todo y a recordar quien y cuando habían dicho “banco”. Fue algo esperpéntico, pues todos decían que había sido este o aquel y después de tal o cual respuesta. La directora les hizo repasar todas las preguntas, como si pensara que iban a ser tan tontos como para no recordar las respuestas dadas hace unos minutos. El caso es que ensayaron todo y cuando la presentadora se concentró debidamente para dejar de ser tan idiota empezó de nuevo la ronda. Lo peor fue para la mujer de los testículos, que tenía que repetir la burrada y sabía que la iban a echar y que tenía que aguantar seguramente el oprobio de la imbécil de la presentadora. Efectivamente una vez acabaron el paripé tuvieron que esperar un cuarto de hora hasta que en control le dijeran a la presentadora con quien tenía que meterse y qué tenía que decirle. “María, la mujer que no sabe la diferencia entre un testículo y un espermatozoide. Bien, es triste conocer gente así. ¿Nunca has tenido un novio o has visto alguna película por lo menos?” Y hasta que dijo esto tuvo que repetir cinco veces debido a sus constantes errores, por lo que más humillación para la mujer que tenía que oír lo mismo una y otra vez. La verdad es que al principio parecía que lo de la presentadora eran problemas de dicción, pero lo que ocurre  es que es muy, muy tonta.

     Llevaban ya dos horas y media grabando y no les habían dejado ir al servicio ni sentarse. La única concesión que habían tenido era un par de vasos de agua que les traía el aguador del plató, trabajo duro el de este tío, por cierto.  Todos empezaban a cansarse ya de la situación, especialmente Roberto, que comenzaba a estar desesperado ante tanta idiotez.  Sobre todo cuando llegó el de la productora y les empezó a decir que mostraran más dinamismo, que “trasmitieran” a la cámara. Roberto fue explícito con él: “¿qué quieres que trasmitamos si nos obligan a estar de pie, quietos, a oscuras, entre humo y soportando el ruido de la música y los insultos de la presentadora. Si no nos dejan hablar más que lo necesario y no podemos ni cambiar de postura. ¿Quieres dinamismo en estas condiciones? Si nos tenéis acojonados aquí sin dejar que nos sentemos ni que nos movamos”.

Tras mucha lucha consiguieron que les permitieran dos minutos de descanso, para ir a fumar un cigarro. Roberto fue al baño y al volver no pudo ni darle una calada a su Ducados ya que les obligaron a volver al plató. Y siguieron jugando, sin ganar prácticamente dinero, pues todos empezaban a estar tan abatidos que respondían cada vez peor. En la siguiente ronda fue eliminado el punki y en la siguiente el chaval normal. Quedaban cinco concursantes, por lo que el objetivo de ganar se veía ahora más cerca. Pero era tal el cansancio que tenía Roberto, el aburrimiento y el asco que le daba el desarrollo del programa que decidió eliminarse en la siguiente ronda. Llevaban ya cinco horas de grabación, que se dice pronto y es, además,  un auténtico infierno en las condiciones en las que ellos se encontraban. Roberto despotricaba una y otra vez contra los responsables del programa, diciendo que: “ esto es inhumano, no va a tener éxito en España. Nuestra cultura no tiene nada que ver con la británica. Esto no es Inglaterra, aquí queremos algo divertido y no nueve tíos a oscuras ,acojonados y sin decir nada interesante mientras que una tía callo les insulta. Esto es para tontos, joder, yo me piro de aquí. Votadme por favor, que si no me auto eliminó. ¿Puedo auto eliminarme?” Ya en la anterior ronda le había costado Dios y ayuda comprender las preguntas que le hacían y había nominado al chaval sin ninguna justificación, pues no había escuchado ninguna de las preguntas ni respuestas del resto de concursantes, tal era el grado de aturdimiento en el que estaba sumido.

     De los cinco que quedaban el mejor parecía el pureta erudito, estando igualados tanto Javier Cámara como la chica y Roberto, siendo claramente peor la gorda estrambótica. La nueva ronda fue desastrosa, solo tenían acumulados seiscientos euros, cuando podían haber ganado ya casi cuatro mil. Todos estaban aturdidos y mareados, sobre todo Roberto, que como le tocaba las narices el concurso y estaba asqueado y super cabreado acrecentaba su sensación de aturdimiento. A la hora de nominar dieron dos votos a Roberto, dos a la gorda y uno al erudito. Había que desempatar. Roberto preguntó que si no podía decidir él mismo salir de allí, pero le dijeron que no, que la decisión le correspondía al concursante más fuerte de la ronda anterior. Fíjese el lector en lo cabrones que son pues ponen en el compromiso de decidir a quien eliminar a uno de los propios concursantes, para que fomentar el enfrentamiento, en lugar de tener algún sistema aleatorio de decisión, como el número de respuestas acertadas o algo parecido. Audiencia. Era Javier Cámara quien debía decidir. El había nominado a Roberto por aquello de ir eliminando a rivales fuertes y así no tener tanta competencia al final. Había justificado su voto diciendo que el chaval no decía “banco”. Y era cierto, pues Roberto no iba a decir “banco” para acumular diez o treinta euros, como hacían el resto, que también hay que ser miserable. Pero el caso es que  ahora que tenía que decidir se arrepentía de su nominación, porque comprendía que debería de irse la chica gorda ya que era más bien un estorbo. Habló con el de la productora para pedirle si podía cambiar su voto, pero no se podía, así que se resignó y eliminó al chaval. No sabe bien la alegría que le dio, bueno si la sabe porque toda la gente del plató era consciente de que el chaval quería salir de ahí a toda costa.

     Y ahora venía lo peor del concurso, el amarillismo sin tapujos. El de la productora le acompaño hasta la sala de réplicas diciéndole en confianza que no le parecía justo ni acertado que le hubieran eliminado, que el le hubiera aguantado hasta el final.  Le hicieron pasar a la sala , en la cual hay dos tíos, uno que maneja la cámara y otro que hace las preguntas. Empezó a preguntarle cosas para hacerle decir lo anteriormente comentado. Roberto se dio cuenta en seguida de que iba la historia, por lo que decidió darles un poco de su propia medicina. Empezó a contestar las preguntas con total sinceridad, por lo que  el programa quedaba por los suelos, hasta que  preguntó que qué sentido tenía eso si no iban a emitir esos comentarios despectivos hacia el programa aunque cargados de la pura verdad. El de las preguntas le dijo que ciertamente eso no lo iban  a sacar por televisíón, por lo que probó con otra batería de preguntas a ver si sacaba carnaza televisable. Y vaya si la sacó , pues Roberto decidió improvisar mentiras en forma de carnaza para la audiencia. A la pregunta de si ya tenía pensado en qué iba a gastarse el dinero respondió: “Lo cierto es que ya me lo he gastado” “¿Cómo?, – preguntó el otro asombrado- ¿qué ya te lo has gastado? O sea que pensabas ganar seguro.Cuenta, cuenta” Ahora les tenía en su terreno. “Si, siempre soy positivo y si no hubiera estado seguro de ganar no hubiera venido a concursar. Además el dinero no era para mí, era para un amigo, un amigo que estaba en la cárcel y yo le he pagado la fianza” “Hostias – exclamó entusiasmado- qué fuerte sigue contando, ¿ y ahora qué vas a hacer?” “Pues nada- dijo él casi sin poder contener la risa- tendré que trabajar, qué remedio, el dinero se lo debo al banco”. Siguieron hablando un rato de esto hasta que Roberto dijo que ya estaba bien, momento en el que le preguntaron sobre si le parecía justa su eliminación. “Hombre, el motivo de que porque no digo “banco” no me parece justo, porque para ganar diez euros no merece la pena. Vamos que si yo veo ahora diez euros aquí tirados ni me agacho a recogerlos”.

