“LA CITA”
Novela corta de César Bakken Tristán.
© Cesar Bakken Tristán. 2011.
B dudó unos segundos pero decidió seguir adelante. ¿Qué más podía pasarle?, ¿qué le detuvieran?. Con eso ya contaba si no se hubiera escapado de la habitación del hospital. Tenía que arriesgarse.
– ¡Guardias, guardias! –gritó Donato – Esto es un escándalo, exijo que llamen a la policía inmediatamente.
B sintió un escalofrío por todo el cuerpo: “¿Donato me está denunciando?” No pudo evitar detenerse. Si él le traicionaba todo su mundo se vendría abajo definitivamente.
Un mes antes:
Cuando al volver del trabajo B escuchó el mensaje de voz que le habían dejado en el teléfono de su casa no pudo evitar sentir un alivio general y que una pequeña sonrisa pintara su cara de alegría. Llevaba mucho tiempo esperando esa llamada y aunque no había conseguido hablar con nadie el mensaje le beneficiaba de igual manera. Era, por fin, una puerta abierta a intentar paliar el demacrado estado de un par de sus piezas dentales, las cuales parecían haber mantenido una postura díscola y ajena a la higiene bucal que con tanto esmero él realizaba a diario. Con los años había comprobado que por más que cuidara su dentadura, esta no estaba por la labor de olvidar el paso del tiempo y, por lo tanto, su inevitable deterioro. “¿Por qué mis dientes se harán los locos?” se preguntaba a menudo ante el espejo poniendo esa cara entre estúpida y maléfica que todos ponemos cuando nos miramos la dentadura.
Ya se lo decía Marta cuando salían juntos: “Hazte un seguro dental, que lo vas a acabar necesitando. Con la edad a todos nos hará falta”. Ahora se arrepentía de no haberla hecho caso, porque al no tener seguro y no poder pagarse uno bueno, no tenía más remedio que extraerse una o tal vez dos piezas dentales, que era gratuito en la Sanidad Pública. Poner unos implantes le supondría más de seis mil euros, amén de los padecimientos inherentes a este tipo de intervenciones. Había decidido extraérselas y apañarse con dos piezas dentales menos. Todavía le quedaban muchas, no las tenía por qué echar excesivamente en falta, a nos ser que al poco tiempo comenzara el inevitable otoño dental que todos los seres humanos padecen o que algún energúmeno se los partiera en una pelea de las muchas que ocurrían en su ciudad y en las que él casi nunca se involucraba al ser una persona pacífica y para nada pendenciera. Pero todos pueden ser víctima de una agresión, así que cruzaría los dedos tanto por lo peligroso y desagradable de ser agredido como por lo costoso que le saldría si el resultado era la pérdida de más piezas dentales. En cualquier caso, como decía su difunta abuela materna, que vivió más de veinte años sin dientes: “Con las encías mastico perfectamente, no necesito dentadura”. Y era cierto, la mujer comía prácticamente de todo. Eso sí, era tremendamente gracioso verla hacerlo, pues lógicamente tardaba y gesticulaba más que el resto de personas.
Le hizo gracia acordarse de su abuela y, sobre todo, de su exnovia por ese motivo tan raro y no por los buenos o malos momentos pasados junto a ellas. B era así, no se preocupaba de lo que no estaba a su alcance o de lo que no tenía, como en este caso a su abuela o el amor de Marta. “La llamaré un día de estos, hace años que no sé nada de ella” se dijo “pero no le diré nada de las muelas, sería darle pie a que empezara con sus reproches de siempre. Mejor pensado no la llamo, bastante tengo ya con lo de las muelas y mi situación económica como para encima aguantarla a ella. Sería masoquismo puro”.
Y esto fue todo lo que B se permitió pensar en su expareja, a pesar de que había pasado con ella siete años y habían convivido en esa misma casa en la que ahora vivía él y que tan a duras penas podía mantener. Lo único que realmente echaba de menos de ella era que pagase la mitad del alquiler, pues con su precario sueldo a penas si podía sobrevivir. No era un pensamiento egoísta, sino práctico. Pero entre vivir sólo, precariamente, o volver a compartir piso como hacía antes de vivir con Marta elegía lo primero. B sonrió pensando en que vaya dos motivos que le habían venido a la mente para recordar a Marta. Él no era un mal tipo, simplemente era muy pragmático en las relaciones humanas. Claro que había estado a gusto con su exnovia, pero eso no significaba que la fuera a tener en mente el resto de su vida. Cariño sí que la tendría siempre , eso sí, cuando apareciera en su mente, cosa que desde los cuatro años que habían transcurrido desde su ruptura había sucedido muy pocas veces, por no decir ninguna. En lo que sí que se paró a pensar con amargura es que en estos cuatro años no hubiese conocido a ninguna chica con la que compartir el piso o, simplemente, tener una relación estable. Se había relacionado con chicas, y hasta se había acostado con alguna, pero sin continuidad.
“¿Tan feo soy?” se preguntó mirándose al espejo. “Marta estaba muy bien y yo le gustaba, no sé a qué viene esta mala racha, tampoco he pegado un bajón considerable en estos años. En cuanto baje un poco la tripa estaré igual que antes. Y ahora con dos piños menos, pues peor todavía. La verdad es que me da igual, mejor solo que mal acompañado. Ellas se lo pierden”. Así era B, un despreocupado preocupante.
Según las indicaciones de la dulce voz de mujer del mensaje tenía que presentarse dentro de siete días para ser inspeccionado por un médico, en este caso un cirujano máxilofacial, a fin de determinar el alcance de su dolencia bucal y la intervención quirúrgica y posterior tratamiento al que sería sometido. Estaba contento, aunque el hecho de tener que ser atendido por un médico no le gusta a nadie, o a casi nadie ; de todo hay en este mundo de locos. Pero si por desgracia hace falta es un motivo de alegría poder estar en manos de un profesional para que tu salud mejore, o por lo menos no empeore, que es algo muy a tener en cuenta. Y si encima es gratuita la atención (si se puede llamar gratuito a un servicio que disfruta gracias al puntual pago de sus desmedidas obligaciones tributarias), pues mejor todavía.
El resto del día lo pasó buscando sin éxito los anteriores informes, y demás papeles, de su estado bucal. Nunca conseguía encontrar este tipo de cosas. Menuda charla le tocaría aguantar de Marta si estuviera allí con él. Darse cuenta de que era la tercera vez en el día en la que se acordaba de su exnovia le hizo abandonar su búsqueda y entretenerse leyendo un poco mientras trasegaba una botella de vino tinto de la máxima calidad que su economía le permitía, que era entre el vino de cartón de algunos indigentes y el más barato de la carta de un restaurante de precios populares. Sonrió pensando que si Marta estuviera allí le diría que no bebiera tanto, que si era malo para esto o aquello… “¡Basta!” se dijo, “¿pero qué me pasa hoy que no hago más que pensar en esta tía? “. Por suerte quedaba poco para que se tuviera de acostar, a las nueve menos cuarto tenía que salir de su casa para ir al trabajo, por lo que ya no tendría mucho tiempo de seguir torturándose pensando en su exnovia.
A la mañana siguiente recibió una nueva llamada, la cual sí pudo atender pues fue a las ocho y media, en la cual le indicaron que debía presentarse dentro de siete días para ser inspeccionado por un médico, en un centro sanitario distinto al indicado en el mensaje de voz. Tras pensar con alivio que todavía hay gente que madruga más que él para trabajar, B intentó razonar con la nueva mujer, esta vez sin voz dulce, para que entendiera que ya tenía una cita previa en otro centro para el mismo asunto. La mujer de la voz amarga le contestó que ella no sabía nada al respecto, que no estaban coordinados con los demás centros sanitarios y que su obligación era comunicarle la cita y la obligación de él era acudir a ella si no quería perder el derecho a ser atendido médicamente por la Sanidad Pública. Se despidió de él y colgó dejando a B con varias preguntas en la boca, además del dolor esporádico de muelas de casi todas las mañanas.
Buscó el teléfono del hospital del que le llamaron en primer lugar, para intentar aclarar el asunto. Al otro lado del teléfono contestó un hombre de voz grave y aburrida, nada que ver con aquella voz del mensaje del día anterior que hasta invitaba a ir al mismo por toda la dulzura, y hasta sensualidad, que trasmitía:
– Hospital San Cecilio.
– Buenos días – dijo B y prosiguió a los pocos segundos, al no recibir un saludo de respuesta – verá, ayer recibí una llamada de su hospital, de una señorita muy amable que me dejó un mensaje de voz para ir a la consulta del cirujano máxilofacial…
– ¿Quiere cambiar la cita?
– No. Es que hoy me han llamado de otro hospital para lo mismo.
– ¿Quiere anular la cita?
– No
– ¿Entonces qué puedo hacer por usted?
– Quiero que me aclaren el por qué de esta segunda llamada.
– Llame entonces a ese hospital, nosotros no podemos decirle nada al respecto. Sólo nos ocupamos de nuestras citaciones. Buenos días.
Y, dicho esto, la voz aburrida colgó. B se quedó perplejo, con el auricular en la oreja y la boca abierta. Colgó el teléfono, dándole vueltas en la cabeza a lo que había sucedido. Llamó al segundo hospital y fue atendido por la mujer de la voz amarga.
– Hospital catorce de abril.
– Buenos días, hace un rato me ha llamado usted a mi casa, para darme una cita ¿se acuerda?
– Llevo todo el día haciendo llamadas para dar citas.
– Verá, soy el paciente que ya tiene una cita previa en otro hospital, ¿no se acuerda?
– No.
– Bueno, está bien, da igual. He llamado al otro hospital , en el que me dieron la primera cita y no me han aclarado nada, así que acudiré a la cita que me han dado en ese hospital. Aunque preferiría saber cual de los dos centros es mejor en cirugía máxilofacial, pero ya que…
– Dígame su nombre –le interrumpió la mujer de la voz amarga.
– B.
– De acuerdo, anulo su cita entonces. Buenos días – se despidió la voz amarga y colgó.
B volvió a quedarse perplejo, con el auricular en la oreja y la boca abierta. Colgó el teléfono y llamó de nuevo al primer hospital:
– Hospital San Cecilio – contestó la misma voz de antes.
– Buenas días, hace un momento he hablado con usted acerca de una cita que me han dado para el cirujano máxilofacial. Me han citado también para otro hospital, el hospital catorce de abril, para la misma consulta y no entiendo por qué. ¿su hospital es también público?
– No, es privado, pero nos derivan a pacientes de la sanidad pública, para aligerar las listas de espera y dar un mejor trato al paciente, ya sabe. A usted le sale gratis si es lo que le preocupa.
– No, no me refiero al dinero, me parece bien, ¿entonces por qué me han llamado previamente del otro hospital para darme una cita?
– ¿Va a acudir usted a esa cita?
– No, aunque no sé qué será mejor, pues desconozco qué hospital ofrece la mejor atención especializada en mi problema actual. No quiero ir al suyo si el otro es mejor, supongo que lo entenderá. ¿Usted podría informarme de esto?. Para mí…
– Dígame su nombre, por favor – le interrumpió.
– B.
– De acuerdo, anulo su cita, buenos días – y colgó.
– ¡Oiga! no quiero que anule nada, sólo quería… ¿oiga?
Por tercera vez en unos minutos, volvió a quedarse perplejo con el auricular en la oreja y la boca abierta. Llevaba casi dos meses esperando a que le llamasen del hospital para ir a pasar consulta y ahora le habían llamado de dos pero se había quedado sin cita sin que él supiera el motivo. Decidió no hacer más llamadas y acudir personalmente a los dos hospitales inmediatamente. “Esto lo aclaro yo hablando en persona, no por teléfono. No me van a seguir toreando más, se van a enterar estos de quien soy yo. Pues sí señor, faltaría más” Se dijo, aunque no muy convencido de su capacidad de persuasión e intimidación y más bien llevado por el calor del momento, que sin duda se iría enfriando progresivamente en el camino hacia los centros sanitarios.
Lo primero que hizo al terminar de vestirse fue llamar al trabajo para avisar a su jefe de que llegaría tarde porque tenía que ir al médico. Le explicó el motivo pero su jefe no se enteró de nada (y era comprensible, pues el propio B tampoco lo entendía) y quedaron en verse después, con los preceptivos justificantes de haber acudido a dichos centros de salud. Al fin y al cabo, su jefe no era más que un eslabón más de la gran cadena que conformaba la empresa en la que B era mucho menos que un eslabón, por lo que su ausencia no se notaría en absoluto. Pero eso sí, sin justificantes no cobraría el día o las horas de ausencia y se exponía a que le abrieran un expediente disciplinario o, incluso, al despido. Así se las gastan estas empresas faraónicas, los empleados no son nada hasta que dejan de cumplir estrictamente con las leoninas normas que la rigen. Es entonces cuando todo el engranaje de los llamados “recursos humanos” se pone en marcha y el anónimo empleado toma nombre y apellidos ante ellos y actúan en consecuencia aplicando todo el rigor del injusto convenio laboral vigente y, por supuesto, los poderes fácticos y legales (que no ilegales, como deberían ser) de amedrentamiento que les son inherentes por su condición de vigías y guardianes del buen funcionamiento del engranaje de la gran empresa. Encima él no estaba afiliado a ningún sindicato, o sea que era presa fácil. Aún así decidió faltar al trabajo. ¿No dicen que la salud es lo primero? Pues tenía que dar ejemplo.
Se dirigió primero al 14 de abril, pues le pillaba menos lejos de casa, que es muy distinto a más cerca. Era un hospital público enorme y atestado de gente (entre enfermos, posibles enfermos, acompañantes, supuestos acompañantes y personal sanitario). Tras esperar pacientemente la perceptiva cola de la ventanilla de información, y seguramente recibir la bienvenida de los miles de millones de virus que pululan por cualquier hospital, por fin le llegó su turno:
– Buenos días – dijo a una de las señoritas de la mesa tras la ventanilla, que estaba masticando compulsivamente un chicle.
–“Ños días”- contestó mirando al ordenador y sin dejar de masticar compulsivamente el chicle.
– Vengo para aclarar un problema que me ha surgido con una cita. Una confusión tonta.
– ¿Sí?
– Me llamaron de este hospital para acudir al cirujano máxilofacial, pero…
– Cirugía máxilofacial cuarta planta. Ascensores todo recto a la derecha – dijo, masticando compulsivamente el chicle, mientras cogía un teléfono que sonaba – 14 de abril, ¿dígame?.
– Oiga, pero…
La señorita le indicó con la mano el camino a los ascensores, sin dejar de hablar por teléfono ni de masticar compulsivamente el chicle. B fue hacia ellos, se paró delante de uno y pulsó el botón. A su lado se detuvo un anciano con garrota y un fuerte olor a alcohol y tabaco. El anciano le miraba inquisitivamente, de la cabeza a los pies, y haciendo un gesto de reprobación con la cabeza.
– ¿De verdad va a meterse en eso? ¿acaso no sabe qué es este aparato? – dijo en voz alta el anciano. B no se dio por aludido y siguió parado esperando a que las puertas se abrieran. – ¿No lo sabe? ¡Claro que no! ¡Estúpida juventud!
B miró al anciano, no porque se sintiera aludido, sino por lo alto que hablaba. El anciano siguió con su soliloquio.
– Esto es una máquina hacia el infierno, porque todo el que sube en ella no baja jamás. ¿Lo entiende usted? Yo nunca he subido en él, por eso sigo con vida a mi edad. Y mucho antes de que se inventara este aparato ya estaba vivo. Yo no subo ahí, no señor, por eso sigo vivo – dijo tosiendo – ¿lo ve? simplemente por entrar aquí, en este maldito edificio, ya me ha dado la tos. Hay que salir de este lugar inmediatamente. Llevo años observando este hospital y he visto que sólo vuelven a salir los que no suben. ¿No me entiende? Este lugar es un centro de exterminio. Hay que destruirlo. Pero nadie me hace caso. ¡Y le advierto que a todo el que se lo digo no le he vuelto a ver! ¡Hágame caso o no volverá a ver la luz del día! Si arriesgo mi vida viniendo aquí es para salvar las suyas, ¿no lo entiende, estúpido ignorante?
B miraba de reojo al anciano, sin contestarle, pues estaba pensando en todo el lío de su cita; y además tiene un don natural de desconectar sus sentidos del mundanal ruido. Podría llamarse estupidez, falta de atención o ánimo de supervivencia urbana. Cuando el ascensor llegó y se abrieron las puertas, B se apartó para dejar pasar al anciano, pero este no avanzó.
– ¿Sube usted? – preguntó B.
– ¡No! maldito ignorante, ¿no ha escuchado nada de lo que le acabo de decir?
– Perdone, soy muy distraído y, además, creía que no me estaba hablando a mi, ¿no quiere subir entonces?
– ¡No! Y usted se va a arrepentir si lo hace – y se alejó refunfuñando.
B subió al ascensor y pulsó la cuarta planta sin darle importancia al encuentro con el anciano, pues estaba demasiado ocupado pensando en su problema. El ascensor se detuvo en la primera planta y entraron dos personas que pulsaron el segundo y tercer piso respectivamente. Entre la espera y las paradas en cada planta pensó que hubiese sido mejor subir por las escaleras, pero ya no había remedio. En la segunda planta se bajó una persona y subieron dos más que pulsaron la planta quinta. El ascensor continuó y se detuvo en la tercera planta, donde se bajó una persona y subieron otras dos. Siguió subiendo pero se saltó la cuarta planta ante el asombro de B.