     Se fue al restaurante de antes, donde estaban los camerinos, a esperar a que terminara la grabación. Allí estaban sentados los otros cuatro eliminados , siguiendo el desarrollo del concurso por un circuito cerrado de televisión. Le saludaron efusivamente nada más verle y le comentaron que lo habían pasado muy bien viendo como se quejaba y como estaba hasta las pelotas de estar en el concurso. Todos despotricaban contra el mismo, aunque como eran tremendamente competitivos y teleadictos seguían concursando, respondiendo las preguntas desde la silla. Roberto alucinaba con esta gente.  El siguiente eliminado fue Javier Cámara, que nada más llegar al restaurante, a la hora por lo menos, se disculpó primeramente con Roberto por haberle eliminado. Todos los allí presentes empezaron a hablar de sus experiencias televisivas, y resultó que todos habían concursado ya en más programas, y tenían familiares y amigos que hacían lo mismo. La historia más curiosa era la del falso Javier Cámara, que  había concursado en un programa en el que tres chicas  y tres chicos tenían que hacer una serie de pruebas para acabar emparejados entre ellos. La pareja que quedaba al final ganaba un viaje más lo acumulado durante el concurso. “Ese si era bueno – decía – porque te llevabas cosas. Yo gané unos patines de esquí, un video y cien mil pesetas en metálico, además de un viaje al Caribe con una concursante, y eso que no gané al final del todo”.  Todos comentaron que eso estaba muy bien, que había sacado partido del programa. Le preguntaron que qué tal con la chica en el viaje. “Bien, ahora es mi novia. Llevamos tres años desde entonces – contestó con escasa alegría” “¡Coño! –exclamaron todos – pues entonces si que te salió bien el concurso que te echaste hasta novia” “ No sé yo que decir…”. “Es la que te está llamando siempre al móvil, ¿no? – le preguntó Roberto que estaba sentado a su lado” “Si”. “Ahora entiendo tu cara” “ Claro, los otros premios los puedes vender o algo, pero a la novia te la tienes que quedar y no es tan fácil deshacerte de ella”.

     Al final ganó la chica normal, la paupérrima cantidad de mil euros de los cuales el dieciocho por ciento sería para Hacienda. Durante el viaje de vuelta todos estuvieron hablando de la televisión, de los concursos que había en la actualidad, todos menos Roberto, claro, que miraba a todos esos teleadictos con cara de asombro y pánico, pues alucinaba con ellos. Llegaron a decirle que cómo es que el no veía nada la tele. Se reservó su opinión sobre la televisión, que estaba jugando en campo contrario y además cada uno tiene derecho a perder el tiempo como quiera.

 

     Otra vez vuelta al trabajo. Afortunadamente le volvieron a dar la misma ruta para él sólo, por lo que comenzó la jornada  como los días anteriores, poniéndose  un auricular nada más salir y  yendo muy despacito hasta su zona.  A esas horas, las siete de la mañana de un sábado, las calles están prácticamente vacías. Hasta las ocho y media más o menos el trabajo es muy tranquilo, pues nadie perturba a la escoba. Roberto aprovechaba estos momentos para escuchar la música que traía y barrer lentamente con la escoba, a fin de ralentizar la faena lo más posible para no tener que  estar dando vueltas absurdas al final. El trabajo estaba siendo tedioso, como siempre, cuando apareció el incapaz para animarlo un poco. Nada más  llegar a la altura de Roberto miró fijamente el auricular del chaval, y sin atreverse a decirle nada porque veía que él no hacía ni el gesto de ir a quitárselo, le empezó a decir  las tonterías de siempre: “límpiame bien esta calle y eso está muy sucio, ¿qué ruta estás siguiendo?”. Roberto decidió seguirle el juego, porque así se largaría antes de allí y le explico la ruta que estaba siguiendo y que estaba barriendo primero esto porque es lo que más se ve y tal y cual Pascual. El incapaz se mostraba satisfecho de que su empleado pareciera haber adquirido algún cierto tipo de compromiso con el trabajo y se lo tomara en serio. Y como pareció coger confianza con él , antes de irse le dijo que se quitara el casco, que estaba prohibido y si le pillaban se iba a armar una buena. Al chaval no es que las tonterías que decía el incapaz le entraran por un oído y le salieran por el otro, sino que directamente ni le entraban. Siguió dándole a la escoba escuchando música y pasando de todo.

     Desde que había empezado este trabajo se había auto impuesto una norma de obligado cumplimiento : no acercarse a ninguna mierda de perro o algo que pareciera serlo.  Un porcentaje alto de los habitantes de Madrid son, como en todas las ciudades, unos auténticos cerdos, y como parece ser que Dios los cría y ellos se juntan, pues estos animales se compran otros animales llamados perros con los cuales conviven en unas casas de sesenta metros cuadrados y a los cuales sacan a pasear  unos cuantos minutos al día no ya para librarles de su cruel reclusión, sino para que hagan sus necesidades en la calle, no vaya a ser que manchen la puta alfombra. Cualquier lugar es válido para que los chuchos dejen sus  miserias: la acera, el césped, un árbol, una farola o la carretera.  Unos auténticos campos de minas, eso es lo que parecen muchas calles de Madrid.  Afortunadamente el Ayuntamiento a decidido obligar a los dueños de los perros a que recojan las deposiciones de sus chuchos, ya que se han dado cuenta de que de ellos no iba a salir hacer esto, pues a ellos les importa tres cojones que  el perro arruine una acera ya que mientras su alfombra esté impoluta se dan por satisfechos. Claro está que el Ayuntamiento tomó en su día esta medida debido a que comprendió que hay más votantes sin perro que con perro. Si fuera al revés habrían creado algún tipo de premio a la caca más grande depositada en la vía pública. El voto es el voto, vaya. El problema es que la cagada del perro no es algo que se elimine de forma espontánea, sino que es metida por el dueño en una bolsa negra que se deposita posteriormente en la papelera más cercana o al lado de un árbol o farola. Pero, amigo lector, la plasta sigue ahí, dentro de la bolsa. Aquí es cuando aparecen en escena los barrenderos , los encargados de “comerse la mierda”.  Roberto no se había acercado nunca a ninguno de estos excrementos, aunque como todavía quedan muchos cerdos alguna vez se había sorprendido desagradablemente al ir a retirar un pepel y descubrir que estaba pegado a una ñorda. Es indescriptiblemente asquerosa la sensación que esto produce. Seguramente la única situación en la que ésto  no es desagradable es cuando le cambias los pañales a tu hijo, aunque también has de querer mucho al bebe en cuestión para aceptar tamaña rutina. El caso es que ese día todos los dueños de perro de la zona se confabularon contra él para darle una sesión de la más pura y dura escatología. Y lo hicieron,  como era de esperar, en las inmediaciones del parque donde sus chuchos corretean. La calle que bordea este parque es Islas Canarias, seguramente la calle más escatológica del mundo. Roberto pecó de pardillo, pues aunque no se arrimaba a las bolsas del suelo ni a los papeles sospechosos, empezó a vaciar las papeleras de la zona, que eran precisamente los almacenajes de las ñordas. Empezó  a vaciar  y aunque procura no mirar nunca al interior de la papelera ni al cubo cuando lo vacía o cuando camina con el carro, hay veces que es inevitable atisbar algo. Ese día se percató de que había gran cantidad de bolsas negras. Cada vez que vaciaba una papelera quedaba por encima una de estas bolsas. Y el muy gilipollas en lugar de pasar de vaciarlas – como haría en lo sucesivo- siguió haciéndolo, acumulándose por ello cada vez más bolsas y hasta papeles impregnados en “ruina”. Cada vez estaba sintiendo más asco de su trabajo, de los dueños de los perros y hasta de la madre del topo. Y ya cuando el carro empezó a oler a mierda pura tuvo que apartarse de él para aguantar una arcada. Que asco, lectores, que asco tan increíble puede llegar a producir esto. En ese momento le hubiera gustado ver al incapaz para meterle de cabeza al cubo. Decenas, cientos de excrementos. Decidió no arrimarse a ninguna papelera más y sortear las bolsas y las numerosas minas sin tapar que había por la calle. Pero es que como su trabajo es limpiar pues va mirando hacia el suelo, por lo que no se le escapa una mierda. De todos los tamaños y formas.  Sentía tanto asco que empezó a jurar en hebreo y en voz alta, empujando el carro con rapidez para salir de esa infernal calle y sacar las bolsas haciendo un último esfuerzo, y dejarlas en el punto de recogida de basura. Tuvo la impresión de que Madrid era una gran cagada de perro cubierta de contaminación.

       Empezó a preguntarse que por qué narices tenían que ser los barrenderos quien limpiaran las porquería de los perros. ¿Acaso no son uno más de la familia? Pues que hagan sus necesidades en el piso, como todo el mundo.  Y si lo quieren hacer en la calle, estupendo, pero que la asquerosa bolsita se la suban al piso y la vacíen en el baño o hagan lo que les salga de los cojones con ella, pero que no se la tiren a la cara al pobre barrendero, pues la función de éstos es barrer, no hacer de retretes caninos. 

     Cuando por fin dejó las bolsas repletas de porquería y puso las nuevas, decidió no arrimarse a ninguna papelera de la zona y no barrer nada de esa asquerosa calle. Siguió  andando hasta que apareció una vieja pelleja con varias ratas peludas, las cuales empezaron a depositar en la calle. Roberto giró la cabeza para no ver tan lamentable espectáculo , sobre todo el momento en que la vieja se agacha y recoge los excrementos. Es lamentable ver a  una persona adulta agacharse para recoger mierda. Se temía lo peor , pues estaba apenas a diez metros de ella y, efectivamente, ocurrió lo  peor, la vieja hecho la bolsa en el carro. Roberto tuvo que contenerse para no darle una voz a la señora, la cual, para tocar más las narices empezó a decirle en plan autoritario que si no pensaba recoger unos papeles que estaban en el suelo. Él no la contestó y recogió el asunto para no oírla, pero ya cuando la pelleja siguió ladrando exigiéndole que recogiera un carro de la compra abandonado y tirado en el suelo tuvo que pararla los pies para no tener que acabar soltándola una hostia o algo así: “Señora, llame al Ayuntamiento”. Después de la mañana que llevaba encima esto, era para empezar a cagarse en Dios sin bolsitas negras ni nada.

     Al día siguiente, Domingo, el trabajo escasea más que la inteligencia y el buen gusto en la sociedad urbana. Así que empezó a fijarse en las cosas que le rodeaban, en como se comportaba la gente. Qué raros que son , copón, cada uno tiene sus manías. El camarero con cara de perro que se rasca las pelotas delante de todo el mundo. El viejo que va paseando a paso de tortuga y se tira un pedo o te escupe en los pies cuando pasas a su lado. El típico tarado que va haciendo footing con una ropa horterísima mientras sujeta un transistor. La típica tía buena que va mirándose en todos los cristales para colocarse las tetas y el culo. La gorda que traga bollos como si los fueran a prohibir. La vieja loca que habla con sus ciento treinta perros como si fueran personas. La mujer que pasea con sus asilvestrados hijos pequeños mientras que el marido se está poniendo de carajillos en el bar de al lado. En fin, una auténtica fauna. Y hablando de animales, Roberto certificó ese día, mediante una escrupulosa observación, que las palomas son auténticas ratas con alas. Qué animal tan asqueroso, son auténticas aves de rapiña y de basurero. Si uno se fija en ellas puede comprobar atónito como picotean y se alimentan de todo tipo de desperdicios, tanto orgánicos como inorgánicos. Son auténticos animales de cloaca. Y cuanta desnaturalización anida en ellas, seres que casi nunca vuelan y que no se asustan en absoluto cuando alguien pasa junto a ellas.  En este caso se rompe totalmente el dicho popular de “ave que vuela a la cazuela”. En este caso debería ser “paloma que vuela a la cisterna”.

     Está bien eso de trabajar sólo los fines de semana, pues tienes cinco días en el medio para hacer lo que te plazca. Roberto aprovechaba bien el tiempo, el cual únicamente era perturbado por las visitas al dentista, un pequeño desierto dentro del oasis de su rutina diaria.

     El siguiente día de trabajo volvieron a darle la ruta de siempre. Durante las últimas semanas el sol había empezado a brillar con personalidad, por lo que la cabeza rapada del chaval comenzaba a resentirse ante el bombardeo masivo de ultravioletas. Es por esto que ese sábado pidió a su capataz que le diera una gorra. Este le dijo que no tenía y que debería de rellenar un informe para solicitarla. Lo de esta gente es increíble, tienen informes para todo. Para el cambio de turno tuvo que rellenar uno, y nunca más se supo de su petición, claro. Cuando necesitó unos guantes tuvo que rellenar otro, y ahora para la gorra. Son unos auténticos trogloditas, menudo sistema interno de comunicación que tienen. Antes de salir el incapaz le volvió a comentar lo de los auriculares, ante lo cual él le dijo que si , que sí, mientras  se metía el walkman en el bolsillo. Pobre incapaz, el cual estaba asustadísimo de que el “jefe” que todo lo puede sorprendiera a Roberto con los cascos puestos y le decapitara a él por ello.  Fue un sábado más, aburrido y de poco trabajo como siempre. Además, con cada día que pasaba el chaval limpiaba cada vez menos, pues como sólo iba  a estar un mes más como mucho no le traía cuenta deslomarse y ponerse a barrer histéricamente el suelo como hacían la mayoría de sus compañeros. La calle Islas Canarias estaba vetada para él, por lo que se limitaba a recoger las cosas gordas que hubiera tiradas. Desde hacía días llevaba tomándose media hora más de descanso, pues se sentaba en el banco diez minutos antes de la hora y se levantaba veinte más tarde. Encima, cuando iba al servicio del Cambrinus se tomaba su tiempo y se aseaba en condiciones.  En otras ocasiones se sentaba para descansar con la escoba en la mano por si aparecía algún incapaz y la mayor de las veces paseaba cantando canciones o escuchándolas, pero sin agacharse a recoger nada. Y no es que hiciera mal su trabajo, es que el trabajo se realizaba en dos horas perfectamente. El resto era hacer el paripé o el gilipollas, dependiendo de quien fuera el que llevaba la escoba. Tanto él como Faustino hacían el paripé, mientras que los otros hacían bien el gilipollas, porque hay que ser muy idiota para ponerse a barrer hasta la arenilla de las aceras, o para vaciar todas las papeleras aunque hubiera sólo un envoltorio de caramelo en ellas. Ese día estuvo hablando con un compañero, antes de subir al cantón , pues coincidieron una vez más en parte de su zona.