– ¿Por qué no se detiene en la cuarta? He pulsado el botón de la cuarta planta.
– A veces pasa – dijo una señora que se bajó en la quinta planta, que es donde se detuvo el ascensor.
Subieron cuatro personas más, que pulsaron la planta baja antes de que B pudiese pulsar la cuarta. Aún así la pulsó, confiando en que el ascensor se detuviese en ella. Pero el ascensor siguió directo a la planta baja. Se bajaron todos menos él, que pulsó repetidamente la cuarta planta mientras entraban otras seis personas en el ascensor que pulsaron cada una plantas distintas. El ascensor paró rigurosamente en la primera, segunda, tercera (bajando uno en cada planta y sin que subiera nadie) y por fin la cuarta planta. Pero cuando la puerta se abrió entraron precipitadamente cuatro personas, una de las cuales empujaba una silla de ruedas ocupada por un hombre muy obeso con sombrero negro y bastón. B intentó salir pero el señor de la silla ocupaba toda la entrada y su bastón hizo de ariete para ubicarse en la cabina y desplazar a B al final de la misma. El ascensor siguió hasta la quinta planta, pero no pudo bajarse nadie debido al señor de la silla y sus tres acompañantes. Y lo mismo sucedió en la sexta, por lo que el ascensor empezó a descender a la planta baja, que es la que había pulsado un acompañante del de la silla, ante el asombro de B y el resto de ocupantes.
– Perdonen, que no nos han dejado salir – dijo B intentando pulsar el botón de la cuarta planta.
– Un poco de respeto, por favor, que está delante de un enfermo en silla de ruedas.
– Oiga, que yo no he faltado el respeto a nadie simplemente…
– Por favor, un poco de humanidad, no creo que le pase nada por esperar un minuto y volver a subir. Que falta de solidaridad. Así va el mundo.
B decidió callarse y asumir el problema con resignación. Hasta cuando las tres personas se apearon y fue golpeado en la entrepierna por el bastón del señor obeso de sombrero negro sentado en la silla de ruedas. Entraron cuatro más, luego ya eran ocho. B pulsó compulsivamente el botón de la cuarta. Se detuvo en la primera, segunda y tercera planta. B permaneció junto a la puerta (estorbando) a pesar de las quejas de la gente que salía y entraba, pero no quería que le ocurriese lo mismo que antes con el señor obeso de sombrero negro y bastón sentado en una silla de ruedas. Pero el ascensor no paró en la cuarta planta, por lo que B no pudo reprimirse más:
– Pero bueno, ¿qué pasa con este ascensor? ¿por qué no para en la maldita cuarta planta? – exclamó ante la atónita mirada del resto.
– A veces pasa – dijo uno – tampoco hay que ponerse así. Una vez yo me quedé encerrado dos horas en uno. Eso sí que fue una locura. Imagínate, éramos 4 y el ascensor era más pequeño que este, la mitad o menos, fijo. Recuerdo que había una señora embarazada de 8 meses. ¡Zas!, me dije, ya verás como encima esta se pone de parto, lo que faltaba. ¿Y sabes lo qué paso?
B permaneció en silencio, con la mirada perdida y maldiciendo su suerte pues encima le había tocado el acompañante charlatán, uno entre 1.000 de los que usan estos aparatos en los que la mayoría de la gente permanece en silencio. Y, cuando el ascensor se detuvo en la sexta planta, y la mujer de la historia estaba a punto de romper aguas, B salió despavorido del mismo. Se detuvo apoyado en la pared y respiró profundamente para recobrar la serenidad perdida. Una vez recuperado emprendió la búsqueda de las escaleras para bajar a la cuarta planta. Dio varias vueltas por los pasillos aledaños sin encontrar las escaleras., por lo que decidió preguntar a un hombre vestido de blanco, que tenía aspecto de trabajar en el hospital.
– Disculpe, ¿puede decirme dónde están las escaleras?
– ¿Qué escaleras?
– Las que bajan.
– Esta es la última planta, todas las escaleras bajan a no ser que quiera subir a la azotea, cosa que no le recomiendo intentar porque la puerta suele estar cerrada y, además, allí no hay nada que le pueda interesar y está prohibido que suba a ella salvo por causa mayor. Le recomiendo utilizar el ascensor, es más cómodo y más rápido.
– No, gracias, prefiero las escaleras –contestó B con cara de asombro por la verborrea del hombre ante una pregunta tan sencilla como la que él le había hecho.
– A la derecha, al final del pasillo, tiene unas y a la izquierda, al final de este otro pasillo, también tiene otras. Las dos son de bajada, pero unas son las normales y otras las de emergencia, le recomiendo que use las primeras, pues no me parece que estemos en ninguna emergencia – dijo mientras se alejaba.
Todavía asombrado y semi aturdido por la cantidad de tarados que estaba conociendo en el hospital, eligió al azar ir a la derecha. Efectivamente, cuando llegó al final del pasillo había una puerta con un pequeño y casi ilegible cartel que decía algo así como: “escaleras”. Abrió la puerta y se sorprendió al ver la calle. Eran unas escaleras metálicas flanqueadas por una valla metálica también. Pensó que serían las escaleras de emergencia, las de incendio o algo así, pero en cualquier caso bajaban, así que podría desde ahí llegar a su destino. Comenzó a descender y se sorprendió de la poca estabilidad que tenía la estructura, que temblaba con cada uno de sus pasos. Se agarró fuertemente a la barandilla, pues la altura era considerable y a pesar de la valla le entró vértigo. Cuando bajó dos plantas intentó abrir la puerta, pero era imposible, no tenía pomo y al empujarla no se abría. Subió de nuevo a la sexta planta para volver a entrar en el edificio y buscar las otras escaleras. Pero la puerta era igual que la otra y sólo se abría por dentro. Dio una gran patada a la puerta pero no consiguió abrirla, por lo que comenzó a golpearla con los puños y a gritar para que alguien le abriese desde dentro. Así estuvo durante diez minutos hasta que le contestó una voz desde el interior.
– ¿Quién está ahí?
– Hola, menos mal que me ha escuchado alguien. Me he quedado atrapado aquí, ábrame la puerta, por favor.
– Estas escaleras sólo pueden ser utilizadas en caso de emergencia, ¿qué hace ahí? Yo no veo ninguna emergencia, ni oigo alarmas ni nada.
– Me he equivocado de escaleras, el cartel estaba borroso. Ábrame y cogeré las otras.
– ¿Equivocado? ¿cómo va a haberse equivocado? El cartel lo dice claramente. Lo tengo delante de mí. Dice, bien clarito: “Escaleras de emergencia” ¿Cómo puede alguien meterse en las escaleras de emergencia si no hay ninguna emergencia? Es de todo punto incomprensible. ¡Es una locura! ¡Es usted un temerario y un irresponsable!
– Oiga, le he dicho que el cartel estaba…
–¿Para qué sirven entonces las escaleras convencionales? – siguió la voz del otro lado de la puerta – No se pueden obstruir estas salidas, han de estar libres por si surge una emergencia. Usted me está ocultando algo y yo no pienso ser partícipe de sus aviesas intenciones. No pienso poner el peligro la vida de personas inocentes por el mal uso que está haciendo usted de las instalaciones de este hospital.
– ¿Intenciones qué? –dijo B medio desesperado – oiga, piense lo que quiera pero haga el favor de…
– Cuando haya una emergencia, no se preocupe que abriré esta puerta, el cartel es suficientemente claro al respecto. No intente embaucarme y llevarme a su terreno. Espere ahí dentro hasta que un motivo lógico le lleve a alguien a utilizar esta salida. El cartel lo dice claramente.
– El cartel de la última planta no puede leerse, está deteriorado. Pero qué más da, ábrame y ya está, por favor, ¿por qué darle tantas vueltas a algo tan sencillo? Empuje la barra y ya está.
– No puedo hacer eso, no tengo autorización para abrir a nadie. ¿Quién se cree que soy, el dueño del hospital?, ¿el ministro de Sanidad? No pienso complicarme la vida. Haberlo pensado antes de entrar.
“¿Esta planta es la de psiquiatría o qué?” se preguntó B.
– Tendrá usted que esperar a que venga algún miembro de la seguridad del hospital para que le abra.
– ¿Seguridad? Pero hombre, ¿qué falta nos hacen ahora? Usted sólo tiene que empujar la barra y ya está, problema resuelto, no hace falta tanto lío.
– Le repito que esto es competencia del personal de seguridad, que para eso están. ¿Por qué no quiere que les llame? ¿qué tiene que esconder que no quiere que vengan los empleados de seguridad? Uy, uy, uy… qué mala espina me da todo esto.
– Pero yo no quiero que venga nadie, haga el favor de abrirme, es muy sencillo.
– ¿No quiere que llame a seguridad? Muy bien, no lo haré. Ahí se queda. Adiós.
– ¡Oiga! no se vaya, ábrame, por favor – exclamó desesperado. Pero nadie respondió –¿oiga?. Está bien, llame a quien quiera pero que abran la puerta. ¿Oiga?. Llame a seguridad, a los bomberos o a quien le dé la gana, pero que venga alguien a abrirme. ¿Oiga?
Se echó la mano al bolsillo del pantalón, y luego al otro y a los de la chaqueta. “¡Mierda! pensó – me he dejado el móvil en casa. ¡Joder! siempre igual. Anda que si me viera Marta ahora, otra charla por olvidarme siempre el móvil. ¿Pero qué hago pensando otra vez en esta tía?”
Decidió subir y probar suerte en todas las puertas. En la sexta planta no pudo abrir la puerta, en la quinta tampoco, ni en la cuarta , y cuando bajaba al tercero escuchó una débil voz proveniente de más abajo.
– ¡Señor, señor! ¿puede ayudarme?
Bajó y vio a un anciano, vestido con una bata de enfermo de hospital, sentado en un escalón y con aspecto cansado. Parecía tener cerca de ochenta años . Se acercó a él.
– Gracias a Dios que está usted aquí. Le he estado escuchando, pero estoy muy débil para gritar, menos mal que ha bajado usted. Llevo días atrapado en estas escaleras. Salí a fumar un cigarro, pues en el interior no dejan fumar, ya sabe usted lo que pasa en los hospitales, y la puerta se cerró. No puedo abrirla.
– ¿Pero qué es lo que ocurre en este hospital? Desde que he entrado todo me parece un mal sueño. ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?
– Dos días, creo. No he comido ni bebido nada. ¿Tiene usted un poco de agua o comida?
–¿Y no ha venido nadie a buscarle? Lleva una bata de paciente, ¿está ingresado aquí y nadie le ha echado en falta?
– Yo qué sé. Están como locos por darle mi cama a otro, ni se habrán preguntado por qué no estoy en mi habitación. Déme algo de beber o comer, por favor.
– No tengo agua, sólo tengo esta chocolatina – dijo ofreciéndosela – pero le dará más sed.
– Es igual, necesito comer algo – dijo el anciano cogiendo la chocolatina y devorándola – además, no he podido fumar, me olvidé el mechero en mi habitación. Tiene gracia – rió con gesto amargo – ¿Tiene usted fuego?
– No, lo siento, no fumo.
– Claro, era de esperar. Maldita suerte la mía.
– Yo también estoy atrapado aquí. Tenemos que encontrar la manera de salir.
– Inténtelo usted. Yo estoy demasiado débil, no puedo moverme. Si consigue salir no se olvide de venir a buscarme. Dese prisa, por favor, no creo que aguante mucho tiempo.
–Tome usted mi chaqueta, parece helado de frío. No se preocupe, saldré de aquí y vendré a buscarle. Hasta luego, buen hombre. Todo saldrá bien, ya lo verá. Estamos en un hospital público, ¿qué mejor lugar para estar a salvo que este?
Dicho esto, pero no muy convencido de ello, siguió escaleras abajo. Golpeó la puerta de la segunda planta e, increíblemente, se abrió. Tras ella había un vigilante de seguridad que le cogió violentamente del cuello y le metió en el interior. Una vez allí le lanzó contra una pared, le tumbó en el suelo y le esposó, mientras exclamó.
– Ya te tengo, cabrón, ahora no te escaparás.
– Oiga, ¿qué está haciendo? ¡Suélteme inmediatamente!
– ¿Francis, me recibes?, cambio – preguntó por el walki talkie.
– Te copio, adelante. Cambio –contestó Francis.
– Ya lo tengo, estoy en la segunda planta. Aquí te espero. Cambio.
– Oiga – dijo B revolviéndose en el suelo – ¿qué significa esto? suélteme inme…
No pudo decir nada más porque el guardia de seguridad le golpeó brutalmente en la cabeza con la porra haciéndole perder el conocimiento. Cuando despertó estaba en un cuarto interior sin ninguna ventana, sólo con una puerta cerrada. Estaba tumbado en el suelo (más bien tirado), esposado, y frente a él había dos guardias de seguridad sentados en unas sillas. Estaba sangrando levemente por una brecha en la frente.
– Vaya, por fin despiertas. Hemos estado buscándote toda la semana. Eres muy listo, pero al final has caído – dijo el más mayor de los dos.
– ¿Qué está pasando? ¿quienes son ustedes? –preguntó aturdido.
– No te hagas el tonto, sabes perfectamente quienes somos. Te lo has montado muy bien. ¿Cuanto has sacado estos días?. Cuando se enteren en los demás hospitales que hemos atrapado al “ladrón enfermero” se van a morir de envidia.
– Y nos darán una semana de permiso – dijo el otro – o un aumento. O las dos cosas.
– Sí, sí, eso está bien, pero lo importante de esto es haber cumplido con nuestro deber. Ningún buen agente trabaja por obtener beneficios de ese tipo, ¿entendido? – dijo enfadado el guardia más mayor mirando al otro –¿Dónde has dejado lo que has robado hoy? –preguntó con gesto serio mirando de nuevo a B, con la misma cara de perro de siempre.
– ¿Robar? – preguntó B extrañado – yo he llegado esta mañana, estoy buscando una consulta médica.
– Por las escaleras de incendio, claro… –siguió el guardia – ¿qué has hecho con tu disfraz?
– ¿Disfraz? Un momento, ¿el hombre con el que hablé tras la puerta me ha denunciado por ladrón? Si fui yo quien le pidió que les llamasen para sacarme de allí, me quedé encerrado por accidente.
– Mira listillo, déjate de tonterías –dijo agarrándole violentamente del cuello – Tu descripción coincide con la del ladrón que lleva semanas robando en muchos hospitales haciéndose pasar por enfermero. Has sido muy astuto utilizando las escaleras de incendios para entrar en las plantas, ahí no hay cámaras de seguridad, pero ahora se te ha acabado el chollo. Te hemos pillado. Dentro de un momento llegará la policía y ya le explicarás todo esto al juez.
– Les repito que están en un error. Cojan mi cartera y comprueben quien soy, está en el bolsillo de mi chaqueta. Además, tengo cita en este mismo hospital, por eso estoy aquí, llamen a recepción y compruébenlo. Es la primera vez que piso este hospital.
– ¿Qué chaqueta?
– ¡La chaqueta! – exclamó B- se la he dejado al señor de la escalera. Se me ha olvidado la cartera allí. Hay un hombre atrapado en las escaleras, en el tercer piso. Lleva días allí. Tienen que ir a rescatarle, esta muy enfermo. En la chaqueta encontrarán mi cartera con la documentación. Es una chaqueta vaquera azul.
– Ya, claro. ¿Te crees que somos idiotas? ¿nos estás llamando idiotas? Mira, Francis –exclamó dirigiéndose a su compañero – ahora resulta que este montón de mierda nos insulta y todo. Te estás buscando sufrir una pequeña caída por las escaleras. ¿Quieres caerte por las escaleras? Porque como vuelvas a insultarnos es lo que va a ocurrirte. Cállate de una puta vez.
– Oiga, que yo no les he…
El guardia le propinó una patada en el estómago que hizo que se callara de golpe, un método infalible para lograrlo, que duda cabe.
– ¿Quieres venir con nosotros a buscar al viejo imaginario con tu chaqueta y tu cartera o prefieres que te dejemos ir sólo y luego nos traes tú la cartera? Deja de decir tonterías, estate calladito y espera a que venga la policía, que si no te vamos a reventar a hostias.
– Les juro que es cierto – dijo B con la voz entrecortada por el golpe que acababa de recibir – me llamaron a casa para darme una cita, pero ha habido una confusión. Déjenme hablar con el personal de citaciones y todo se aclarará y vayan a buscar a ese hombre, por el amor de dios – dijo intentando levantarse.
– No te muevas o te reviento la cabeza, ¿entendido? Tú debes estar chalado del todo, ¿verdad?
B hizo lo que le dijeron, pero no pudo contener una mueca de risa histérica al pensar en la paradoja de que había ido a un hospital para arreglar un tema relativo a su salud y ahora estaba sangrando, tirado en el suelo, esposado, siendo golpeado y recibiendo amenazas de dañar aún más su salud, en ese mismo hospital. El guardia mayor ordenó al joven que fuese a comprobar si lo del anciano era cierto, ya que no hacía falta que estuviesen los dos juntos para custodiar “a este mierdecilla” hasta que llegase la policía y lo arrestara. A los pocos minutos llamaron por el transmisor:
– Francis, ¿me recibes?. Cambio.