-¿Un cigarro? – le ofreció el compañero.

                    Claro.

                    ¿Ya has terminado?

                    Hace horas, llevo mogollón paseando el carro.

                    Si, la vedad es que no hay mucho que hacer, ¿verdad?. Pero es que estos tíos se empeñan en putearnos y hacernos barrer todo.  El chico este es un poco gilipollas ¿no?. Pues no va y a las mujeres les grita que no quiere que dejen ni una sola colilla en el suelo.

                    ¿En serio les dice eso?

                    Si, y a mi también viene y me empieza a decir de malos modos que no puedo estar nunca parado , que barra cualquier cosa que vea y que deje todo brillante. ¿A ti no te dice eso?

                    ¿A mi?, que pruebe un día a hacerlo – contestó Roberto sonriendo.

                    Joder tío, no sé cómo te lo montas y encima vas con los cascos puestos, que es lo primero que nos prohibieron al entrar. ¿No te dice nada?

                    Claro que me dice.

                    ¿Y tú que haces?

                    Pasar de él y darle la razón como a los tontos pero hacer luego lo que me da la gana. Tonterías las justas.

                    Joder, macho, no sé como no te dice nada.

                    Porque sabe que lo que dice son estupideces y que yo no soy ningún borrego como él que va a hacer las tonterías que le dice el jefe. Vosotros deberíais de hacer lo mismo. 

                    Ya, pero es que yo me quiero quedar fijo aquí y no puedo jugármela.

                    Como quieras, pero yo no cambio mi forma de ser ni dejo que me humille nadie por conservar un trabajo. A parte que aunque necesites el dinero, no merece la pena rebajase por la pasta que nos dan aquí.

                    ¿Sabes cuanto nos pagan?

                    Setenta al mes.

                    Mucho me parece eso, yo creo que serán cincuenta y pico, porque es lo que cobran unos amigos míos que están en otra empresa como esta.

                    A mi la chica del contrato me dijo que nos daban setenta mil netas.

                    Ya veremos mañana o pasado que nos ingresarán…

 

     Ya en los vestuarios se asombró al ver la inusitada algarabía que había. El motivo era que el día siguiente, al ser último de mes, saldrían una hora antes. Todos los capullitos estaban la mar de contentos y decían muy orgullosos que por convenio el último día de mes se salía una hora antes, y se cobraba la hora, cuidado. Se decían unos a otros que era un gran logro y que ese era el mejor convenio que habían firmado nunca. “Pobres idiotas – pensó – les dan una estúpida concesión simbólica para distraerles de las cosas realmente importantes, como la mejora de las condiciones de trabajo y de los sueldos, y se contentan.  Ya no se acuerdan de las tercermundistas infraestructuras con las que trabajan y del pobre sueldo que reciben. Mírales, si están más contentos que unas castañuelas”.

     No hace falta ni decir que, encima, no les dieron esa hora libre al día siguiente. Si es que el que vive como un tonto y es tratado como un tonto  al final resulta que es tonto.

 

 

     Era cierto que el único que se permitía el lujo de pasar de los jefes era Roberto, pues sabe que a los tontos hay que darles la razón pero no hacerles caso nunca. Lo malo es que el incapaz se la tenía jurada, por lo que decidió vengarse de él al día siguiente mandándole junto a otros tres capullos a otra zona distinta. Y además mató dos pájaros de un tiro, pues sabía que el chaval trabaja bien, por lo que como para ese día necesitaba a gente que diera el callo y no le hiciera quedar mal,  mandó a lo mejor que tenía. 

     Ese domingo, el incapaz les dijo a él y a otros tres hombres que tenían que ir a una zona de la maratón popular de Madrid que se celebraba ese día. A Roberto le daba igual donde le mandaran siempre que le dejaran ir sólo, pero ese día le pusieron junto a otro compañero, el peor de todos los que le podían haber tocado. Segundino, se llama el hombre, de unos cuarenta y pico años de edad. Es el clásico currante concienzudo en su empleo y orgulloso de él. Pero este no era ni de lejos su mayor defecto, el cual redundaba en que no paraba de hablar nunca, no sabía pensar para sí mismo y todo, absolutamente todo lo que su mente barruntaba, lo expresaba por los labios.  Y además le olían los sobacos cosa mala. Roberto le había calado desde el primer día en los vestuarios, pues un tío que está constantemente hablando, él solo, al que tiene al lado, a todos, a la pared. “Pues a ver si estas botas no aprietan tanto como las anteriores porque (…) y este banco debería estar más centrado para que(…) , son ya y media por lo que tendré que llamar a casa para ver si mi hermano ha llegado no vaya a ser que llegue tarde y (…)”  Padre nuestro que estas en los cielos, este tío piensa  en voz alta, y le da lo mismo que le escuche alguien o no, el sigue a lo suyo. Y nunca dice algo interesante. Siempre gilipolleces dignas de una ameba borracha más que de una persona. Ya en alguna ocasión, a la hora de volver al cantón, se lo había encontrado para subir por la calle Embajadores. Era todo un suplicio ir con él, y eso que sólo duraba diez minutos el trayecto. A Roberto le pilló un día de pardillo y no volvió a repetir, llegando a esconderse si le veía o a ir por un camino más largo o directamente pasar de él, todo vale con tal de no estar a su lado. El día en que subió con él empezó a hablar sin parar como siempre, “pues ahora si que se está bien aquí , aunque yo prefiero ir con el camión, porque(…) Mi hijo está en Transa, que se encarga de la zona de Madrid que está más pa`lla, de Saturno hacía arriba. Llevo tres años en Transa, pero el fin de semana me voy a cualquier otra(…) Este pantalón es mío, de verano de Transa, es más mejor que el que dan aquí, mira como se nota en (…) Voy a ver si hay agua en la gasolinera, de la manguera para los coches ¿Qué compre una botella? Eso vale dinero. Prefiero no beber, estos zapatos son de cuando estuve en(…) Mira cuantos hierros, que montón tan bueno, si me diera tiempo a coger la furgoneta y venir a cargarlo, esto vale por lo menos dos mil pelas. Pero ya se le habrá llevado alguien para cuando quiera venir yo.” Claro, intentar explicar a semejante ameba que la fuente de Saturno se llama de  Neptuno en realidad, que el agua vale cincuenta céntimos de mierda o que entre la gasolina y el esfuerzo iba a perder dinero si recogía la chatarra, es trabajo inútil. Pero el caso es que Roberto se lo dijo, y a él le dio igual, porque gente así no escucha y volvió a decirle que: “ de Saturno para allá es peor zona” y que “tenía mucha sed” y que “menudo buen montón de chatarra que había ahí detrás”

     Segundino, la pareja que toda persona normal en este mundo odiaría tener,  era el hombre con el que caminaba Roberto a las siete de la mañana del último domingo de abril. Habían quedado a las ocho en una esquina para que les  dijeran la zona en la que debían de situarse ese día. Pero como la consigna es que ningún barrendero esté parado el incapaz les dijo que limpiaran por el entorno del lugar  en la que habían quedado hasta que dieran las ocho. Y el caso es que todo el entorno estaba completamente limpio, pero claro, Segundino desenfundó su escobón y empezó a barrer, mientras  hablaba sin parar, sin parar, sin parar. No había absolutamente nada que limpiar, pero el tío seguía dándole a la escoba con brío sin sacar nada en claro. Y encima le dijo a Roberto que cada uno fuera por un lado de la carretera. El chaval permanecía impertérrito, mirando asombrado a un hombre que barría y barría para acumular una colilla, dos hojas secas y arenilla, que cogía la pala y la escobilla , recogía esas tres cosas y seguía barriendo sobre una superficie  limpia. Y mientras hacía esto seguía hablando sin parar. Y al rato la cosa degeneró aún más, pues el tío se puso con la pala a quitar el barro de  la carretera producido por un socavón que habían abierto los del Ayuntamiento. increíble, se empeñó en que había que quitar el barro de la obra y echarlo al hoyo de nuevo. O sea que los obreros sacan la arena para meter tuberías o lo que fuera y el cabrón este se empeña en volver a meterla porque “ hace feo y tampoco vamos a estar parados”. El caso es que apareció el incapaz y ante la insistencia del loco de  Segundino, el chaval cogió la pala y dio unas cuantas paladas desganadas  al barro, ante la mirada del incapaz que hablaba en el móvil con “el jefe” para recibir órdenes.  Y aunque esto parezca ya insuperable, el día no había hecho más que comenzar y la estupidez iría en aumento hasta cotas insospechadas. El incapaz les ordenó que fueran hacía la otra esquina donde había un montón de “mantillo” para echar en un camión. Roberto no sabía a qué se estaría refiriendo, pero según fue avanzando y divisó la montaña se dio cuenta que estaba hablando de estiércol. “¿qué tiene que ver esto con nuestro trabajo? – se preguntó”. Según se iban acercando vio como había un tío vestido de paisano gesticulando  frente a otro barrendero, el conductor del camión. Nada más llegar Roberto comprendió que se trataba del  tan cacareado “jefe”  que él nunca había visto.   Estaba discutiendo con el barrendero sobre la mejor manera de recoger el montón de mierda. Al llegar los otros tres simuló tener una pala en la mano y, dando grandes e iracundos gritos, empezó a gesticular como si echara una palada al camión, diciendo : “ ¡así, con la pala, una , dos, tres… , no es tan difícil! ¿creéis que seréis capaces de hacerlo, eh? Es muy difícil para vosotros esto ¿o qué?, es fácil, no, yo creo que hasta vosotros podéis hacerlo”.  Dijo esto mirando a Segundino, al conductor y a Roberto. Los dos primeros son seres abúlicos y por lo tanto sumisos, pero el otro, ¡ay el otro¡, bueno, el lector ya lo conoce. “¿Y este gilipollas quién es? – le preguntó al incapaz  que se quedó perplejo ante tal afirmación ,que había sido oída por todos los presentes” “¡Te digo que quién coño es este gilipollas¡ – insistió mirando esta vez al “jefe”, el cual había cesado en sus exabruptos y permanecía callado. El capataz empezó a hablar a los tres barrenderos para tranquilizar la situación diciéndoles que empezaran a echar el estiércol al camión. Pero Roberto seguía mirando furioso al imbécil que había tratado de humillarles anteriormente. “Tu calmadito ¿eh? – le dijo mirándole fijamente a los ojos y señalándole con el dedo-  Calmadito ¿eh?, a ver si voy a tener que usar esto – dijo apoyándose en la pala- para otra cosa diferente”. El incapaz se quedó blanco al oír estas amenazas al “jefe” que todos temían. Este, asustado, no contestó a Roberto y se limitó a marcharse de allí con aire nervioso. “¿Será gilipollas y chulo el mierda este? – siguió él” El incapaz les dijo que empezaran rápidamente a retirar el abono, sin comentar nada del altercado anterior, hasta que Roberto le preguntó que si “¿ese imbécil es el jefe del que siempre hablas?” “Si, y no le contestes así que te la juegas, no sé como no te ha dicho nada. Esto no lo había visto nunca”. “Qué iba a decirme si sabe que no tiene razón y que es un gilipollas.  Ya con eso tiene bastante, no se va a arriesgar a que encima le partan la cabeza, porque si me llega a volver a faltar al respeto   sabe que se la hubiera partido”

     Había que retirar el montón de estiércol que estaba en una acera y que debería ser de los jardineros de la zona para abonar los jardines al día siguiente. Y ellos iban ahora a tirarlo a la basura porque por esa calle pasaba la maratón y no tenía que haber nada en las aceras. En lugar de tapar el montón, que ni siquiera olía si no se removía,  porque  no molestaba en absoluto a los corredores ni a la gente al ser una avenida muy grande, tenían que tirarlo a la basura, por esa paranoia de los jefes de limpiar todo, porque hoy había “mucha gente importante por la zona”. Y para que el lector entienda hasta que punto llegó la obsesión con limpiar a toda prisa el lugar que incluso el incapaz cogió un escobón y se puso a ayudar, al tiempo que les apremiaba cada treinta segundos para que acabaran rápido.  Los tres barrenderos estaban dándole a la pala. Roberto y el otro estaban callados, con cara de cabreo por la tarea que les habían ordenado, que no entraba dentro de sus funciones. Pero el otro, Segundino, ese estaba tan contento dando paletadas y teorizando sin parar sobre la mejor manera de hacerlo, en lugar de preocuparse más por el horrible olor a sudor que rezumaban sus axilas, que se percibía perfectamente aún con el aroma del estiércol. Y tanto habla el cabrón que empezó a decir a los otros que así no se echan las paladas, que había que hacerlo como él lo hacía. Y como estos jodidos obreros borregos son unos cobardes y no se atreven a decirle al jefe que es un hijo de puta y aguantan sus constantes vejaciones, van acumulando tensión en su interior, la cual explota en el momento más inesperado e injustificado. Al decir Segundino lo de que no sabían palear, Roberto ni le miró, pero el otro se lo tomó a pecho y le dijo que si iba a venir él a enseñarle a palear, que el había estado haciéndolo durante más de diez años. Y el loco le siguió la discusión y empezaron a gritarse muy malhumoradamente que si así era como se hacía o si era asao. Afortunadamente se calmaron los ánimos rápidamente, pues Segundino tiene tan poco cerebro que enseguida se olvidó del asunto y empezó a hablar de otra gilipollez diferente.   Un ejemplo más de la estupidez y prepotencia de los incapaces tuvo lugar en ese momento, pues cuando estaban a la mitad de la faena paró un taxista junto a ellos y les dijo que si podían llenarle una bolsa para llevarla a su jardín. Los barrenderos dijeron que sí, pero en esto que salió a escena el incapaz y , autoritariamente, dijo que nadie podía tocar ese abono. Menudo niñato imbécil, les das un poco de poder y lo usan para avasallar a los demás. Ese abono iba  a ir directamente a la basura, pero por sus cojones que nadie se iba a llevar algo. Seguro que si el taxista hubiera dicho que ni de coña se llevaría él una bolsa de ese abono, el incapaz hubiera sacado una pistola y le hubiera obligado a llevarse todo el montón. El caso es llevar la contraria e imponer su voluntad a la de los demás , por muy irrisoria que esta sea.