– Te copio, adelante. Cambio.
– Afirmativo lo del hombre en la escalera, ¿qué hago? Cambio.
– Cómo que afirmativo, vamos a ver si me entero, ¿está realmente ahí? ¿qué coño hace ahí?. Cambio.
– No lo sé, está semi-inconsciente y no puede hablar. ¿Qué hago?. Cambio.
–¿Tiene la chaqueta del mierdecilla este?. Cambio.
– Afirmativo. Cambio.
– Busca su documentación e informa a la policía para que nos digan quien es. Cambio.
– Negativo. No hay ninguna cartera en la chaqueta. Cambio.
–¿Cómo que no hay una cartera? – dijo B.
– ¡Cállate! – le gritó el guardia golpeándole con la porra en un costado –llama abajo y que suba alguien a atenderle. Cambio.
– Oiga, me llamo B, se lo juro, compruébelo como pueda. Hable con recepción, allí tendrán mis datos.
– ¡Qué te calles! – gritó otra vez mientras resoplaba ofuscado y habló otra vez por el transmisor-. López, no se mueva de la escalera, voy para allá, ¿recibido? Cambio.
– Recibido. Cambio.
– No te muevas de allí. Cambio y corto – guardó el walki talkie y se dirigió a B – No sé como coño sabías lo del viejo ese de la escalera, ¿le habías secuestrado y se te escapo o algo así? Al final vas a pasar muchos años en la trena como se sigan descubriendo todos tus delitos, mierdecilla.
– ¿Cómo? Hablen con él y les dirá que…
– ¡Qué te calles! –gritó histérico el guardia – como no te calles no va a hacer falta que venga la policía porque vas a terminar fiambre. ¿Está claro? Volvemos en un minuto, tú quédate aquí tranquilito, o date golpes contra la pared, como prefieras. Así que indocumentado, me parece que hoy no es tu día de suerte, mierdecilla, ya verás cuando venga la policía, nos vamos a divertir mucho contigo. Qué alegría me has dado, macho, me has alegrado el mes. Anda que no te teníamos ganas ni nada. Vas a hacer que me asciendan, montón de mierda.
Salió y cerró la puerta con llave. B se quedó sentado en el suelo, con las esposas puestas y la cabeza llena de dudas. El anciano le había robado la cartera, increíble. Decidió no moverse de ahí, para no empeorar la situación y que todo se aclarara con la llegada de la policía. Pero observó que en una taquilla semiabierta de la pared había un cinturón de uno de los guardias de seguridad, con unas esposas. Se levantó y vio que junto a las esposas estaban las llaves. Supuso que no serían las mismas que las suyas, pero probó y sorprendentemente eran las mismas y sus esposas se abrieron. En el mismo cinturón había un manojo de llaves. Las probó en la puerta y una consiguió abrirla. Dudó un momento en si escapar o no, pero visto el comportamiento violento de los guardias de seguridad decidió alejarse de allí y salir del hospital; ya había tenido suficientes contratiempos por hoy en ese lugar tan extraño en el cual no quería permanecer ni un segundo más. Lo mejor sería ir a una comisaría y denunciar el robo de su cartera y lo que había ocurrido con los guardias de seguridad. Sólo tenía que ir a un ascensor o unas escaleras y salir de allí rápidamente, antes de que los guardias volviesen al cuarto.
Caminó sigilosamente, pero con rapidez, por un solitario pasillo que no parecía ser parte de ningún centro médico. Iba rápidamente pero atento a cualquier movimiento o ruido. Vio una puerta al final del pasillo, la abrió y salió a un pasillo mucho mayor lleno de habitaciones de ingreso hospitalario. Eran muchas las personas que pululaban por allí, entre enfermos, visitantes, enfermeras, enfermeros y médicos. Caminó distraídamente intentando encontrar el ascensor o las escaleras que le sacaran de aquel lugar, pero no encontraba ninguna de las dos cosas. Decidió preguntar a una enfermera.
– Disculpe señora, ¿sabe dónde está el ascensor o las escaleras para ir a la planta baja?
– ¿Qué le ha pasado en la frente?, tiene una herida que le sangra un poco.
– ¡Ah! esto –exclamó B tocándose la herida que ya se le había olvidado – un golpe tonto que me he dado, no tiene importancia.
– Déjeme que se lo cure.
– No, no, gracias, si no es nada. Tengo mucha prisa. Dígame donde están las escaleras y ya me lo curo en casa, no se preocupe.
– Como quiera, pero no lo deje mucho rato o se le puede infectar. Láveselo por lo menos en el servicio y póngase un buen trozo de papel de secar las manos presionando la herida.
– Si, si, lo haré ahora mismo –dijo B nervioso al temer que pudieran aparecer los guardias en cualquier momento – ¿las escaleras?
– Siga por ese pasillo y gire a la izquierda. Allí puede lavarse en el servicio. Luego salga por la puerta de cristal, no por la de metal, y luego siga todo recto, gire a la derecha cuando pase otros cuartos de baño y ya verá el ascensor y las escaleras junto a el.
– Gracias, muy amable – contestó – menos mal que no hay un incendio, como para unas prisas está situada la salida – dijo entre dientes mientras se alejaba. Por lo menos todavía conservaba el sentido del humor.
Caminó por donde le habían indicado y, por fin, encontró el ascensor a lo lejos. Aceleró el paso para llegar cuanto antes, pero en ese momento se abrieron las puertas y salió de él un guardia de seguridad hablando por el walki talkie. Se escondió detrás de una pared y pudo escuchar una parte de la conversación del guardia cuando pasó a su lado: “entendido, voy a registrar este sector a ver si lo encuentro, no puede andar lejos. Cambio y corto”. B se quedó pensativo, no sabía qué hacer. Ya se habían percatado de su huída y por ello era claramente culpable de las falsas acusaciones que habían vertido sobre él, o más bien arrojado sobre él vistos los modales que se gastaban los guardias de seguridad. De todas maneras si no se hubiese escapado seguro que estaría mucho peor que ahora. Con este tipo de personas es imposible razonar, viven y cobran de ejercer la violencia contra los ciudadanos indefensos y muchas veces inocentes, como era su caso. No, definitivamente tenía que evitar volver a toparse con alguno de ellos, pero no podía atacarlos o siquiera defenderse de ellos, pues la ley les protege, así que lo mejor era evadirles en todos momento y huir del hospital inmediatamente. “Van armados y ahora que me he escapado no dudarán en dispararme” – se dijo.
Decidió bajar por las escaleras. Pero al empezar a hacerlo oyó debajo de él el inconfundible sonido de la voz de un guardia sonando por un walki talkie, así que decidió subir corriendo las escaleras. Ascendió varias plantas hasta que volvió a oír de nuevo el inconfundible sonido, esta vez encima de él, así que salió al pasillo y caminó rápido hasta que llegó a una puerta y la abrió. Se quedó atónito cuando leyó el cartel del lugar al que había recalado: “Cirugía máxilofacial”. Por fin había llegado a su destino primigenio, pero no era el mejor momento para quedarse allí y pasar consulta, así que salió otra vez al pasillo pero se encontró a otro guardia de seguridad recorriéndolo y decidió volver a la sala. Una vez en ella una enfermera se dirigió a él desde detrás de un mostrador.
– Buenos días, ¿cuál es su nombre? – le preguntó.
– ¿Cómo?
– ¿Y esa herida? Menudo chichón que le va a salir. Debería ponerse hielo después de curársela. Hielo seco, claro, unos cubitos envueltos en un trapo es lo mejor. Dígame su nombre, para la cita, porque viene usted a la consulta, ¿verdad?.
– Eh… –dudó mientras escuchaba al guardia hablando tras la puerta de la sala – sí, tengo una cita, sí. ¿por dónde paso a la consulta? –dijo mirando hacia atrás nerviosamente, deseando salir de ese lugar en el que estaba claramente a la vista de todos.
– Tranquilo, primero dígame su nombre. Todo tiene un procedimiento a seguir, no se impaciente. Sea paciente –rió la chica – paciente, de paciente, no de paciencia, jajaja. Si no fuera paciente no estaría aquí, ¿verdad?, ¿lo pilla?
– Me llamo B –contestó sin tan siquiera sonreír por el chiste de la chica que era todo un torbellino de palabras sin sentido.
– A ver, Sr. B. Sí, ha llegado con varios días de antelación, pero han fallado varios pacientes y podrán atenderle ahora. Precisamente yo misma le he llamado hace un momento a su domicilio y al móvil para indicarle el adelanto de la cita, le he dejado un mensaje. ¿No lleva el móvil encima? Qué casualidad que usted haya venido aquí, igual tenemos una conexión telepática – rió y, viendo que B no sonreía y miraba nervioso hacia atrás, prosiguió – pase a la sala del fondo, frente a la consulta 202 y espere a que le llamen. Allí le atenderá el Dr. Gómez.
– Gracias – dijo B saliendo con rapidez.
– ¡Oiga! – gritó la enfermera – Tome su cita, tiene que presentarla al entrar, junto a su informe. Sin cita no puede ser atendido. La cita es lo más importante.
– Sí, sí, la cita, gracias, es que estoy nervioso.
– Pues no se preocupe, que hoy no van a intervenirle, es sólo una primera consulta, no se ponga nervioso, hombre.
“Que no me ponga nervioso, dice” pensó, “si yo te contara, guapa” Y se alejó de la mesa tras coger su maldita cita.
– ¡Ah!– gritó la enfermera levantándose – la cita para dentro de unos días no la tenga en cuenta, la he anulado por esta de hoy.
B se quedó perplejo porque, finalmente, sí estaba citado y por la manera en que había llegado a la cita. Si no hubiera hecho nada, si se hubiera limitado a ir al trabajo y esperar a que le volviesen a llamar del hospital, nada de esto estaría ocurriendo. Pero ahora de nada servía lamentarse y como su máxima prioridad era eludir a los guardias y salir del hospital, fue hacia la sala que le indicaron. Se dijo así mismo que la próxima vez que le surgiera un problema en la vida no haría nada para resolverlo, se sentaría tranquilamente a esperar, como debería haber hecho en este caso; ya tendría su cita y no tendría que huir de nadie. Se juró que se iba a hacer tatuar estas palabras en su cuerpo: “No hacer nada, sólo esperar a que las cosas sucedan”
No tenía intención de pasar a la consulta, pero no podía permanecer en la sala de espera, ya que podía aparecer un guardia de seguridad en cualquier momento. Decidió volver y contarle todo a la enfermera, que parecía una chica maja y seguro que le ayudaría. Pero al ver a un guardia entrando en la sala anterior y como la enfermera le hablaba como si fueran muy amigos, comprendió que estaba solo en esto, no podía contar con la ayuda de ningún empleado del hospital, ni personal sanitario ni de ningún tipo. Se decidió a entrar en la consulta 202 sin esperar a ser llamado, pues el guardia se dirigiría a la sala de espera en breve. Comprendió que estaba sólo ante el peligro y que no podría confiar en nadie del hospital. Su única meta era pasar desapercibido y salir de allí a toda costa.
La consulta era muy parecida a la de cualquier odontólogo privado. En el centro había una silla articulada de dentista, con una persona sentada que se dirigió a él:
-Dohtoh, ja ajehkegia ja ma hejo ejecto haje gato – balbuceó la persona de la silla.
B decidió salir de la consulta, pero al hacerlo vio que el guardia estaba llamando y entrando en todas ellas, así que volvió sobre sus pasos. Al instante llamó a la puerta el guardia y, tras decir quien era, abrió la puerta y entró en la consulta. Pero no encontró a B, simplemente vio a un cirujano máxilofacial interviniendo a un paciente. El cirujano se giró, con la mascarilla, la bata y el gorro puestos y el instrumental quirúrgico en las manos. El agente inspeccionó rápidamente, con la mirada, toda la consulta desde la puerta y se disculpó cerrándola por fuera. B se quitó la máscara, el gorro y la bata justo en el momento en que entró el verdadero cirujano por otra puerta.
– Perdone, estoy buscando el cuarto de baño, creo que no es aquí, ¿verdad? –dijo B.
– Claro que no es aquí, hombre, al fondo del pasillo.
– ¿Qué ehcá ahando? –dijo el paciente.
– Gracias y perdone por la confusión, es que todas las puertas son iguales, ya sabe.
– ¿Iguales? En cada una hay un cartel indicador. ¿No sabe leer o qué?
– ¿Cartel?, claro, claro, los cartelitos. No me he fijado, fallo mío – dijo B saliendo y pensando que si el maldito cartel de las escaleras de emergencia hubiera estado bien indicado nada de esto estaría ocurriendo. “Puto cartel” pensó, “los de mantenimiento se han lucido bien conmigo”.
Salió por la misma sala donde había sido citado anteriormente. No había ni rastro del guardia así que la cruzó sin más, rápidamente, y se dispuso a buscar el ascensor o las escaleras. Justo al llegar al ascensor las puertas se abrieron y entró en él. Estaba lleno de gente. “Por fin tengo suerte, pasaré desapercibido entre la multitud y saldré de aquí camuflado entre ellos”.
Cuando el ascensor se detuvo en la planta baja todos salieron, pero al hacerlo él vio que en la puerta de salida del hospital había un vigilante de seguridad apostado, al cual era imposible eludir. B aprovechó la entrada de varias personas en el ascensor para volver a meterse en él sin ser descubierto, pero alguien le agarró fuertemente del brazo impidiéndole entrar. Las puertas se cerraron, pero B estaba preocupado en saber qué ocurriría ahora que le habían vuelto a coger.
Se giró dispuesto a suplicar si hacía falta, pero nada más girarse tuvo que reprimir sus gimoteos, pues la mano que le agarraba pertenecía a uno de los brazos del anciano con bastón y olor a alcohol y tabaco que se había encontrado cuando llegó al hospital. Estuvo a punto de darle un beso, por la alegría de que no fuera un guardia de seguridad, pero decidió no hacerlo para no provocar una situación que llamara la atención de la gente y, mucho menos, del guardia apostado en la salida y entrada del hospital.
– Ja,ja,ja, sigue usted con vida. Le felicito, es un caso raro el suyo – dijo riendo el viejo.
– Sí, he tenido mucha suerte –dijo B con un gesto irónico y dando la espalda a la puerta de salida, para no ser visto por el guardia.
– No tiene usted muy buena cara, pero está vivo. Ya veo que le han herido, pero eso es un mal menor aquí. Conserva sus extremidades, buen color de piel… ¡Corra y huya de este lugar! su suerte no se repetirá dos veces, hágame caso. ¡Está vivo! ¡Ha sobrevivido! –gritó el viejo dando saltos de alegría que, lógicamente, llamaban la atención de todos.
B pulsó repetidas veces el botón del ascensor y trató de ignorar al viejo. Sin duda el guardia de seguridad acudiría allí en breve, debido al escandaloso comportamiento del anciano, y entonces volvería a estar en serios problemas. Por fin llegó el ascensor y B entró en él zafándose con un fuerte golpe de la mano del viejo. Otras personas entraron con él, mirando extrañadas la situación.
– ¡Qué hace insensato! , no entre ahí, no provoque a la suerte de nuevo –dijo el viejo sin acercarse al ascensor, pues le tenía verdadero pánico.
B apretó violentamente los botones y las puertas se cerraron. Resopló aliviado, aunque cuando las puertas volvieron a abrirse se le pasó el alivio y salió despavorido al pasillo, no fuera a ocurrir que volviera a bajar a la planta baja. Se había bajado en la tercera planta, ante los reproches de las personas a las que arrolló en su huida. Ni se percató de ello, estaba demasiado asustado para darse cuenta y ahora sólo tenía ojos par los guardias de seguridad. Al ser reconocido por el viejo loco se dio cuenta de que tenía que cambiar su aspecto físico inmediatamente o cualquier guardia le reconocería nada más verle. Caminó temeroso por los pasillos hasta que volvió a encontrarse en uno de los sectores de la planta destinado a las habitaciones de los enfermos ingresados. La situación era complicada para él. Lo mejor sería llamar a la policía, que le llevasen a comisaría al no estar documentado y aclarar todo allí, porque con los guardias de seguridad las expectativas no eran muy halagüeñas. Tenía miedo de ellos porque si le cogían seguramente le darían una paliza o le dispararían alegando que les había agredido o algo por el estilo, conocía perfectamente como se las gastaban este tipo de individuos uniformados, con porra, pistola y licencia para golpear. Además, ya se había llevado varios golpes y uno de ellos tan fuerte que le dejó inconsciente, por lo que su prioridad principal era evitar a los guardias de seguridad, la segunda cambiar de aspecto y la tercera encontrar un teléfono.
No tenía dinero para llamar y aunque lo tuviese daría igual, pues no había visto ni un sólo teléfono público, seguramente no hubiera, pues ahora lo que se usaban eran los móviles. Pero él no tenía el suyo. Mientras pensaba en la manera de llamar a la policía descubrió el cuarto de enfermeros de esa planta y se le ocurrió un plan para tratar de caminar camuflado por el hospital y buscar tranquilamente una salida a la calle o a alguien que le prestara un teléfono móvil. Entró en el cuarto y salió vestido de enfermero, ya que no había nadie dentro que impidiera su quehacer. Era la primera vez que se alegraba de que los medios humanos fueran tan escasos, y tan escaqueados, en los hospitales públicos. Así podía gozar de cierta impunidad, imprescindible para su salida de allí, pues aunque el personal sanitario no era su enemigo, se debían a la disciplina de los guardias de seguridad, por lo que tenía que evitarlos de la misma manera, ya que seguramente habían sido informados de su aspecto y de que tenían que delatarle nada más verle.