     Cuando terminaron de llenar el  camión todavía faltaba más de media hora  para que fueran las nueve, hora en la que habían quedado para  empezar con lo de la maratón. Y como están obsesionados con que nadie puede estar parado , tanto a Segundino como a  Roberto les mandaron ir a limpiar unas calles que estaban impolutas.    El chaval se limitó a pasear el carro, para hacer tiempo. Todavía estaba medio mareado por el olor a sudor del jodio tarao, cuando se percató de que ahora que estaba él solo también percibía el olor a sobaco. “Joder, ya me vale la tontería también – se dijo – estoy pensando que el loco este es además un puto cerdo y soy yo el que está pegando el cante a sobacazo”. Se asombró de este hecho, ya que él es aseado y nunca ha tenido problemas de olor corporal y aunque en los vestuarios Segundino siempre echaba para atrás, bien era cierto que era a última hora, después de haber sudado tal vez.  A él le daba apuro ir desprendiendo tamaño aroma, pero qué le iba a hacer, no podía ir a ducharse  ni echarse por lo menos una colonia para despistar al enemigo. El caso es que no entendía del todo por qué desprendía tan fuerte olor, por lo que se desabrochó la camisa y olfateó directamente su axila, comprobando atónito como no desprendía ningún tipo de olor . Pensó entonces que debería ser la camisa que había acumulado olores de los otros días de curro, pero la camisa tampoco olía por dentro, solo olía por fuera. Se quedó de piedra, pues comprendió que se le había impregnado el olor a sobaco de Segundino, pues así de fuerte le cantaba el alerón al tipo.  Conforme fueron pasando los minutos se fue disipando el olor. “Con esta panda de cerdos hay que trabajar respirando por la boca – dijo acordándose de botellín y de Segundino”

     Por fin dieron las nueve y se encaminaron hacia la zona de la maratón. Nada más llegar al lugar en el que les habían indicado que esperaran, Roberto conoció al nuevo incapaz que estaría con ellos esa mañana. Era otro niñato con pinta de no saber ni cual es la capital de Francia y con cara desencajada por la “presión” a la que les someten los “jefes”. Nada más toparse con él Roberto comprendió que iba a tener problemas , pues a esta gente se la cala enseguida. “¿Qué hace usted aquí? – le preguntó – ¿le han asignado también la maratón? Bien, pues espere aquí y métase la camisa por dentro, por favor”. Y todo esto lo dijo con una cara desencajada  e iracunda. Pero antes de que pasara por allí la carrera, el incapaz de todos los días  le tenía reservada otra sorpresita: acompañar al conductor a descargar el camión en el cantón.  “A toda hostia que nos la estamos jugando – dijo nerviosamente  el pobre infeliz”. Si malo estaba siendo el día, la cosa empeoraba a cada minuto. Ahora tenían que subirse al camión y empezar a dar paletadas  para sacar el abono e irlo tirando en uno de los infectos containeres del cantón. Pero es que el camión estaba igual de infecto, produciendo un terrible olor a estiércol que les ahogaba literalmente al ser un espacio reducido y pequeño. Roberto se estaba cabreando cada vez más y ya cuando apareció en escena el incapaz y les empezó a apremiar para que fueran a toda prisa acabó de explotar. Empezó a decirle que por qué no cogía una pala y subía él a hacer ese trabajo. Se paraba a cada rato y salía para poder respirar mientras decía que ese era un trabajo para animales. Empezó a cagarse en todo el departamento de limpieza y a decir que era un gilipollas por estar haciendo esto, nada más que porque  necesitaba el puto dinero y por solidaridad con su compañero. Y le desafiaba diciendo que si le parecía bien tener ahí a dos hombres, sin mascarilla ni nada sufriendo el inhumano olor a estiércol y a basura, pues debajo del estiércol había bolsas de pútrida basura.  “Ahí abajo se está de puta madre , ¿eh? – llegó a decirle mientras le tiraba cosas para ver si le daba – como me baje de aquí me parece que se te van a quitar las ganas de mandar a la gente  a hacer cosas como estas. No somos animales, somos personas, me cago en la puta” El incapaz no le respondía, pues temía que si le cabreaba el chaval ese le podía hinchar a hostias y porque, además, sabía que tenía toda la razón del mundo. Y mientras él despotricaba el compañero le daba la razón por lo bajini y decía: “qué remedio. Hay que hacerlo y callarse”. Jodidos borregos.

     Tras acabar con el horrible trabajo, salieron pitando para la maratón. Se estaban pegando una buena paliza, por lo que Roberto pensaba empezar a hacer poquito a partir de ahora, pero nada más lejos de la realidad, pues el trabajo empeoró todavía más.  Sólo faltaban los redobles de tambores para el “más difícil todavía”.  Serían las diez menos diez cuando estuvo de nuevo junto a su fiel carro, esperando las órdenes del otro incapaz. Este llegó y le dijo que su zona serían unos treinta metros de calle, por una sola acera. Era la parte en la que estaba el último avituallamiento, consistente en una fila de mesas repletas de refrescos y agua y de voluntarios vestidos de blanco que se encargarían de repartirla entre los participantes.  Todavía faltaba más de una hora para que pasara por ahí la carrera, por lo que el trabajo era nulo. Aún así Segundino barría y barría, hasta cosas que no eran de su competencia, como los jardines. Lo de este hombre debe ser una enfermedad grave. El incapaz hablaba triunfante con él, diciéndole que siguiera así por toda la calle. Mientras tanto Roberto estaba parado, pues no había nada que hacer. Iban a dar las diez por lo que le comunicó al capataz que iba a hacer el descanso de media hora para comer algo y sentarse. El incapaz le miró con cara asombrada y le dijo que  eso no podía ser, que luego más tarde en todo caso, que ahora había mucho que hacer. Roberto miró a su alrededor y le dijo al incapaz que si acaso se estaba perdiendo algo, pues no había absolutamente nada que hacer.  Insistió en su intención de ejercer su derecho al descanso matutino, ante lo cual el incapaz fue a consultar con el “jefe”. Volvió y le dijo que en todo caso se tomara un café muy rápido y volviera en unos minutos a su puesto. Roberto le dijo que iba a tomarse exactamente media hora. 

 

                    ¿Tanta prisa tiene por comerse el bocadillo?

                    No se trata de ganas o no, es un derecho que tengo. Además llevo desde las siete de la mañana cargando estiércol, cosa que no es mi función,  y me voy a comer el bocadillo que si no voy a desfallecer de un momento a otro.

                    Pero es que ahora no puede irse, hoy es un día especial – dijo el incapaz con impotencia.

                    Son las diez, a las diez y media vuelvo – dijo él quitándose los guantes.

                    Pero es que hoy están los concejales – gritó casi con lágrimas en los ojos.

                    A mí eso me da igual, como si viene el Papa, a y media vuelvo. Si ellos – dijo refiriéndose a los demás barrenderos que seguían sumisamente haciendo el paripé – quieren quedarse hacen muy bien, pero lo que soy yo me voy pero ya.

                    Muy bien, muy bien, aténgase a las consecuencias.