Se puso un pantalón y una camisa de enfermero y también unas gafas de pasta con muy poca graduación que encontró encima de la mesa y que hacían que su aspecto facial fuese diferente. “Tengo que robar para huir por una falsa acusación de ladrón. Y encima de ladrón que se disfraza de enfermero para robar. Y me tengo que disfrazar de lo mismo para que no me detengan por ladrón, precisamente ahora que sí lo soy” pensó “esto da mucho que meditar de la condición humana, pero ahora no tengo tiempo para preocuparme por esto, ya lo pensaré mañana”. Caminó por los pasillos de la planta para salir al general, pero fue detenido por una voz proveniente del interior de una habitación:
– Joven, hágame el favor –dijo una voz de anciana.
B se detuvo inconscientemente, se giró hacia donde venía la voz y decidió seguir su camino, pero de pronto apareció un guardia en la planta y B entró rápidamente en la habitación, sin percatarse de que con su nueva indumentaria debería haber pasado desapercibido ante el guardia. Le pudo el miedo, la duda y el instinto.
– Dígame, señora – dijo sin perder de vista la puerta.
– ¿Podría subirme la cama? No sé cómo se hace y tumbada estoy incómoda. Llevo media hora llamando, ¿sabe usted? Y aquí no aparece nadie. Menos mal que le he visto pasar y que me ha oído pese a que no puedo gritar.
“¿Oírla?” pensó “ahora oigo hasta el pedo de una mosca, si es que se los tiran, de lo atento que voy”.
– Claro señora, cómo no – dijo B cogiendo el mando de la cama y toqueteando los botones mientras miraba a la puerta, hasta que consiguió que la cama se moviera. Y lo hizo con un brusco movimiento, como de caballo que está siendo domado, que por poco tira a la anciana al suelo.
– ¡Eh! – gritó la señora.
– Perdón – dijo B ofuscado y soltando el mando instintivamente.
La señora empezó a reír a carcajada limpia.
– ¡Qué divertido es esto.! ¿Cómo lo ha hecho? tiene que enseñarme a hacerlo.
– Esto… – contestó dubitativo – no sé muy bien. Pero creo que no es bueno para su salud que repita este movimiento tan brusco de cama.
– ¿Mi salud? – y la señora volvió a reír a carcajada limpia – ¿qué salud? ¿no tiene usted ojos en los ojos, joven? Tengo 89 años y no hay nada aquí dentro – dijo tocándose el cuerpo – que funcione bien. Estoy viva de milagro –volvió a reír – bueno, de milagro y porque me ingresan aquí cada dos por tres, que si no ya estaba yo criando malvas. Anda, déle otra vez al botón, deje que me divierta un poco, es lo único que me queda ya en la vida.
B miraba hacia la puerta temiendo que el guardia entrara en cualquier momento.
– A ver… como lo he hecho – dijo mirando exhaustivamente el mando de la cama – vamos a probar. Esta vez la cama se movió lentamente.
– Mal, muy mal joven. Así no.
– A ver… deje que pruebe tocando esto…
– Nada, es usted muy torpe.
– ¡Pero coño! –exclamó nervioso por todo el estrés acumulado en el día y ahora por la impertinencia de la señora – que esto no es un parque de atracciones.
– ¡Uy! qué malas pulgas tiene usted, joven.
– Perdone, es que…
– ¡Anda ya! – le interrumpió la anciana – ni perdones ni tonterías. Hace usted muy bien en no aguantar a viejas cascarrabias como yo. Yo no aguanto a los enfermeros y ustedes no nos aguantan a los pacientes, es ley de vida. ¿Cómo puedo hacer el meneo de antes?
– Pues… – dijo dubitativo mirando hacia la puerta porque había oído un ruido tras ella.
– Bueno, es igual, ya tocaré yo luego este aparato hasta que de con la techa, que me ha gustado a mí el bailecito – volvió a reír la anciana.
B aprovechó para explicarle a la señora el funcionamiento básico del mando de la cama.
– Gracias, muy amable. Qué cosas, usted maneja este cacharro sin mirarlo y yo no soy capaz ni con las gafas de cerca puestas.
– ¿Qué?
– Pues eso, que usted maneja este cacharro mirando hacia atrás, se nota que está acostumbrado, aunque no sepa repetir el meneito de antes. Yo es que ya no veo casi nada, como para manejar el cacharro este.
– Sí, sí, claro, la costumbre. Pues hala, a mejorarse – dijo yendo hacia la puerta para ver si el guardia seguía merodeando por el pasillo.
– Ahora necesito ir al baño –dijo la anciana.
– Pues aquí lo tiene, junto a la puerta de la habitación, entre cuando quiera –dijo sin mirarla.
– Ya sé donde está, soy vieja y estoy medio ciega, pero no soy idiota, joven. Ayúdeme a levantarme y a entrar al baño, las enfermeras siempre me llevan ellas al baño.
– Pues habrá que llamar a las enfermeras.
– No hay tiempo para eso, no me puedo aguantar más, llevo media hora llamándolas. y creo que el meneito ha dado el último empujón que necesitaba. Ayúdeme usted, a mí me da igual usted o una de esas pelanduscas. A mi edad ya ve usted qué más me dan estas tonterías.
– ¿Y no tiene una cuña, señora? Use eso que es lo mejor. No le conviene levantarse. Yo tengo que irme.
– Que no me aguanto, haga usted el favor de no ser tan terco. Vaya enfermeros que hay hoy en día. En mi época era todo mejor, no había este cachondeo que se traen ahora ustedes.
– De acuerdo – dijo con resignación y acercándose a la cama – vamos para arriba.
La acompañó hasta el interior del baño y se dispuso a salir.
– Ya está , hasta luego, señora. Lo dicho, a mejorarse.
– Espere joven, me tiene usted que ayudar a sentarme en la taza… parece nuevo, de verdad. No sé de donde sacan al personal de este hospital. ¿Y esa herida que tiene en la frente? Menudo enfermero que será usted si ni siquiera se puede curar una herida. A ver si no nos tiene paciencia el Señor.
B se miró en el espejo, se había olvidado de la herida. No podía ir mostrándola, pues le reconocerían en seguida. Cogió un cepillo del lavabo y por suerte pudo dejarse un flequillo que tapaba la herida.
– ¡Hala! menuda forma de curarse la herida, luego nos extrañamos de que caigamos como moscas en los hospitales – dijo riendo la anciana – se le han quedado unas canas mías en el pelo. Y de nada por prestarle el peine, joven. Bueno, ¿a qué esperamos? – dijo señalando la taza del váter – si quisiera estar quieta preferiría hacerlo viendo la novela y no aquí.
– Eh… –dudó B ante el nada sugerente panorama que contemplaba – verá tengo mucha prisa, no puedo entretenerme. Agárrese con cuidado a estos asideros, que para algo están, y podrá usted sola, adiós.
– Oiga, joven, que yo sola no puedo hacerlo. ¿Para qué les necesitaría a ustedes si no? ¿cree que estoy aquí por gusto? ¿por que no tengo casa o algo así? De verdad que usted es un enfermero muy raro. Y mire que ya he visto todo tipo de cafres en los hospitales, pero usted está convirtiéndose en el mayor de ellos.
– Sí, es que es mi primer día, no conozco los métodos de este centro. No se preocupé que enseguida aviso para que venga una enfermera cualificada – dijo saliendo por la puerta – Pero al salir vio que el guardia estaba entrando en las habitaciones y se dirigía ahora a la suya, por lo que volvió a entrar deprisa – Bueno, señora, ¿para qué esperar? Vamos a sentarnos en la taza, que no es bueno aguantarse.
– Es usted un hombre muy raro, ¿nunca se lo han dicho?
El guardia pasó a la habitación y se asomó al baño.
– Perdón – exclamó viendo la situación, con un enfermero sujetando por las axilas a una anciana con la bata subida que se estaba sentando en la taza – disculpen – y se marchó.
– ¡Oiga! – gritó la vieja – ¿pero cómo entra sin llamar? Este hospital va de mal en peor.
– ¡Hala!, ya puede usted hacer sus cosas tranquilamente en la intimidad. Cuando termine avise y le levanto de la taza. – dijo saliendo del baño. Iba a abandonar la habitación temiendo que la anciana le pidiera que la limpiara el culo, cuando oyó el sonido de un teléfono móvil.
– Haga el favor de contestar y pregunte quien es. Dígale que ahora no puedo ponerme y que llamaré más tarde. No vaya a ser que sean mis hijas y se preocupen si no lo cojo.
– Pues ya podían estar aquí con usted para llevarla al maldito baño si tanto se preocupan – dijo B entre dientes mientras veía el nombre de quien llamaba. – Le está llamando un tal Ramón.
– ¿Ramón? ¡Anda y que le den dos duros a ese! No lo coja.
– Muy bien, pues que le den a Ramón. Voy un segundo a ver si encuentro a las enfermeras, para que vengan ellas mejor.
B dejó el teléfono y salió de la habitación. Pero volvió a entrar de inmediato. “Un móvil” se dijo “seré idota, es mi oportunidad para llamar a la policía”.
– ¿Joven? ¿no se ha ido usted?
– Eh… no, señora, estoy colocando la cama a su gusto. Usted siga ahí tranquila, que no hay que tener prisa para esas cosas.
– Gracias, entonces ahora cuando termine le aviso y me lleva a la cama.
B cogió el móvil y se fue al final del cuarto, para tratar de que la señora no oyese nada. Corrió una cortina y se encontró con otra cama ocupada por una mujer que estaba dormida o sedada. Se asustó al verla, pues pensaba que no había nadie más en la habitación, pero al ver que no se movía siguió con lo suyo y marcó el teléfono de la policía, no sin cierto recelo de que en cualquier momento la mujer se despertase y le acusara también de estar robando y creciera el bulo de que él era un ladrón.
– Policía Nacional, ¿en qué puedo ayudarle?
– Hola, necesito su ayuda. Estoy atrapado en un hospital.
– ¿Perdón, cómo dice?
– Que estoy atrapado en el Hospital 14 de abril.
–¿Cómo que está atrapado? Explíquese.
– No puedo salir de aquí porque me están persiguiendo los guardias de seguridad. Piensan que soy un ladrón y me han detenido.
–¿Está usted detenido?
– No, ya no. Pero si me ven me van a volver a pegar. Necesito que venga la policía para aclarar todo y salir de aquí.
– ¿Quiere que vaya la policía y no quiere que le vea la seguridad privada del Centro? Si tiene algún problema acuda a ellos, que son la autoridad allí. Y si ellos lo estiman oportuno nos llamarán a nosotros.
– Pero oiga, ¿no lo entiende? No puedo dejar que me vean.
– Mire, no puedo hacer nada más por usted, haga lo que le he dicho.
– ¡Si hago lo que me dice para qué coño les estoy llamando! –gritó B, con los nervios desatados.
–¡Oiga, cálmese!
–¿Cómo quiere que me calme? Si le estoy llamando es porque estoy en una situación peligrosa y complicada, ¿no lo entiende?
– Le repito que acuda usted a los miembros de la seguridad del hospital, ellos son los encargados de la seguridad allí. Si lo estiman oportuno ellos nos llamarán a nosotros – y colgó.
Se quedó perplejo y asumió que nadie iba a ayudarle a salir de allí, tendría que conseguirlo por él mismo. La vieja, que desde el baño había oído los gritos de B, se dirigió a él.
–Joven, ¿qué ocurre? ¿por qué estaba gritando?
– Nada, no se preocupe, estaba llamando a las enfermeras.
– ¿A gritos? –rió la señora – me parece bien, porque al cacharro ese de la pared nunca le hacen caso.
B se dispuso a salir, pero antes de abandonar la habitación pulsó el botón de llamada a los enfermeros, para que acudiera alguno a ayudar a la señora, cuando decidieran ir. Salió timorato al pasillo, disimulando y haciendo todo lo que su intuición le decía que un enfermero podía hacer de manera natural para no resultar sospechoso por ello. Caminó nuevamente , esta vez convencido de poder ir tranquilamente asumiendo su rol de enfermero. Pronto pudo comprobar la templanza de sus nervios, pues un nuevo guardia estaba apostado en la puerta que comunicaba ese pasillo con el principal. Pasó a su lado sin saber realmente si su gesto de tensión le delataría o no, cuando el guardia se dirigió a él.
– Oye, tú.
– ¿Qué? – contestó sobresaltado, con voz de pito por el susto y rascándose la frente para ocultar su rostro.
–Tienes que hacerme un favor –dijo entregándole el walki talkie –baja al sótano, a la central de seguridad y entrégalo, que se ha quedado sin batería. Pídeles que te den otro y súbemelo enseguida.
– Me gustaría ayudarle pero tengo cosas urgentes por hacer. Hasta luego.
– No te lo estoy preguntando, te lo estoy ordenando. No puedo abandonar mi puesto de vigilancia, es muy importante que bajes inmediatamente y hagas lo que te he dicho, será cuestión de unos minutos. Ya deberías estar bajando –dijo entregándole el walkie talkie.
– Lo siento, tengo que irme.
–¿Tú quieres conservar tu empleo? date prisa y diles que vas de parte del agente Carmona.
B siguió su camino con el aparato en la mano. Y antes de que pudiera pensar qué iba a hacer con él, apareció de pronto otro agente por las escaleras que, al verle con el walkie talkie, le ordenó detenerse.
– ¡Alto ahí! – le gritó desde lejos.
B pensó que le había reconocido y, con los nervios a flor de piel, se resignó y decidió entregarse sin oponer resistencia. Levantó las manos, pero antes de que pudiera decir que se entregaba habló de nuevo el guardia.
– ¿Qué haces con eso? – dijo señalando su mano.
– ¿Esto? – dijo B mirando el walkie talkie – me lo acaban de dar ahí arriba.
– ¿Cómo? – preguntó el guardia con cara de sospecha.
– Sí, me lo ha dado el agente, ¿cómo se llamaba? el agente… Carmona, eso, el agente Carmona, para que lo baje a la central inmediatamente. Así que voy para allá.
-¡Quieto ahí!– dijo el guardia acercando su walkie talkie a la boca- ¿Carmona, me copias? Cambio – y acto seguido, ante la mirada desconsolada de B, comprendió que si era cierto lo que decía, Carmona no podía contestarle. – Ven conmigo y no hagas nada raro, ¿eh? qué estamos en una situación muy complicada.
“¿Complicada? si tu supieras mi situación” pensó B.
Llegaron al lugar en el que estaba Carmona.
– ¡Qué rapidez! – exclamó Carmona – ¿ya has conseguido otro?
– ¿Tú le has dado el walkie talkie a este?
– Sí.
– Sabes que no podemos entregar material nuestro a ningún civil.
– Venga, no me toques las pelotas, García, que no puedo abandonar mi puesto y necesito el walkie. Tú –dijo señalando a B- baja ahora mismo a hacer lo que te he dicho. Déjame tu walkie – García se lo dejó y él se lo acercó a la boca – Aquí el agente Carmona, no interceptéis a un enfermero que lleva un walkie talkie en la mano, se lo he dado yo para que me lo cambie por otro abajo. Es un hombre de metro setenta aproximadamente, complexión normal, moreno con un ridículo flequillo en plan trucha total y gafas graduadas de pasta negra. Se llama… –¿cómo te llamas?
– Eh… ¿quién, yo?
– No, mi padre…
– Eh… Sergio, me llamo Sergio.
– Se llama Sergio y tiene pinta de idiota. Cambio y corto. – le devolvió el walkie talkie a su compañero – Venga, date prisa. Y tú vuelve a tu puesto inmediatamente, García.
B caminó hacia el ascensor para hacer lo que le habían ordenado. Ahora no tenía más remedio que hacerlo y ya no podría escapar del hospital disfrazado así, pues todos los guardias le reconocerían como el enfermero del walkie de Carmona. Y si no bajaba debería de quitarse el disfraz de enfermero y sería todavía peor. Tenía gracia que fuera precisamente él quien bajara a la boca del lobo. Era una situación bastante delirante. Cuando llegó al despacho de los guardias dudó seriamente si entrar o no, e instintivamente se giró para irse de allí, debido al pánico que le provocó estar a punto de meterse en las fauces de su bestia. Pero una voz que le golpeó desde atrás le sacó de dudas:
– ¿Qué haces tú aquí?
– Vengo a dejar esto – dijo, timorato, enseñando el walkie talkie.
– ¡Ah! eres tú. Sí que tienes pinta de trucha – rió con sorna el guardia – Está bien, déjalo aquí encima. Date prisa, que no está el horno para bollos. Toma este walkie y ve corriendo a entregarlo. ¡Pero corriendo!
De camino al puesto del agente Carmona, B echó sapos y culebras hacia los guardias: “putos seguratas de mierda, ¿quién se habrán creído que son para tratarme así? cuando escape de aquí se van a enterar, les voy a meter un paquete de cojones” Era muy raro que B se expresara en estos términos y estuviera iracundo, pero lógicamente no era de piedra y la situación no era para menos.
Encendió el nuevo walkie talkie, para ver si escuchaba algo relativo a su búsqueda. Efectivamente, estaban hablando de él. Se enteró de que todavía no habían avisado a la policía para evitar el ridículo de reconocer que se les había escapado estando retenido y esposado. Pero, eso sí, habían venido quince efectivos más de la agencia de seguridad como refuerzo para capturarlo, de ahí que se hubiera topado con varios en tan poco tiempo. Al oír esto, B decidió buscar al anciano de la escalera para recuperar su cartera y así cuando lograra salir del hospital sería como si nada hubiera ocurrido, pues la policía no se enteraría del altercado y su vida recuperaría la normalidad y cordura perdidas en esas horas de ingreso hospitalario raro. Seguramente con el transcurso de las horas se le pasaría el enfado y no haría nada contra los guardias de seguridad. B era una persona que nunca buscaba problemas y si los encontraba los esquivaba de la mejor manera posible.
Vista la respuesta de la policía a su llamada ya había decidido no acudir a ellos. Sería complicarlo todo mucho más. Con salir de allí y no regresar todo volvería a ser como antes de entrar en el maldito centro sanitario. “En qué hora pedí cita para sacarme las muelas” se lamentó. “La próxima vez me voy a una clínica privada o espero a que se caigan solas, pero a un hospital público no vuelvo ni loco”. Dejó sus auto reproches pues tenía que concentrar todos sus pensamientos en salir indemne de aquel edificio lugar tan extraño que le estaba quitando la salud a cada minuto. Había sido una gran suerte que le robasen la cartera, pues así todavía permanecía en el anonimato más absoluto, ya que como los guardias no apuntaron su nombre cuando se lo dijo verbalmente, seguramente no lo recordarían y no podrían investigarle. Pero esto último no podía saberlo a ciencia cierta, igual sí tenían sus datos anotados.
Entregó rápidamente el walkie talkie al guardia y se fue camino de las escaleras de emergencia de la tercera planta. Se asomó sin soltar la puerta, pues luego no podría abrirla, pero no había rastro del anciano ni de la chaqueta que le prestó, dentro de la cual estaba su cartera. Tenía que comprobarlo aunque sabía que por lógica el anciano ya no estaría allí. “Pero como hoy parece que la lógica se ha quedado durmiendo, voy a mirar” se dijo antes de abrir la puerta de emergencia.
Fue a la zona de habitaciones de la tercera planta para tratar de encontrar al anciano, pues debería de estar en una de ellas. Tras entrar en múltiples habitaciones, y disculparse otras tantas veces, por fin encontró al anciano. Entró con sigilo en la habitación y cerró la puerta. Estaba dormido en una cama junto a la cual había otra ocupada por un señor que miraba distraídamente el televisor mientras daba cabezazos somnolientos. Vio su chaqueta colgada en un perchero y la cogió disimuladamente para comprobar si estaba la cartera en ella, bajo la atenta mirada del señor de la otra cama que se había despabilado del todo. La cartera no estaba en la chaqueta, pero se la guardó bajo el brazo para ponérsela más adelante y así cambiar un poco su aspecto, además de recuperarla. Se acercó a la mesa del anciano y registró los cajones, encontrando por fin su cartera. La abrió y comprobó que le habían dejado sin dinero, pero no sin documentación. Se guardó la cartera en el bolsillo del pantalón y se dispuso a salir, ya tenía lo que quería y no iba a despertar al anciano para descubrir por qué había hecho eso. Ni tenía curiosidad ni tiempo que perder en ello. Pero justo en ese momento, el señor de la cama de al lado se incorporó y, blandiendo una muleta, amenazó a B:
– ¡Oiga usted! ¿qué está haciendo? ¿robar a un pobre enfermo?
– No, no, esta es mi cartera.
– Ya, ¡Jenaro, Jenaro, despierta! – dijo golpeando la cama de al lado con la muleta – que te están robando.
– Oiga, señor, que no estoy robando. Qué manía con llamarme ladrón les ha entrado a todos.
Jenaro se despertó y se sobresaltó ante los gritos de su compañero de habitación.
– ¿Qué pasa?
– El enfermero te está robando. Encima de no curarnos nos roban.
– No estoy robando. Jenaro, explíquele que esta cartera es mía, estaba en la chaqueta que le dí hace un rato en la escalera. Esta chaqueta que es mía también y que estaba aquí colgada.
– Y delante de mí. ¡Nos roban delante de nuestras narices! – gritó el compañero de Jenaro haciendo ademán de levantarse – por que tú estabas dormido, pero él me ha visto despierto y le ha dado igual, creen que somos muñecos o algo parecido. A saber qué nos harán cuando durmamos. ¡Y cuando nos operan! La anestesia dicen que es para el dolor, ya. Y mis cojones también. ¡Es para que no veamos las tropelías que cometen con nuestros cuerpos, experimentan con nosotros!
– Dígaselo usted –inquirió B a Jenaro.
– ¡Nos mean y dicen que llueve! –gritó el compañero de Jenaro que parecía una gran tortuga pateando boca arriba en su intento de levantarse de la cama.
– No recuerdo nada de eso – dijo Jenaro.
– Voy a llamar a los enfermeros para que se encarguen de este ladrón, si es que no están todos compinchados, que no me extrañaría – dijo el señor de la muleta, dándose cuenta de que no podía levantarse – si yo fuera más joven ya estabas tú con el pescuezo partido, ¡chorizo!
– No, no haga eso –exclamó B arrancando el aparato para llamar a los enfermeros que estaba en la cabecera de la cama del señor de la muleta, ahora histérico total y adalid defensor de los derechos del paciente.
– ¿También están compinchados los demás? ¿nos robáis entre todos? – grito blandiendo la muleta.
– Cállese de una vez y mire, esté es mi DNI, ¿lo ve? –dijo enseñándoselo.
– Es cierto, la foto es de usted –dijo el señor de la muleta y se giró a Jenaro – ¿qué está pasando aquí?
– Ya me acuerdo de usted, es verdad, nos vimos en la escalera – confesó Jenaro ahora que le habían descubierto – Luego vino un guardia, me sacó de allí y me informó de que es usted un ladrón de hospitales – dijo Jenaro mientras daba al botón de llamada al puesto de enfermeros – ¡Hay que detenerle! ¡Vamos, Sebastián! ¡A por él! – gritó levantándose briosamente de la cama.
B se asombró tanto por lo que dijo el anciano como por su brío. Jenaro le agarró de un brazo con toda su fuerza. Pero como toda la fuerza de un enfermo hospitalizado de ochenta años que, además, había pasado varios días abandonado a la intemperie era muy poca fuerza, B se zafó de él sin dificultad procurando no hacerle daño y volvió a meter su DNI en la cartera y esta en el bolsillo.
– ¡Un momento! – gritó – quietos los dos de una vez.
Cogió la muleta al ver que Jenaro iba a por ella y la blandió contra él.
–¡Vaya ahora mismo a la cama!, ¡ y usted no toque nada! –gritó a Sebastián – Jenaro, usted sí que es un ladrón. Me ha robado la cartera, encima de que fui yo quien le ayudó. Es usted un desagradecido. Encima se atreve a seguir con su mentira y acusarme a mí de robar. Pero le doy las gracias, sin saberlo me ha hecho un enorme favor al robarme. Me largo de aquí, pero como alguno de ustedes se mueva volveré y ya no seré tan amable.
– Ojalá vuelva, chorizo – gritó Sebastían – para entonces ya estaré levantado y esperándole para darle su merecido.
– A ver, señor, está fatal, que yo no le he hecho nada, ni a usted ni a nadie. ¿Por qué me tiene tanta manía, joder?
– ¿Qué no me ha hecho nada? Igual que ha robado a Jenaro podría haberme robado a mí de no haber estado despierto.
– Que no he robado a nadie, ya se lo he demostrado. ¿Este hospital es psiquiátrico y han quitado el cartel en la entrada o qué?
– Y tengo conciencia de clase –siguió Sebastían – y apoyo a todos los enfermos contra todo aquel que nos ataca, como ustedes los enfermeros. Malditos cómplices de los matasanos.
– Yo no soy enfermero – dijo B sin darse cuenta.
– ¿Cómo? – dijo – ¿y por qué se viste como uno de ellos? esto es más grave de lo que me imaginaba. Aquí tiene que intervenir la policía de inmediato. ¡Policía, policía! – empezó a gritar Sebastián, ante lo cual B se abalanzó sobre él y le tapó la boca.
– Cállese, por favor – le dijo susurrando, mientras él pataleaba tendido en la cama.
– Es verdad – dijo Jenaro – ¿por qué va usted vestido de enfermero? cuando nos conocimos iba de paisano.
– Vaya, usted tiene la memoria bien para lo que quiere – dijo B sin quitar la mano de la boca de Sebastián.
– Debería dejar de hacer eso.
– No, hasta que me prometa que no va a volver a gritar.
– Es que Sebastián tiene rinitis crónica y no puede respirar por la nariz. Reconozco que no es usted ningún ladrón, pero puede cometer un asesinato como no le quite la mano ahora mismo.
– ¿Cómo? – dijo B mirando a Sebastián y viendo que ya no pataleaba ni decía nada, estaba casi inconsciente. Le soltó de inmediato y el anciano dio un alarido igual al que daría un buzo que sale a la superficie cuando ya no podía aguantar más sin respirar.
– Lo siento – dijo B.
– Mire, joven, si le cogí la cartera es porque la vi en la chaqueta que me dio. Y en los hospitales ya se sabe, no puedes dejar nada al alcance de cualquiera, por eso la guardé en mi cajón.
– Vaya, muy amable, ¿y entonces dónde está mi dinero?
– Hombre, nada es gratis en esta vida. Digamos que es mi pago por guardar sus pertenencias.
– Pero bueno, ¿usted…? – dijo B señalándose la sien con el índice.
– ¿Qué tal estás Sebastían?
– Al… al… algo mejor – contestó sofocado – un poco más y no lo cuento.
– Lo suyo es increíble – dijo B mirando a Jenaro – me roba y encima se justifica.
– Anda que lo suyo. Aparece en unas escaleras en las que no debería estar, luego aquí disfrazado de enfermero para robar e intenta matar a Sebastián.
– Que yo no he intentado matar a nadie. Qué manía con acusarme de todo.
– Pues lo disimula muy bien – dijo Sebastián – es usted un bestia. Con pedirme que me callase era suficiente, no tenía que intentar matarme. A punto ha estado.
– Pero si se lo he dicho mil veces.
– ¿Has visto la luz? – preguntó Jenaro.
– Sí, compañero, sí la he visto. Pero por suerte he vuelto.
– Por suerte no, porque yo he intervenido, que si no ya estabas “caput”
– Gracias, compañero, no olvidaré esto. Ni tampoco olvidaré que usted a intentado matarme, miserable – gritó a B.
– Los enfermeros de verdad estarán a punto de entrar, ya le darán su merecido a este impostor – dijo Jenaro.
– ¿Otra vez volvemos al principio?
– ¡Enfermeros, enfermeros! – gritó Jenaro, mientras Sebastián arrojó la muleta con fuerza, impactando de lleno en la cabeza de B.
– Están ustedes fatal, ahí se quedan, dijo B saliendo por la puerta y cerrándola.
Por suerte el tiempo de respuesta de los enfermeros de un hospital público a la llamada de uno de los ingresados es muy amplio, como pudo comprobar con la anciana a la que tuvo que llevar al cuarto de baño, por lo que B pudo salir despacio y sin ser visto por ninguno. Eso sí, por si acaso nada más cerrar la puerta B corrió por el pasillo hasta que salió al principal. Se tocó la cabeza y comprobó que estaba sangrando. “Jodido viejo, encima tiene puntería” se dijo. Entró en un servicio para analizar la herida sangrante que le había provocado el muletazo. En el espejo no pudo ver la brecha, pues el cabello se lo impedía, pero comprobó que sangraba y hasta había salpicado de sangre su camisa. Lo primero era taponar la herida para que la pequeña hemorragia se cortara. Las venas capilares son muy sensibles a cualquier impacto. Por supuesto, no había papel higiénico ni papeles “secamanos”, así que se quitó la camisa y la hizo gajos para intentar controlar la hemorragia, tras enjuagarse profusamente la herida en el lavabo. De todas maneras tenía que quitarse ya esa vestimenta, pues los ancianos le denunciarían.
Se puso la chaqueta y tiró los ensangrentados restos de camisa las gafas y el pantalón de enfermero, mientras presionaba la herida con una bola de tela hecha con los últimos gajos. “Menuda pinta” se dijo al verse en el espejo con el ridículo flequillo para tapar le primera herida y con la bola de tela en todo lo alto de la cabeza. “Ya queda menos, esto va de mal en peor, pero ya queda menos” se dijo suspirando.
Ahora que había recuperado la documentación su objetivo era abandonar cuanto antes el hospital y salió del servicio con esa pinta tan rara (demasiado hasta para estar en un hospital) no le quedaba otra. Aunque el pantalón era el mismo con el que le habían detenido, la chaqueta no la habían visto, por lo que su aspecto no era exactamente el mismo y, tal vez, no le reconocieran. Se dirigió a las escaleras, pues había comprobado que siempre están menos transitadas que los ascensores, para intentar bajar a la planta primera sin cruzarse con nadie. Pero justo antes de enfilar las escaleras notó un fuerte mareo, sin duda fruto del golpe anterior, o de la suma de los dos, o de la suma de los dos más el estrés… y se desvaneció.
Despertó en una camilla. Se incorporó y vio que estaba en una sala y que tenía un apósito tapando la brecha de su cabeza. Una enfermera se dirigió a él.
– Hola, ¿qué tal se encuentra?
– ¿Hola?– contestó aturdido – ¿qué hago aquí?, ¿qué ha pasado?
– Le encontramos hace unas horas tendido en el suelo, con una herida en la cabeza. ¿qué le ha sucedido?
– ¿Qué, qué?
– Tranquilo, está usted en un hospital.
– ¡Ah! es verdad, me desmayé, ahora lo recuerdo. Me caí bajando las escaleras, creo. Pensaba que no era nada, por eso quise seguir por mi propio pie. ¿Qué es lo que me pasa?
– Nada, no se preocupe. Le hemos dado 4 puntos. La herida no es grave, pero yo le recomiendo reposo estos días y si nota algún síntoma de mareo o pérdida de memoria que acuda al médico más cercano. Porque ahora se encuentra usted perfectamente, ¿verdad?
– Sí, sí, gracias, muy amable. Sólo tengo un poco de dolor de cabeza.
– Tómese estos analgésicos cada 6 horas hasta que se le pase – dijo dándole una gragea, ante la cara de extrañeza de B.
– Sí, sólo puedo darle uno, ya no nos permiten dar medicación a los pacientes no ingresados, los recortes, ya sabe.
– Claro – dijo B sin hacerla mucho caso, pues su extrañeza era por todo lo que estaba sucediendo.
– Cámbiese la gasa si ve que la herida sangra, aunque no debería sangrar más. Los puntos se los quitará la enfermera de su centro de salud. Vaya dentro de una semana.
– Gracias – dijo B poniéndose en pié. Le hubiera querido decir que era la primera cosa buena que le sucedía en ese hospital, pero no podía informar a la enfermera de su situación. Por muy amable que fuera su obligación la llevaría a informar de todo a los guardias de seguridad.
– Bueno, pues tenga cuidado y ya sabe, al menor síntoma vuelva al hospital. Puede salir por esa puerta. Vaya al control de entrada de urgencias con su DNI para que le tomen nota y le hagan una ficha. Entrégueles este informe. Aquí tiene su cartera, se la cogimos para identificarle y tomarle los datos en un primer informe, el que le acabo de entregar, pero tiene que regularizarlo usted mismo. Hasta luego.
– Perdone, ¿quién me encontró y me trajo aquí? –preguntó B extrañado de que los guardias de seguridad no estuvieran allí, pues si tenían controlado el hospital no entendía como el hecho de que alguien aparezca inconsciente en él no sea comunicado a los agentes .
– Pues… –contestó dubitativa la enfermera – no sé. No era mi turno. Supongo que alguien le vería en el pasillo y algún enfermero o enfermera fue avisado. No olvide que está en un hospital, todo lo que le ocurra aquí dentro tendrá una atención médica rápida. ¿Por qué me lo pregunta?
– No, por curiosidad, nada más por eso.
– Se lo pregunto porque hay pacientes que nos han llegado a denunciar en casos parecidos al suyo, alegando que les han robado mientras estaban inconscientes. Hay gente muy lista por ahí. Según pone en el informe de entrada usted vino con esta chaqueta y con…
– No, no –la interrumpió – si no lo digo por eso. Era simple curiosidad. Confío plenamente en ustedes. A las pruebas me remito – dijo señalándose la herida.
– En urgencias recibimos a todos los pacientes por igual, vengan de dentro o fuera del hospital, que es lo habitual. Aunque no se crea, que dentro de los hospitales también hay accidentes que tenemos que atender a diario, como le ha pasado a usted. Y no rendimos cuentas a nadie, somos independientes. Nuestro deber es atender al enfermo y ningún otro miembro del hospital, qué se yo, los celadores, guardias, los de la limpieza… ninguno puede intervenir en esto y nosotros no contamos con ellos a no ser que sea necesario.
B no pudo evitar sonreír al oír esto último. “¿Accidentes dentro de un hospital? si yo te contara, guapa” pensó.
– Hasta luego y muchas gracias –se despidió.