 

     Roberto obvió este  último comentario con sonido de amenaza  para no perder el trabajo ese mismo día. Compró su habitual lata de cerveza y se fue a un parque cercano a comer el bocadillo y a disfrutar de la paz y sosiego que tras la infernal jornada se merecía.  El resto de barrenderos siguieron haciendo el paripé y con el estómago vacío, pues hacían todas las tonterías que los incapaces les decían. A la media hora volvió. El incapaz le dijo que barriera su zona. Lo hizo en cinco minutos , pues no había absolutamente nada que hacer. En la otra acera estaba Segundino, el cual barría sin parar la arenilla que se acumula en la acera, entre las baldosas.  Como no había absolutamente nada de trabajo Roberto decidió sentarse en el manillar del carro, en espera de que empezara la faena. Y en esta posición de espera, con el escobón en la mano, le sorprendió el incapaz, que nada más verle montó en cólera y  exclamó indignado “¡Qué, se está bien así!” “Pues no es muy cómodo, pero es mejor que estar de pie sin hacer nada” “Muévase ahora mismo y barra todo lo que vea por el suelo” “Pero si no hay nada” “¡Pues va de un sitio para otro!” Decidió no discutir con semejante cenutrio así que empezó a dar paseos de un lado a otro de la acera, desfilando cansinamente y marcando una especie de irónico ritmo militar, al compás de unos silbidos. Desde la otra acera el incapaz estaba apunto de estallar viendo que el chaval no hacía el paripé completo y no fingía estar barriendo para que el ciudadano creyera en el concienzudo esfuerzo del Ayuntamiento por tener limpio Madrid. El incapaz estaba junto a dos “jefes” en el otro lado de la acera, sin hacer absolutamente nada. Hacía un calor cosa seria, pero como son tan capullos los tres llevaban un plumas de barrendero para dar el cante y que el ciudadano viera todavía a más trabajadores. Entre policías, colaboradores, protección civil, Samur y barrenderos , había por lo menos quinientas personas en un tramo de apenas cincuenta metros. Es increíble lo que hace el Ayuntamiento para engañar a los ciudadanos. Y aún siendo esto malo lo peor es que los muy  cretinos  se lo tragan.  A los diez minutos de haber comenzado su desfile, pasó junto a él el incapaz, y tras pensárselo un rato cogió valor y le dijo al chaval que por favor barriera las virutillas del suelo, que no eran otras cosa que pétalos secos de las flores de los árboles. Roberto asintió con la cabeza y pasó de acatar la estupidez. El incapaz, viendo que no le hacía nada de caso en sus divagaciones, pasó dos veces más junto a él a decirle cada vez más alterado que “barriera la virutilla, que hacía muy feo debajo de los bancos” “Vamos a ver – dijo Roberto ya cansado- lo primero esto no es viruta, pues la viruta son laminillas de madera o metal . Esto son pétalos secos de las florecillas de los árboles.  Van a seguir cayendo durante semanas y en un par de días se han biodegradado y desaparecen, porque son muy finas. Y al ser tan finas es muy difícil recogerlas. Además es lo único bonito de la acera. Esto no hay quien lo recoja, hombre” “¿Qué no? – dijo tremendamente excitado y a punto de explotar- pues yo he recogido montones así de estas cosas” Roberto no pudo evitar reírse y dar media vuelta para seguir desfilando pisando las “virutillas”. Es increíble darse cuenta de que este pobre besugo se ha pasado años obedeciendo a un jefe que le humillaba haciéndole recoger los pétalos de las plantas y ahora él quería resarcirse haciendo lo mismo con sus subordinados.

     A las once empezó a pasar la maratón por ese tramo. Antes del primer corredor pasaron unos veinte vehículos del ayuntamiento con las sirenas a todo meter, para que el ciudadano sintiera la presencia de los poderes públicos. Era de verdad algo patético ver el despliegue que habían montado para tamaña gilipollez. Sirenas a todo gas y mogollón de funcionarios haciendo el paripé. Roberto se estremecía al contemplar esta escena. Y entonces pasaron los primeros corredores, un par de negros( amos absolutos del tema correteo) y un blanco, seguramente dopado,  echando las tripas por la boca tras ellos. La gente que había empezado a acumularse en las aceras rompió en aplausos entusiasmada como si cuanto más aplaudieran más les fueran a subir el sueldo al día siguiente. Y hasta que empezó a pasar el resto de participantes, el grueso de la carrera, transcurrió  por lo menos una hora, tiempo  en el que Roberto estuvo tocándose las narices, pero en la que tuvo que hacer a veces que barría y hasta llegar a apagar una colilla para echarla en el carro a fin de que el incapaz viera que le hacía algo de caso en sus idioteces.

     Y cuando empezó a pasar toda la masa de corredores, comenzó el infierno para los barrenderos. Serían por lo menos veinte mil los payasos que jadeaban agonizantes en pantalón corto. Y todos cogían una bebida, y todos la tiraban a los cinco metros, y el encargado de recoger los botes era Roberto y otra mujer que había aparecido por arte de magia como refuerzo. Suponiendo que la mitad de los corredores tiran las botellas a un lado y la otra mitad al otro, quedan sólo diez mil botellitas, que si se divide entre dos barrenderos que eran da el resultado de cinco mil botellitas.  Es de locos, no daban, ni por asomo, abasto. Toda la calle estaba repleta de botellas  y vasos de plásticos, y los corredores no cesaban de pasar, todos en grupo, miles y miles de idiotas corriendo sin que nadie les persiguiera. Como deporte  correr está bien, pero ya esas estupideces de hacer retos deportivos y rozar la muerte para nada, es algo patético.  “Espíritu deportivo” dicen que es eso. “Estupidez mental absoluta y negocio de las marcas deportivas” es lo que es en realidad.

     Corrían de  ambos sexos y de todas las edades, la mayoría de los cuales iban andando sin poder con su alma, congestionados y apunto de sufrir un patatús. Pero como a todo hay quien gane, todavía eran más tontos los que se pasaban toda la mañana viendo este extraño fenómeno desde la acera y aplaudiendo y gritando a rabiar.  Roberto sabe que mucha gente es estúpida, pero tanto como esos que estaba viendo ese día nunca había sospechado que se pudiera ser.   Estos seres aplaudían entusiasmados mientras jaleaban a los moribundos con gritos de “ ¡vamos, campeones¡, ‘¡sois los mejores¡,  ¡todos al podium¡, ¡venga campeones, animo que ya falta poco¡ ¡Sois un ejemplo¡ ¡todos estáis ganando¡” Parece ciertamente que se estuvieran cachondeando de ellos, pero nada más lejos de la realidad, pues lo decían completamente en serio. Y cantaban canciones de esas del fútbol. Roberto estaba apunto de estallar ante tanta idiotez y ante tanto trabajo como tenía por culpa de estos seres. Tenía que agacharse constantemente a coger botellas, las cuales le llovían literalmente, pues los corredores no miraban ni  a donde las tiraban. Solían pegar un trago a la bebida y la tiraban entera. Qué bien, por ahí millones de personas sin agua potable y estos hijos de puta tirando las botellas sin apenas abrirlas. Estupendo, qué bonito es Occidente. En un momento dado, cuando estaba agachando metiendo un montón de botellas en el cubo, le dieron un botellazo en la cabeza.  Instintivamente se levantó y buscó con la mirada al involuntario agresor. No logró ver quien había sido, pero de haberlo hecho no podía decir que no hubiera salido tras él para devolverle el botellazo.

     Y  cuando la maruja más tonta que seguramente hay en el mundo empezó a vitorear a un grupo de mujeres que corrían juntas : “¡Bien, mujeres,mujeres, mujeres…¡” y no paró durante una hora de decir esto, saltando  entusiasmada, Roberto perdió por completo su fe en la mayoría de la especie humana. Y ya cuando entre todos los vítores empezó a oír  “¡torero, torero¡” creyó volverse loco. Y en el momento en que se giró y vio que efectivamente había un corredor vestido de luces, decidió cerrar su mente por ese día y trabajar automatizadamente.  Decenas de bolsas llenas de botellas y vasos y el suelo seguía repleto. Era como si en un día de lluvia alguien se empeñara en secar la acera con una fregona.  En un momento dado un tipo le comentó que “hoy si que tenéis trabajo ¿eh?, si que es un mal día, hoy os vais a cansar pero bien” y él sentencio ante el asombro de algunos y la risa de otros que “Si, pero por lo menos a mí me pagan por hacer esto, no como a estos gilipollas – dijo señalando a los maratonianos”.