B cogió el informe y salio. Descubrió que estaba a veinte metros de la puerta de salida a la calle. Increíble, sin saber cómo había conseguido una oportunidad buena para salir. Pasó de largo el control de entrada en urgencias y se acercó a la puerta, pero al llegar a ella apareció un guardia de seguridad que se detuvo en medio y le miró inquisitivamente. Tuvo que volver sobre sus pasos, haciendo un gesto como de haberse olvidado algo, para no arriesgarse a ser detenido, pues ahora que no tenía el traje de enfermero ni las gafas, y aún con la chaqueta, cualquiera podría reconocerle. Es más, como los viejos habrían hablado con seguridad les dijeron que se había llevado la chaqueta. Tenía que deshacerse de ella. Y si le pedían la documentación sabrían que era él, pues fue tan inocente de dar sus datos reales cuando le detuvieron y no podía estar seguro de que no los hubieran apuntado. Menos mal que quienes le recogieron inconsciente y le atendieron en urgencias no habían dado sus datos personales a nadie salvo al papel que él llevaba ahora en sus manos. “Es curioso que los únicos que han hecho bien su trabajo conmigo hayan hecho mal su trabajo con la administración que les paga. Esto es de locos de remate.” se dijo. Lo que no sabía B era que el asunto era de locos de remate que estaban tan, pero tan locos, que fallaban goles cantados, sin portero y a 2 metros de la portería.
Se resignó pensando que por ahí tampoco podría escapar. ¿O tal vez sí?. Observó que la puerta estaba muy transitada por enfermos, enfermas, enfermeros, enfermeras, médicos, médicas, familiares, amigos y amigas. Vio de nuevo un cuarto de enfermeros sin nadie y tras preguntarse que dónde coño se meterían los enfermeros y enfermeras para no estar nunca en su puesto ni en las habitaciones, decidió coger otra camisa y pantalón para intentar salir de allí pasando desapercibido mezclándose con el gentío. Enfermeros con su aspecto había cientos, pero con la descripción de la chaqueta y su pantalón sólo él seguramente. Ya que los seguratas estarían buscado los dos perfiles, mejor ser parte del más numeroso. Se quitó la gasa de la cabeza y comprobó que la herida ni sangraba y ni se notaban los puntos entre el pelo. No podía ir con esa llamativa gasa en la cabeza, será sospechoso en un enfermero. Se puso la camisa encima de la chaqueta para no tener que tirarla y, cogiendo también una carpeta y metiendo su informe en ella, aprovechó un momento en el que el gentío era realmente como una riada para intentar salir por la salida de urgencias. Caminó junto a todos, rascándose la cabeza y agachándola fingiendo leer con atención la carpeta para ocultar su rostro lo más posible.
El guardia de seguridad miraba a todo el mundo nerviosamente y con la mano derecha agarrada a la porra, tratando de descubrirle a él seguramente para usarla a quemarropa. Pero no lo hizo (descubrirle) y B consiguió salir. Pasó por delante del guardia y ni le miró. Por fin estaba en la calle, era libre otra vez. B respiró hondo con ese alivio que siente el que ha estado en una situación como la suya. Nunca se había sentido tan vivo. Sonrió plenamente a la ciudad, a la vida, a una señora que pasó a su lado que le miró con cara rara al hacerlo, a la libertad… pero el destino no se fijó en su sonrisa y le volvió a jugar una mala pasada, porque justo en el momento en el que pisó la calle llegó un coche pitando y a toda velocidad que se paró justo en la puerta. De él salió un hombre muy nervioso que se dirigió a él nada más verle.
– ¡Mi mujer está de parto! –dijo abriendo la puerta de atrás del coche- atiéndala, de prisa, voy adentro a pedir una camilla o algo – y salió disparado hacia el interior del servicio de urgencias.
B se quedó perplejo. No sabía si salir corriendo de allí, pero al ver a la mujer llorando de dolor y con todo el vestido mojado por haber roto aguas, decidió ayudarla, por lo menos hasta que algún enfermero o enfermera de verdad le atendiera. Se acercó a ella, sujetó la carpeta como bien pudo y la agarró fuertemente de la mano, ante lo cual ella estrujó literalmente la suya.
– Tranquila señora, está usted en un hospital – dijo instintivamente, cuando en realidad le hubiera gustado decirla que se fuera de allí inmediatamente, que tuviera a su vástago en cualquier lugar, pues sería seguramente más seguro que ese hospital.
– ¡Me duele mucho! –gritó – déme algún medicamento, no puedo más. ¡dame drogas! Creo que ya estoy dando a luz.
– Tranquila, todavía no – dijo mirándola sólo a los ojos para no comprobar si era verdad lo que decía, pues sin ninguna duda se desmayaría de ser cierto.
En ese momento apareció el marido con una silla de ruedas:
– Tenga, me han dicho que la suba usted aquí y la lleve a la sala de partos. ¡Deprisa!
– ¿Yo? –gritó asustado – Yo no puedo hacer eso, este no es mi departamento, mejor hágalo usted – dijo mientras ayudaba a la mujer a subir a la silla.
– ¡Usted es el enfermero, joder! –gritó el futuro y casi actual padre – Tengo que quitar el coche de aquí. Llévela y tome esto, es la bolsa con sus cosas – dijo colgándosela del cuello.
El guardia de seguridad salió a la calle para ayudarles. Empezó a apartar a la gente para dejar un pasillo por el que pudiera pasar la parturienta. B no tuvo más remedio que volver al hospital, empujando la silla y con el bolso en el cuello dificultándole seriamente la respiración. Al entrar preguntó en admisión que dónde había que llevar a esa señora y que por favor saliera alguien a hacerse cargo de ella. Los de admisión le miraron extrañados, ya que él estaba vestido de enfermero y, en teoría, era quien estaba ya a cargo de la parturienta. Le indicaron que siguiera todo el pasillo y fuera directamente al paritorio.
–¿Paritorio? ¿y dónde está eso? – se preguntó en voz alta – ya la hemos liado otra vez. Y esta pobre señora aquí a punto de parir, ¿qué hago?
Siguió por el pasillo, entre los gritos de dolor de la parturienta, buscando desesperadamente algún cartel que le indicara el camino, pero no encontró nada. Vio a un guardia de seguridad y decidió arriesgarse y pedirle ayuda, pero justo al llegar a su lado le llamaron por el walkie talkie:
– Confirmado, el ladrón va ahora vestido de enfermero y ha robado unan cartera y una chaqueta vaquera azul de una habitación, quizás la lleve puesta y haya desechado el traje de enfermero. Estén muy atentos para reconocerle, identifiquen a todos los que parezcan sospechosos, sigan controlando todas las salidas, cambio y corto.
B abortó la misión y siguió por el pasillo, empujando la silla de la mujer, que estaba cada vez más histérica. Comprendió que el anciano y el señor de la cama y de la muleta le habían delatado. Encima de que lo ayudó, le roba y le delata. No tuvo tiempo de enfadarse porque se cruzó con una enfermera y pudo desembarazarse de la embarazada.
– Perdona, hay que llevar a esta mujer al paritorio, ¿puedes encargarte tú de ella?, yo no soy de esta unidad –dijo colgándole del cuello la bolsa de la mujer.
– Claro – dijo la enfermera cogiendo la silla – tranquila señora, enseguida le atenderemos. – dio media vuelta – ¿A dónde ibas por aquí? por este pasillo no hay salida –le reprochó.
B no dijo nada más y permaneció quieto hasta que vio desaparecer la silla. Volvió sobre sus pasos y comprobó que el guardia seguía apostado en la puerta de salida de urgencias, a escasos metros del control de admisión. Ya no podía arriesgarse a volver a salir por allí después de lo que había escuchado por el walki talkie. Entró en el cuarto de enfermeros, que por fortuna para él seguía vacío y cogió unas vendas. Se las colocó lo mejor que supo por la cabeza, para ocultar al máximo su rostro, y se deshizo de su atuendo de enfermero y, muy a su pesar, de la chaqueta vaquera. Cogió el informe que le había dado la médico que le curó y fue a admisión de urgencias confiando en que si regularizaba su situación médica, a la vista del guardia de seguridad, podría salir sin sospecha alguna.
– Hola, me acaban de atender y me han dicho que entregue este informe aquí.
–¿No está usted registrado? – preguntó la chica de admisión.
– No.
– ¿ Y cómo le han atendido entonces?
– Era una urgencia.
– Ya, yo trabajo en urgencias, es donde está usted ahora y hay que registrarse antes de ser atendido. Bueno, es igual, ya da lo mismo. Déme su DNI y la tarjeta sanitaria.
– Sólo tengo el DNI.
– Bueno, lo haremos con eso, pero tendrá que volver otro día con su tarjeta sanitaria.
– Claro, esta misma tarde – contestó irónicamente pensando que no volvería a pisar ese hospital en su vida, al no ser que el infortunio lo llevase inconsciente en una ambulancia.
– Ya está. Tome su DNI y espere un segundo ahí en frente haciendo fila con esas personas, tiene que pasar un control de seguridad para poder salir.
– ¿Control de seguridad?
– Sí, están buscando a alguien y tiene que identificarse en la puerta. Es un trámite.
– No entiendo por qué he de hacer eso.
– Es un formalismo que deben cumplir todos los varones aproximadamente de su edad y físico. No tendrá que esperar mucho, enseñe su DNI y ya está, si no es usted al que buscan no tendrá problemas – dijo sonriendo.
– Perfecto. Pues nada, a identificarse ante el guardia. ¿Por cierto, le han dicho el nombre de la persona que están buscando?
–¿Cómo? –contestó confusa.
– Nada, no he dicho nada, me he liado –contestó B que quería por todos los medios saber si los de seguridad habían filtrado su nombre o no y dándose cuenta de que sí lo habían hecho, pues estaban pidiendo el DNI a los sospechosos decidió dar media vuelta. Por lo menos tenía la suerte de que la mujer de admisión no le había reconocido al darle sus datos. Lógico, ¿cómo iban a pensar los de seguridad que el ladrón iba a identificarse ante alguien de manera voluntaria, que es lo que se hace en admisión?– voy a la fila, pero antes necesito ir al baño. ¿Por dónde…?
– Al final del pasillo.
– Gracias.
– Déme su DNI y tarjeta sanitaria – dijo a otro paciente la chica de admisión.
Se alejó de la zona lo más rápido que pudo, y cuando se metió en el servicio se quedó pensando mirándose en el espejo:
–¿Y ahora qué hago? – exclamó en voz alta- no podré salir nunca de este hospital. No tenía que haberles dicho mi nombre a esos locos. Maldita sea mi suerte, joder, estoy atrapado en este edificio. Me cago en el puto viejo de los cojones y en el de la muleta. Me cago en los putos seguratas y en la parturienta, si ya estaba fuera, joder, estaba fuera…
En ese momento se oyó la cisterna de un retrete del cual salió un anciano regordete y de aspecto bonachón.
– Tranquilo hijo, tómeselo con paciencia. Yo llevo cuarenta años viniendo todos los meses. Es el problema de padecer una enfermedad crónica. ¿Qué es lo que le ocurre a usted?
– Nada – dijo B sin saber qué contestar.
– ¿Nada?, pues entonces no sé qué está haciendo aquí, a estos sitios sólo ha que venir por necesidad o para visitar a un ingresado. Perdone si parezco entrometido, ¿pero por qué se está quejando de que no puede salir?.
– Es una historia muy larga y muy rara.
– No se preocupe, tengo tiempo de sobra para escucharla y seguramente no me parezca tan rara, a mi edad ya he visto de todo, hijo.
– No tengo tiempo para contársela.
– ¿Es grave su herida? ¿qué le ha pasado?
– Nada, resbalé en la escalera.
– Bueno, me alegro de que no sea nada. ¿Quién le ha vendado la cabeza, por cierto? ¿un becario? menuda chapuza le han hecho, parece usted un fakir venido a menos – rió el anciano – pero sigo sin entender porqué dice que no puede salir de aquí. La puerta está ahí al lado. Yo si que no puedo hasta que no termine con la terapia. Bueno, puedo salir si quiero, nadie me lo va a impedir. Todos los meses lo mismo. Todavía tengo que esperar cuatro horas más aquí dentro, porque cada media hora me hacen una prueba. La única manera de que saliera antes sería un incendio o algo así, o que soltaran a un toro por el hospital, ¿se imagina? ¡un toro! –dijo riendo a carcajadas.
– Sí, sería curioso de ver. Tengo que marcharme. Hasta luego.
Salió al pasillo, dejando con la palabra en la boca al anciano. No le apetecía hablar con nadie, pero se quedó pensando en lo último que había dicho el anciano. Descartó por poco probable la opción del toro, pero la del incendio le dio una idea que quizás funcionara. Si activaba la alarma de incendios se produciría un intento de evacuación del hospital, o por lo menos se crearía un caos que le daría opción de escapar antes de que se descubriese que era una falsa alarma. Fue hasta una alarma de incendios, se aseguró de que no había nadie viéndole y la activó con todo el disimulo que su torpeza natural le permitía, que no era mucho. Pero no sonó ninguna alarma. Pensó que, tal vez, sería una alarma silenciosa, para que no cundiera el pánico y que estaría directamente conectada con el parque de bomberos. Cuando estos llegasen, con el jaleo fenomenal que montan, tendría una opción de escapar, por lo que se dirigió cerca del hall de entrada y esperó escondido a que llegasen.
Transcurrieron los minutos y no apareció nadie. Siguió esperando y nada, todo seguía igual. Vio otra alarma de incendios y pensó en activarla, porque igual la anterior estaba rota. Pero lo que contempló le evitó el esfuerzo: un niño jugaba golpeando todo lo que se encontraba con un paraguas. Cuando llegó a la alarma de incendios, rompió el plástico de seguridad y empezó a pulsarla. Su padre se percató y acudió raudo a detener a su hijo diciendo: “¡Mario, deja eso! has conectado la alarma de incendios”, ante lo cual una señora de la limpieza que pasaba por allí empujando un carrito lleno de utensilios de limpieza dijo: “No se preocupe, esas alarmas son de pega, no funcionan, deje que el niño se divierta con ella si quiere”. La cara de perplejidad del padre sólo fue superada por la de B.
– ¿Y si hay un incendio qué? –preguntó el padre.
– Y yo qué sé, a mí me pagan por limpiar, no por apagar fuegos –respondió la mujer siguiendo su camino.
B Se dirigió, de nuevo, a los servicios. Frente al espejo volvió a hacerse la misma pregunta de antes:
– ¿Y ahora qué hago? – exclamó en voz alta – no podré salir nunca de este hospital.
En ese momento se oyó la cisterna de un retrete del cual salió el mismo anciano de antes.
– ¡Hombre!, ya decía yo que esa voz me sonaba, es usted otra vez.
– Sí, que coincidencia.
– Conmigo es muy fácil coincidir en los servicios, tengo problemas de próstata, ¿sabe?
– Ya, pues nada, a mejorarse –dijo dirigiéndose hacia la puerta.
– ¿Se va ya por fin?
– Sí.
Salió del baño. Pero en el pasillo se encontró con dos guardias que entraban y salían de todos los cuartos. Entró precipitadamente al baño.
– ¿Otra vez aquí? – dijo el anciano.
– Sí – contestó nervioso, sabiendo que en un instante entrarían los guardias.
– Perdone que le sea tan sincero, pero me parece usted un tipo muy raro –dijo el anciano mientras se secaba las manos – ya van dos veces que le encuentro en el servicio hablando con el espejo y sin hacer uso del retrete ni del lavabo. Entra y sale sin sentido alguno. No sé que se trae entre manos, la verdad.
– Verá, necesito que me haga un favor ahora mismo, luego le explicaré todo. Haga lo que le digo y me hará un enorme favor. Se lo ruego.
Los guardias entraron al baño y fueron abriendo una a una las puertas de los retretes. No había nadie salvo en uno de ellos, donde estaba el anciano, que ante el intento de abrir la puerta de uno de los guardias, gritó enfadado.
– ¡Oiga, está ocupado! – dijo asomando la cabeza por la puerta entreabierta – un poco de respeto a la intimidad de las personas.
– Disculpe señor – dijo el guardia saliendo del baño.
– Ya puede salir – dijo el anciano abriendo la puerta por completo.
– Gracias por haberme ocultado, no sé como explicarle esta situación.
– Ni falta que hace, hijo, a mi edad ya no existe la curiosidad. Gracias por confiar en mí, usted ha sido lo único divertido que me ha pasado en este hospital en cuarenta años. Cuente conmigo para cualquier otra cosa. Además que a mí estos señores de la porra no me caen nada bien, vaya que no. Si usted tiene algún problema con ellos le ayudaré en todo lo que pueda. Recuerdo una vez, hará unos 40 años, que durante una manifestación…
– Perdone –dijo B interrumpiendo lo que sin duda sería una larga historia – necesito salir de aquí cuanto antes.
A los cinco minutos de decir esto B ya estaba por fin en la calle. El anciano del baño conocía perfectamente las instalaciones del hospital, pues había pasado en él cientos de horas. Le enseñó a B una puerta que se usaba hace muchos años para sacar la basura, cuando el hospital no había sido ampliado, y que actualmente no se utilizaba pero se podía entrar y salir por ella porque no tenía cerradura. Él la usó durante los años que fumaba, porque estaba mucho más cerca que la puerta de salida. Todavía podían verse restos de colillas por allí, y eso que hacía ya más de 5 años que dejó de fumar. Así funcionan estos grandes edificios públicos, siempre hay rincones olvidados.