Cuando eran las dos menos cuarto decidió volver a su cantón, sin que le viera el incapaz, ya que le diría que tenía que quedarse, como iban a hacer todos los demás idiotas, que sabían perfectamente que no iban a cobrar nunca las horas extras y que era un terrible abuso tenerles trabajando a destajo y sin haber desayunado, pero que como son tan imbéciles acataban y seguían en faena. El camino que siguió fue por la carretera, junto  a los corredores, por lo que se lo pasó vacilando al público, ya que cuando a su paso vitoreaban a  los maratonianos, él daba las gracias y saludaba y decía tonterías. Al llegar al cantón el incapaz de siempre se asombró al verle y le dijo que si le habían dado permiso para volver. El contestó que el reloj es quien da el permiso. Hizo amago de ir a obligar al chaval a volver hasta que acabara la maratón pero se cayó a la mitad de la frase comprendiendo que no estaba hablando con uno de los borregos.

     Y el miércoles siguiente, día uno de mayo, el de los trabajadores, otra vez al tajo, pues también cubrían los festivos. Ese día el incapaz le dio una nueva zona, seguramente más complicada que la de siempre, pues estaba muy resentido con él. Le encargó hacer buena parte de la calle Delicias. Roberto volvió a la rutina de siempre , escuchando música y barriendo lentamente. Estaba muy cabreado con el incapaz , pues todavía tenía agujetas del día de la maratón. Se la tenía guardada, pues fue una faena terrible la que le hizo ese día.  Y no llevaría más de una hora liado, barriendo escrupulosamente, cuando apareció en escena el incapaz para tocar las narices. Y vaya si se las tocó…

 

   -¡Fuera esos cascos ahora mismo, no te lo repito¡ – gritó exaltado.

   -“Malo, este se la va a buscar hoy – pensó Roberto quitándose el auricular”

          Sabes que esta prohibido y no lo repito más.

          Vamos a ver –intentó razonar – por llevar un casco no pasa nada, ¿no comprendes que el trabajo se ameniza de esta forma y aumente la eficacia?

          ¡Esta prohibido y punto¡.

          Pero es ilógico, no te preocupes que si me pilla el “jefe” le diré que tú me lo has dicho cien veces y yo no te hago caso.

          Y si te pilla un coche por ir con la música qué, nos la cargamos nosotros.

           “O sea que su preocupación es la hipótesis de que alguno sea tan gilipollas como para saltar a la carretera cuando pasan coches , no oírlos y que le pillen –pensó – y no les preocupa que te maten, sino que a ellos les metan el paquete”

          El otro día fatal en la maratón, ya me ha dicho el capataz que te fuiste sin su permiso, que no le hiciste caso cuando te dijo que no se desayunaba y que no le obedecías nunca:

          ¿Es que tengo que obedecer a las tonterías que dice un capataz?

          ¡Lo que dice el capataz se hace y punto, sin discutir ni pensarlo. Si no se come, no se come  y si hay que quedarse se queda! – gritó más nervioso que iracundo.

          Vosotros estáis completamente locos ¿no?.

          Vas por muy mal camino, no sé como vas a acabar tu aquí, ¿eh?

          ¿Me estás amenazando?. No tientes la suerte payaso, que al final te parto la cara. ¿Sabes lo que te digo, infeliz? – exclamó quitándose la chaqueta y los guantes – que aquí te quedas con tu estupidez mental y tu trabajo. El carro lo llevas tú hasta el cantón. Te metes el trabajo este de mierda por el culo. ¿Sabes que yo tengo dos carreras? No necesito esta mierda, solo lo quería para sacar pasta estos dos meses.

          Muy bien, muy bien – dijo el incapaz medio asombrado  – estupendo. Y cogió el móvil y empezó a llamar a algún empleado de camión para que dejara su trabajo y cogiera el relevo de Roberto.  El chaval agarró su bolsa de plástico, se puso los dos cascos y fue caminando hacia el cantón para cambiarse de ropa. Tras él, el ahora timorato incapaz le seguía los pasos. “Tienes que firmar la baja – le dijo suavemente y con cara de arrepentimiento, pues en el fondo no era un mal tipo y sabía que la razón la tenía el barrendero, pero como era un esbirro tenía que acatar órdenes estúpidas,  que él sabía que eran así” Durante el camino le volvió a decir un par de cosas más mientras que Roberto pasaba olímpicamente de él. Una vez en el cantón se mostró tremendamente amable y hasta metió personalmente la ropa del chaval en una bolsa y no le dijo nada por haber roto la llave de la taquilla al abrirla.  Estaba realmente compungido por lo sucedido, por lo que era todo amabilidad y caras de circunstancia y arrepentimiento. Le instó a que olvidarán lo sucedido y volviera a coger el carro. Roberto ni le miró. El incapaz hasta le rellenó  el informe, que era como el de la gorra y el cambio de turno,  teniendo el chaval sólo que firmar. Los estúpidos informes para todo.

 

                  Cuando salió de allí, cogió el libro que se estaba leyendo esa semana y se lo señaló diciendo: “coge uno de vez en cuando. De esta forma a lo mejor aprendes a vivir,” Pensó en preguntarle que qué le gustaría ser si viviese, pero le pareció que cebarse en las desgracias ajenas no está bien, y otra cosa no, pero el joven capataz, guardia jurado entre semana, es un auténtico desgraciado de la vida.

     Salió de allí tremendamente contento, pues ser fiel a tus creencias y no dejar que te exploten ni te humillen es algo siempre gratificante. Vivir sin soportar la coz interna de tu propia cobardía es la única forma en la que él considera que se puede llegar a la felicidad, y mantener la dignidad como lo había hecho durante el trabajo de barrendero era una de sus formas.  Se topó con dos de sus compañeros, que se asombraron al verle. El primero que vio fue con el que días atrás se fumara un cigarro. Le dijo que era un ejemplo a seguir, un auténtico “fiera” y que se alegraba mucho de haberle conocido. “todos teníamos que hacer como tú, pero…””Ahí está la coz – pensó él” El segundo que vio fue el único que merecía enteramente la pena, Faustino. Se fumó un cigarro con él y estuvieron hablando de lo sucedido. “Has hecho muy bien, yo también me iré pronto, como me toque las narices el niñato este me largo y a lo mejor hasta le meto un puño. Estuvieron hablando y riendo largo rato hasta que se despidieron con un fuerte apretón de manos y un sincero : “Me alegro de haberte conocido. Suerte y ya nos veremos”.

      Fue al cajero para ver lo que le habían ingresado por el mes de trabajo. Por supuesto que le habían engañado con el sueldo, pues  le pagaron sólo  331 euros, o lo que es lo mismo, quince mil pesetas menos de las setenta que le habían prometido.

     Caminó alegremente mientras escuchaba una cinta de un grupo heavy llamado “Stryper”. Se encontraba en un estado de absoluta libertad. Se dirigió hasta una basílica que hacía tiempo quería visitar, la de San Francisco el Grande. Una vez estuvo en ella viendo las maravillas ornamentísticas que contiene y contemplando su espectacular cúpula,  sintió en el alma que ahora había vuelto a coger la buena senda, otra vez estaba caminando en pos de la belleza.

     A los quince días de esto cogió un ferry que le alejó de la península. Su objetivo era claro, quería volver a subirse al mundo.

 

 

FIN