– Muchas gracias por todo, no sabe usted el favor que me ha hecho.
– Nada hombre, a mandar.
– Tengo que irme de aquí enseguida, pero esté tranquilo porque ha hecho una buena obra. Me estaban persiguiendo acusándome de un delito falso. Me ha salvado usted al vida.
– Vaya, soy todo un héroe – rió el anciano.
– Bueno, me marcho. A ver si en otra ocasión nos vemos y le recompenso de alguna manera.
– Quien sabe, igual nos encontramos alguna vez, el mundo es un pañuelo – dijo – muchas veces llenos de mocos, eso sí – rió y se despidieron con un apretón de manos.
Fue facilísimo salir. Ya en la calle B respiró aliviado se quitó la venda y la arrojó con violencia al suelo. Estaba feliz y rabioso, pero sobre todo muy feliz por verse libre al fin de aquella cárcel insospechada. Y tal era su estado de euforia y ansiedad por alejarse de la zona que al cruzar corriendo la avenida colindante al hospital se olvidó de mirar y fue brutalmente atropellado por un vehículo que iba muy de prisa también. Su cuerpo salió despedido muchos metros. Varios peatones se apresuraron a auxiliarle, pero ninguno se atrevía a tocarle. Si lo hicieron dos de los ocupantes del vehículo que le atropelló. Eran el conductor y un enfermero de la ambulancia. ¡Le había atropellado una ambulancia! De entre todos los vehículos motorizados que circulan a diario por esa avenida había tenido que ser uno vinculado al hospital quien lo hiciera. B estaba inconsciente, por lo que no pudo saber que su destino parecía inevitablemente ligado al hospital. Lo cierto es que para cualquiera que sufra la desgracia de ser atropellado es una suerte que lo haga una ambulancia, pues por lo menos recibirá unos primeros auxilios inmediatos y un traslado rápido a un centro sanitario. Pero en el caso de B ser atropellado por una ambulancia significada que había algo o alguien “ahí arriba” que estaba haciendo todo lo posible por evitar que su vida continuase fuera del hospital, lo cual venía a ser lo mismo que querer que muriera allí dentro.
Como el atropello se produjo a escasos metros de la puerta de urgencias del hospital, pronto salieron dos enfermeros con una camilla para auxiliar a B, mientras que los de la ambulancia trasladaban en la suya al enfermo que traían dentro. De locos, un devenir enfermizo a más no poder. B recuperó la consciencia en la camilla, pero no sabía qué había sucedido. Era incapaz de articular palabra por lo que al ver la entrada del hospital intentó bajarse de la camilla. Lo último que quería en su vida era volver a entrar allí.
– Está sufriendo convulsiones –dijo alarmado un enfermero- rápido, hay que llevarle a quirófano ahora mismo.
– ¡Apártense! – gritó un guardia de seguridad- dejen paso a la camilla. Este hombre necesita ayuda.
“Hay que joderse” pensó B “ahora me ayudan estos cabrones”. Y volvió a desmayarse.
Al día siguiente despertó en la cama de una habitación del hospital. Tenía la cabeza y el pecho vendados, una pierna escayolada y una bolsa de suero inyectada al brazo; una imagen muy normal en un hospital salvo por el pequeño detalle de que B estaba en ese estado por el simple hecho de ir a pedir una cita para que le examinaran la boca. Le despertó el ruido de la televisión, en la cual había un partido de fútbol, y los gritos de varias personas que estaban en la habitación. Eran su compañero de habitación, dos enfermeros, una enfermera, y tres enfermos más. B, confuso por lo que había ocurrido, exclamó:
– ¿Hola? ¿Dónde estoy?
– Hombre, ya te has despertado – dijo uno de los enfermeros mirando de reojo al televisor.
– Sí, supongo… ¿qué ha ocurrido?
– Nada, lo peor ya ha pasado. Ha sido sólo un susto, ahora descansa… ¡Uuuuyyy!, ¡paquete, menudo paquete que eres! – gritó mirando a la televisión mientras el resto gritaban cosas por el estilo.
– ¿Oiga? ¿Podría decirme qué ha pasado?
– El paquete este que no ha marcado, si eso lo meto hasta yo. Vamos perdiendo por un gol, pero todavía queda casi una hora, esto está chupado – dijo el enfermero mirando la televisión.
B se quedó anonadado contemplando la escena. Lo último que recordaba era haber salido corriendo de allí y unos segundos de estar tendido en lo que seguramente sería una camilla y entrando de nuevo a un hospital. Pero viendo la escena actual sabía que estaba en el 14 de abril, en ningún otro lugar del mundo podrían ocurrir esas cosas. Se dio media vuelta y decidió no preguntar nada más hasta que alguien no se dirigiera a él de nuevo, lo cual sucedió a los pocos minutos, cuando entró otra enfermera con un carrito que traía la cena de los dos enfermos.
– Vaya – dijo dejando una bandeja con comida al lado de la cama de B – hoy no tendrás doble ración, Matías – y le entregó la otra bandeja a uno de los enfermeros, que ni le saludaron, pues no dejaban de mirar al televisor – que os aproveche, en media hora vengo a por las bandejas, ya lo sabéis.
– Enfermera – dijo B – ¿podría usted explicarme qué pasa?.
– Nada, lo de siempre que hay un partido, que estos se juntan a verlo porque dicen que así tiene más emoción. Yo creo que a Matías no le dan el alta hasta que no acabe la Liga –dijo sonriendo.
– ¿La Liga?, ¿Matías?
– Sí, Matías, su compañero de habitación. Todos los fines de semana queda con los enfermeros para ver aquí el partido porque resulta que…
– Vale, vale – la interrumpió B – me parece estupendo. Qué gane el mejor y árbitro cabrón. Pero yo le estoy preguntando por mí, ¿qué es lo que pasa conmigo?
– ¿Con usted? No lo sé – lo único es que si ya está despierto le voy a quitar el suero y ya puede comerse todo lo de la bandeja. Y los medicamentos se los tomará por vía oral.
– ¿Es qué nadie va a explicarme que me ha sucedido? ¿por qué estoy ingresado?
– Creo que sufrió un accidente.
– Gracias, muy amable, ya sabía yo que sería ago de eso. ¿Cómo lo ha deducido, por las vendas, la escayola…? – dijo irónicamente.
– Qué mal despertar tiene usted.
– Lo que usted diga, señorita –dijo B claramente desesperado – ¿podría venir un médico para explicarme qué es lo que me ha pasado y que me diga el diagnóstico?
– Claro. Por la mañana pasará el médico de planta.
– ¿Por la mañana? Esto es un hospital, ¿no hay médicos hasta mañana o qué?
– Claro que los hay, pero en urgencias.
– Pues que venga uno de esos.
– ¿De urgencias? Usted está ingresado en planta, no pueden venir a verle.
– ¿A no? ¿Y no sería conveniente que un médico supiera que me he despertado?
– No lo sé, yo sólo soy enfermera y hago mi trabajo. Mañana vendrá el médico y sabrá que se ha despertado. Ahora disfrute de la cena, ¡es pescadito con guarnición!
– ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
– Matías, ¿cuántos días llevas comiéndote lo de este señor?
– Dos comidas y una cena.
– Dos días –dijo la enfermera.
– Vaya, veo que ha consultado mi historial, estoy en buenas manos… – dijo B resoplando.
– Claro. Venga, cómase esto rápido que en un rato vengo a recogerlo. Aquí le dejo un calmante para que se lo tome después de cenar y un somnífero para más tarde, por si no pudiera conciliar el sueño. Hasta luego.
B se quedó perplejo. Sólo la escayola y el fuerte dolor de cabeza y de un costado le impidieron salir huyendo de allí. Ahora si podría pasar desapercibido ante los ojos de los guardias de seguridad, pero no sabía realmente lo que había ocurrido ni podría abandonar la habitación en ese estado. Se resignó y volvió a preguntar a los enfermeros que estaban viendo la televisión.
– Oiga, ¿quién me trajo aquí?
– ¿Cómo? – dijo un enfermero sin dejar de mirar la televisión.
– Que quién me trajo a esta habitación.
–¿Y yo qué sé? Algún enfermero o enfermera.
– Ya, o los dos… –dijo B riendo – ¿les acompañaba algún miembro de seguridad, del hospital o del Estado?
– ¿Seguridad? ¡Qué va, hombre!, ¿para qué les necesitamos? En este hospital no hacen falta.
– ¿Qué no hacen falta? Si yo te contará –dijo entre dientes – ¿y dónde está mi cartera? – preguntó temiendo que le hubieran identificado.
– Ingresó indocumentado. Luego le daremos una hoja para que rellene sus datos personales. No se preocupe, que en este país nadie se queda en la calle sin ser atendido por la Sanidad Publica, aunque esté indocumentado como usted. Los indigentes y los inmigrantes ilegales son tratados igual por nosotros.
– ¿Me está llamando indigente o inmigrante ilegal? – preguntó B claramente ofendido. Pero su pregunta se perdió en el aire, ya que en ese momento hubo una jugada en el partido que requería de toda la atención del enfermero.
“Bueno” pensó “es un alivio, por lo menos no pueden saber quien soy y así no me detendrán”.
– ¿Estamos en el 14 de Abril? – preguntó para cerciorarse de si su recuerdo e intuición eran ciertas.
– Sí, ¿dónde si no?
– ¡Y yo qué sé, si he estado inconsciente dos días y no recuerdo lo que me ha ocurrido! – gritó B.
– Sufrió usted un atropello en la puerta del hospital, es un tío con suerte.
– Sí, ¡tengo una suerte de pelotas! –gritó B fuera de sí, pero no le oyó nadie, pues coincidió con el del resto de los ocupantes de la habitación.
–¡Goooooooooooool!
B apartó la bandeja de la cena, sin haber comido nada, y se tomó el calmante y el somnífero a la vez, se dio media vuelta y exclamó desconsoladamente: “Ojalá siguiera inconsciente”
A la mañana siguiente se despertó sobresaltado por el tremendo ruido que había en su habitación, mucho peor que el de la tarde anterior con la dichosa televisión.
– Venga, venga, todo el mundo fuera, estamos limpiando. Vamos, vamos, que no tenemos todo el día y cuanto antes empecemos antes terminaremos, venga, venga… – exclamaban varias personas vestidas con trajes blancos, pero distintos al de los enfermeros y enfermeras.
– ¡Oiga! – exclamó B dirigiéndose a uno de ellos- ¿qué ocurre?
– Venga, venga – dijo el otro empujando la cama de B – para fuera.
– ¡Oiga! – insistió B – mientras era transportado, encima de la cama, al pasillo.
– Tranquilo, amigo – dijo desde detrás su compañero de habitación, al cual también sacaron encima de su cama – es la limpieza rutinaria del mes. Con esta llevo cuatro ya. Se acaba acostumbrando uno. Eso sí, debería usted haber cogido una chaqueta.
–¿Una chaqueta?
El pasillo estaba repleto de enfermos encima de sus camas. Todos ellos eran conducidos rápidamente por el pasillo. B decidió tumbarse y dejarse llevar, ¿qué podría hacer si no cuando a todos les hacían lo mismo? Veía pasar encima de él las lámparas del pasillo a toda velocidad, y el quicio de alguna puerta. De repente, se sorprendió al ver el cielo, que estaba amaneciendo. La camilla se detuvo entonces. Se incorporó en la cama y descubrió que estaba en el exterior.
–¿Qué significa esto?, ¿dónde nos han llevado? – exclamó mirando para todos los lados.
– Tranquilo, amigo – dijo su compañero de habitación – estamos en un patio interior del hospital. Tendremos que esperar aquí una hora más o menos, hasta que acabe la limpieza general. Hace un poco de frío a estas horas, ya le he dicho que debería haber cogido una chaqueta.
–¿Una chaqueta?, ¿y cómo iba a saber yo que nos iban a sacar de la habitación? Yo vuelvo adentro ahora mismo – dijo empezando a bajarse de la cama.
– No! ¡Quieto! – gritó su compañero de habitación – no podemos bajar de las camas.
–¿Cómo? – preguntó B poniendo la pierna sana en el suelo – ¿qué quiere decir con eso?
Y antes de que su compañero de habitación pudiera contestarle llegaron dos enfermeros que agarraron fuertemente a B y le tumbaron, de nuevo, en la cama. Él se resistió.
– ¡Pero bueno, qué es esto, déjenme en paz!
– No se preocupe, todo esto lo hacemos por su bien, deben permanecer en las camas para no hacerse daño. Luego les llevaremos de nuevo a sus habitaciones.
– ¡Suélteme ahora mismo!
– Dale Ramírez – dijo el enfermero que tenía a B inmovilizado encima de la cama, mientras el otro le inyectó un somnífero.
– Bueno, ya está –dijo soltándole el enfermero – ahora a dormir un rato.
–¿Pero qué…? – exclamó B, antes de cerrar los ojos y caer en un profundo sueño.
Despertó en su habitación, aturdido por los efectos de la inyección. Su compañero de cuarto estaba comiendo tranquilamente.
– ¿Qué ha ocurrido? – preguntó B.
– Nada, que le sedaron. Si me hubiera hecho caso…
– ¡Pero bueno! ¿qué tipo de hospital es este? ¿Cómo pueden tratar a los pacientes de esta manera?
– No pueden arriesgarse a que suframos algún daño y les demandemos o algo. Por eso a la mínima que no les hacemos caso…¡zas! jeringazo y a soñar con los angelitos, o con lo que cada uno sueñe.
– Esto es alucinante –dijo B con resignación.
El compañero de habitación comenzó a reír mientras apuraba la comida. Entró una enfermera que recogió la bandeja vacía de la comida.
– Oiga, señora, yo no tengo bandeja.
– Ya lo sé, estaba usted dormido. Y dormido no se puede comer.
– Pero ahora estoy despierto y tengo mucha hambre.
– Tendrá que esperar al desayuno.
– ¿Desayuno? ¿pero qué hora es?
– Las nueve de la noche.
– ¿He estado todo el día dormido? ¿Cómo voy a pasar todo un día sin comer?
– Esto no es un hotel, ¿sabe?. Así son las cosas, la cena se sirve a las ocho. Aunque en los hoteles también hay horarios, así que es un mal ejemplo. ¡Esto no es su casa! Duérmase pronto y así se olvidará del hambre.
– ¿Cómo voy a dormirme si he estado todo el día durmiendo?
– Si tiene problemas para dormir le traigo una pastilla.
– No tengo ningún problema para dormir, me han pinchado un somnífero o algo esta mañana, por eso me he quedado dormido, no por sueño.
– Vaya, pues si no tiene problemas no sé para qué se inyecta nada – dijo la enfermera saliendo de la habitación.
– ¡Oiga, vuelva! – gritó B en vano.
– Je,je, amigo. ¿es la primera vez que le ingresan? Acaba de pagar usted la novatada, entonces.
– ¿No me van a dar nada de comer hasta mañana?
– Exacto.
– Esto no puede ser verdad – exclamó mientras apretaba el botón de llamada a los enfermeros.
Llegó uno al cabo de bastantes minutos, debido a la insistencia de B que pulsaba el botón cada minuto, y preguntó qué sucedía. Le contó el problema y el enfermero se limitó a confirmar lo que había dicho la enfermera anteriormente. B se enfadó sobremanera y exigió que le dieran de cenar inmediatamente. Y tan pesado y agresivo se puso que consiguió que le dieran algo: otra inyección sedante. Y al día siguiente ocurrió exactamente lo mismo y tampoco pudo comer nada. Y al siguiente lo mismo, y al otro igual. Al cuarto día sin comer, B no se despertó después de la hora de la cena, estaba demasiado débil para hacerlo, estaba casi moribundo por inanición. La enfermera que retiró la cena de su compañero de habitación trató de despertarle sin éxito.
– Vaya, ¿acaba de dormirse? – preguntó al compañero.
– No, lleva así todo el día.
– ¿Hoy no le han sedado?
– No.
– Vaya, pues debería estar despierto entonces.
– Yo creo que está muerto.
– ¿Muerto?, qué exageración.
– Mujer, cuatro días sin comer ni beber es lo que tiene. No soy médico, se nota a la legua que soy paciente, pero esto me parece un diagnóstico clarísimo. Si no le metes gasolina al coche, el coche no arranca. Por lo menos podrían haberle pinchado un poco de suero.
– Vaya, visto de ese modo puede que tenga usted razón, pero no se lo ha prescrito el médico de planta, voy a tomarle el pulso. Lo tiene muy débil. Tendré que llamar a un médico, a ver que opina él.
– Ya le digo yo que este está “más pallá que pacá”.
Efectivamente, el médico diagnosticó un grave estado vital por desnutrición y deshidratación severa, y B fue ingresado en la Unidad de Cuidados Intensivos, donde le suministraron alimento y medicación intravenosa. A los dos días, por fin recobró la consciencia.
– ¿Dónde estoy? – preguntó al vacío, pues no había nadie en la habitación en la que se encontraba – ¿qué es esto? – volvió a preguntar al vació mirando los cables que tenía inyectados en el brazo.
– Hombre, por fin ha despertado – dijo una enfermera que acababa de entrar en la habitación – avisaré al doctor, espere.
– ¿Qué espere? – dijo B sonriendo amargamente –¿dónde quiere que vaya si no?
– Es una forma de hablar, ahora vuelvo.
La enfermera volvió con el doctor.
– Me alegro de verle restablecido, señor… señor… – dudó el médico y preguntó a la enfermera – ¿Cómo se llama este caballero?, no pone nada en el informe.
– No lo sé, ¿no pone nada? A ver, déjeme ver – dijo la enfermera cogiendo el informe.
– Oigan – dijo B con las pocas fuerzas que tenía.
–Tranquilo, ahora sigo con usted – dijo el médico consultando el informe.
– Oigan, ahí no van a encontrar mi nombre
– ¿A no? – dijo la enfermera. ¿No tiene usted nombre?
– Sí tengo pero no…
– Bueno es igual – dijo el médico interrumpiendo a B – tengo muchos pacientes por ver, que arreglen esto del nombre los de admisión, que para eso están. Su intervención ha sido un éxito. Era algo sencillo. Le han puesto un clavo en el fémur, que ya se lo retirarán dentro de unos meses, según suelde el hueso. Vamos a retirarle la alimentación intravenosa, pero esta vez tiene usted que comer, para evitar otra recaída que podría ser muy peligrosa para su salud –dijo el doctor con aire aleccionador y con tono de estar dirigiéndose a un niño.
– ¿Comer? Si es lo que deseo desde ya no sé hace cuantos días. Pero no me han querido dar nada. Llevo días sin que me den de comer, demasiado bien estoy.
– Claro – dijo el médico mirando a la enfermera y haciéndole un gesto de que B estaba loco – no se preocupe.
– ¿Qué no me preocupe? No sé por qué estoy aquí, no me dan de comer…
– Bien – le interrumpió el médico – pues dentro de un rato le llevarán de nuevo a su habitación y le darán la comida, como a todos los pacientes. Mañana irá un médico a ver que tal se encuentra. Hasta luego – dijo saliendo de la habitación – Es lógico en estas situaciones que el paciente esté confuso – le comentó a la enfermera – confunden cosas, como lo que acaba de decir de que no le querían dar de comer. Hay que tener mucha paciencia con ellos. Y ya sabe, si se pone violento o pesado, sedante. No tiene por qué aguantar las locuras de los pacientes, esto no es un psiquiátrico, aunque a veces lo parezca. Faltaría más.
Le sacaron de la UCI y empezó a recorrer pasillos, tumbado el la camilla, de vuelta a su habitación. Entraron en un ascensor, en el que había un señor mayor; el hombre que se encontró en el servicio y que le enseñó la salida clandestina del hospital.
– Perdone , ¿no nos hemos visto antes? –le dijo el señor mayor.
– ¿Cómo?
– Sí, juraría que nos hemos visto antes, su cara me es familiar. ¿Usted no me conoce?
– No – contestó B sin mirarle.
– Pues yo juraría que nos hemos visto en alguna parte. Yo vengo mucho por aquí, ¿sabe usted? ¡Ahora recuerdo!. Nos conocimos hace días en los servicios, tenía usted mucha prisa por salir del hospital, ¿se acuerda?
– Sí, creo que sí – dijo B después de mirarle.
– Normalmente la gente tiene prisa por ir al baño – dijo sonriente al enfermero – pero este tenía prisa por salir de él. Vivir para ver. Y qué le ha pasado a usted, hombre de dios. La última vez que le vi fue saliendo a la calle, con una pequeña herida en la cabeza. Tiene gracia – dijo mirando al enfermero – quería salir a toda prisa del hospital, como si estuviera huyendo de alguien y ahora me lo encuentro aquí tendido en una cama y hecho un Cristo.
El enfermero miró extrañado a B, ante lo cual él decidió distraer la atención, no fuera a ser que volvieran a involucrarle con el asunto del ladrón y tuviera nuevos problemas.
– Pues ya ve usted, cosas de la vida – dijo B sonriendo – tuve mala suerte. ¿Y usted qué hace otra vez por aquí? – preguntó para desviar la atención de él.
– Yo estoy en mi cita semanal con el hospital, no puedo faltar. Tiene gracia el asunto – dijo mirando al enfermero – si le hubiera visto el día que le conocí, parecía un ladrón huyendo de la policía. Tiene gracia, un ladrón… No, es broma – dijo quiñándole un ojo de complicidad a B – si no nos tomamos las cosas con humor esta vida sería insoportable. ¿Qué es lo que le ha pasado, hijo? seguro que podemos verle el lado gracioso y positivo, que tiene usted una cara de rancio total ahora mismo. Cuénteme.
Las puertas del ascensor se abrieron y el enfermero sacó la cama. El señor mayor salió con ellos.
– Todavía tengo una hora libre hasta mi siguiente prueba, así que voy a acompañarle y me pone usted al día. ¿dónde le llevan?
– No se moleste – dijo B temeroso de que el exceso de elocuencia del señor mayor le trajera algún problema – además, me llevan a una zona restringida.
– No es una zona restringida, ya no. Le llevamos a planta. Puede recibir visitas de 12h. a 20h. todos los días –dijo el enfermero.
– ¿Ah sí? – dijo B contrariado y con cara de pocos o ningún amigo.
– Pues nada, hijo, iré a verle luego, cuando termine con mis pruebas. ¿En qué habitación está?
– En la 369 – dijo el enfermero ante la mirada furiosa de B.
– Haga lo que quiera, pero ahora déjeme tranquilo, necesito descansar. Adiós – se despidió B. Mientras el hombre se alejaba tras dedicarle una gran sonrisa. B pensó que por lo menos este señor es el único que le ha ayudado en el hospital y no le vendrá mal su visita pues es de confianza y no dirá nada de su intento de huida y quien sabe si podrá ayudarle a intentarlo de nuevo. De todas maneras, por si acaso, decidió hacerse el despistado, ya que el hombre había hablado más de la cuenta delante del enfermero y lo que él quería era hablar con él a solas.
– Hay que joderse –dijo al enfermero – ¿quién será este? No le he visto en mi vida.
Ya en la habitación, B comprendió que debía salir cuanto antes del hospital, pues aunque nadie había dado su nombre a los agentes de seguridad, al haber sido ingresado de urgencia, indocumentado y no ser sospechoso de nada, en cualquier momento podrían descubrirle. En realidad no sabía si seguían buscándole y como no tenía manera de enterarse sin levantar sospechas, debía irse de allí por si las moscas. Quería salir, ir a su casa y meditar seriamente si le convenía ir a una comisaría a poner una denuncia por todo lo que le estaba ocurriendo. No obstante había una cuestión que le aterraba, y era el hecho de que la propia policía estuviera buscándole, pues si los guardias de seguridad conocían su nombre y apellidos y si hubieran facilitado esta información a la policía, ahora mismo estarían vigilando su casa esperando su legada para detenerle. Pero también era cierto que necesitaba un nuevo DNI, así que tenía que ir obligatoriamente a la comisaría. Tenía que decidir si hacerlo sin decirles nada de toda la historia y esperar que pasaba al identificarse o empezar por poner una denuncia. Pero no podía precipitarse en su plan de huída y en su estado necesitaría la ayuda de alguien, así que espero la visita del anciano enfermo de próstata como agua de mayo.
A las 18h. apareció el hombre en la habitación de B.
– ¡Buenas tardes, muchacho! –exclamó alegremente.
– ¡Buenas tardes!– contestó riendo el compañero de habitación de B.
– Creo que me está saludando a mí – dijo B.
– A todos, yo saludo a todos por igual. –dijo el anciano – ¿qué tal va la cosa? Tiene que ponerme al día, hijo. ¿Qué le ha pasado?
– Sería más fácil explicarle qué no me ha pasado.
– Ja,ja,ja –rió el anciano – eso es bueno, no perder el sentido del humor es lo que más nos ayuda a pasar el mal trago. A ver, cuénteme qué le ha ocurrido.
– Ni idea, me ingresaron inconsciente. Dicen que me atropellaron al lado del hospital, pero no recuerdo nada. Fue justo al salir por donde me indicaste.
– Vaya, cuanto lo siento. Con el empeño que tenía usted en salir y mire lo que le ha pasado. Si lo sé no le digo nada.
– Por lo menos te han atropellado al lado de un hospital, eso es tener suerte –dijo el compañero – bueno, dentro de la mala suerte de que le atropellen a uno, claro, je,je –rió y extendió su mano a B – me llamo Matías, encantado, no nos hemos presentado todavía.
– Encantado, sí, encantado también. Me llamo… eh… me llamo… Carlos.
– Pues encantado, Carlos . ¿Y usted? – dijo tendiendo la mano al anciano del baño.
– Donato – dijo estrechándole la mano.
– ¿Y qué hace usted en el hospital? ¿son familiares o amigos?
Ni que decir que esto dio pie a Donato para relatar su vida médica. Y así se quedaron los dos hombres, tan contentos, contándose sus penurias. B intentó descansar un rato. Pero entre la alborotada charla de sus compañeros de habitación y la preocupación de como salir de allí, no pudo descansar nada.
A las 19: 50h. avisaron por megafonía que las visitas debían marcharse ya.
– Bueno, Carlos – dijo Donato – a mejorarse. Mañana vendré otra vez.
– No se olvide de la morcilla – dijo Matías.
– No se preocupe, ya verá como le gusta, no le miento. Es la mejor morcilla que probará en su vida. Ya verá. Además, con la bazofia que les darán aquí le va a saber a gloria bendita.
– A mí me gusta todo –dijo Matías – ahora viene la cena. Nunca dejo nada, hay que alimentarse bien, eso decía siempre mi padre que en paz descanse. Con la panza llena todo está mejor. Esto lo digo yo, no mi padre – rió tocándose su prominente abdomen.
B supuso que en la fluida charla que habían mantenido los dos ancianos había salido el tema de la morcilla. Él había estado abstraído en sus pensamientos de huída, aunque no se le había ocurrido absolutamente nada. “Quién sabe – se dijo – igual este hombre me permite otra vez salir de aquí. Aunque es muy difícil que te toque la lotería dos veces seguidas”. De todas maneras, como B había tenido tanta mala suerte desde el momento en el que se le ocurrió que le citaran para un hospital, igual el destino le tenía guardada alguna sorpresa agradable. Aunque sólo fuera por probabilidad era imposible que siguiera sufriendo tantos reveses del destino.
La cena, por fin pudo disfrutar de una cena. Después de tantos días sin comer esa pírrica y vulgar cena le supo a gloria, aunque nadie sepa a qué o quien sabe la gloria, claro. Devoró literalmente la crema de verduras que le pusieron de primer plato, ante la asombrada mirada de Matías.
– Vaya –le dijo – parece que tenemos hambre, ¿eh?
B no contestó porque estaba con la boca y la mente ocupadas en el pescado hervido que le habían puesto de segundo plato. Sólo en la cocina sabrían qué verduras o qué pescado eran, porque el paladar de B no se permitió la discreción de averiguar qué eran. Tenía demasiada hambre como para pensar en qué estaba comiendo. Eso sí, mientras engullía como un pavo agradeció que no hubiera espinas, pues sin duda se las había tragado sin contemplaciones y a saber qué destrozos le hubieran causado en garganta y esófago. Ni sus maltrechas muelas se percataron de nada, y eso que era por que le dolían que estaba ahora comiendo eso y ahí.
– Vaya tela, amigo. A ti es mejor comprarte un traje que invitarte a cenar –dijo Matías riendo y soplando la crema – ¿de qué es esto, por cierto?
– ¿Y yo qué sé? – contestó B mientras habría la tapa del yogurt.
– ¿No lo sabes? Pues por como te lo has zampado tan rápido parecía que te gustaba la cena.
– Tenía hambre, no me gustaba. Son dos cosas diferentes .
Se calló unos segundos hasta que devoró el yogurt. Ante la atónita mirada de su compañero, que todavía no se había llevado la cuchara a la boca
– ¿No tienes hambre? – preguntó B en un tono que sonó más a amenaza que a pregunta normal – ¿No te lo vas a comer?
– Sí, sí me lo voy a comer, a no ser que opines otra cosa – dijo Matías viendo los ojos desorbitados de B.
– Come. Es que te veo ahí parado sin comer y es una pena desperdiciar la comida. Sólo te lo preguntaba por eso.
– Ya, una pena, sí. ¿Quieres el yogurt? –dijo ofreciéndoselo como el que le ofrece algo a un animal salvaje.
– ¡Claro, tíralo para aquí!
– El envase es biodegradable, igual te lo puedes comer… – dijo riendo Matías.
– ¿Te vas a comer eso o no? – le inquirió B con la boca llena de yogurt.
– Sí, sí, que me lo como. Pero si quieres algo más luego voy a la máquina de afuera y te compro algo. Cuando termine me das dinero y salgo a por algo, ¿vale? – dijo Matías, temeroso de perder la cena que esta vez sí acababa de empezar a comer – como tú no puedes caminar bien, voy yo por ti, no te preocupes.
– No, no hace falta, gracias. Perdóname, es que hacía muchos días que no comía nada y se me ha ido la cabeza con la cena. ¿Qué es, por cierto?
– Jaja, eso mismo te he preguntado hace un momento.
Los dos rieron.
– Cuando salgamos de aquí te voy a llevar a comer a un restaurante de unos amigos que ya verás, Carlos, vas a estar sin comer una semana de todo lo que vas a zampar allí. Pero mejor no hablar de esto ahora, que viendo esto que nos dan me voy a echar a llorar.
B cogió las muletas y se dispuso a bajar de la cama.
– Espera, Carlos, que ahora voy yo a la máquina.
– No, si voy al servicio. No te preocupes. Y cena sin cuidado, voy a mear, no a echar la pota, puedes comer tranquilamente, que aunque no sepamos lo que es no cae mal del todo al cuerpo. Bueno, por lo menos a mí que tenía más hambre que el perro de un ciego – concluyó cerrando la puerta del servicio.
Empezó a pensar la mejor manera, o si no la mejor por lo menos alguna, de salir de allí cuanto antes. Se acordó de la anciana a la que tuvo que llevar al servicio y se dio cuenta de que podía aprovechar a su favor su actual situación para huir de allí. Ya que tenía una pierna escayolada podía llamar a un enfermero con la escusa de que le ayudase a ir al baño como había hecho él hace días con la anciana. Una vez en el baño podía golpear al enfermero con la muleta, dejarle inconsciente, quitarle la ropa e intentar salir de allí disfrazado. Matías no diría nada, porque parecía un buen hombre y si no también le golpearía a él y le amordazaría y ataría a la cama. El sonido de la cisterna le devolvió a la realidad y se dio cuenta de que estaba pensando idioteces, pues no estaba en ninguna cárcel como para hacer eso y, en cualquier caso, no podía ir vestido de enfermero con la escayola y las muletas.
“¿Qué puedo hacer? ¡Maldita sea, qué puedo hacer!”
Salió del servicio justo cuando la enfermera entró a la habitación para retirar la cena. Chocaron, pues las dos puertas están casi pegadas.
– ¡Uy! perdón – exclamaron los dos al unísono.
La enfermera fue hacia las camas y recogió las bandejas, sin decir nada. Y salió por la puerta. La televisión estaba encendida, pero Matías no la estaba mirando, estaba entretenido con el móvil.
– ¿Estás viéndola? –preguntó B.
– No
–Entonces la apago, me da dolor de cabeza.
–¡No!, – gritó Matías – Espera que le quito el volumen. La he pagado para toda la semana , y toda la semana la tendré encendida, ¡qué carajo! Menudo morro tienen estos de las televisiones en los hospitales. En la cárcel tienen tele gratis y aquí la tenemos que pagar. Resulta que te obligan a…
Mientras Matías siguió con su soliloquio en contra de los abusos del Estado, en esta caso a través de la empresa de las televisiones, B seguía dándole vueltas a la cabeza a la manera de salir de allí. Alguien del hospital llamaría a la policía para que le investigasen al estar indocumentado, era cuestión de tiempo que sucediera esto. Tenía suerte de que los hospitales públicos estuvieran tan saturados, pues gracias a eso todavía nadie había aplicado la ley en este sentido y él seguía siendo invisible para los cuerpos de seguridad.
El móvil de su compañero le dio una idea. Podría hacer otra llamada pidiendo ayuda. Por supuesto no sería a la policía, pues ya había comprobado su ineptitud y, además, no le convenía remover el asunto del ladrón de hospitales ahora que estaba casi postrado en cama y muy limitado en su movilidad. Se le ocurrió llamar a algún amigo, para que fuera al hospital, contarle lo ocurrido y que le ayudara a escapar. Pero, como seguramente le ocurra a la mayoría de las personas, no sabía de memoria ningún teléfono. Maldijo su suerte y se resignó a esperar la visita, al día siguiente, del anciano que propició su primera huída. Pero, de repente, se acordó de un número de móvil, el de su exnovia. Todavía no lo había olvidado, pues cuando se conocieron no estaba extendido el móvil como ahora y él se lo aprendió para llamarla desde los teléfonos fijos. “No sé, igual ya ha cambiado de número. Y de todas maneras qué la digo. Seguramente no querría ir conmigo ni a tomar unas cervezas, como para explicarle lo de ayudarme a huir de aquí. Bueno, qué coño, no pierdo nada por decírselo”.
– Matías, ¿podrías dejarme tu móvil? Necesito hacer una llamada. Te pagaré lo que cueste, no te preocupes.
– ¿No tienes móvil?
– No, por eso te lo pido.
– Eres un tío raro, sin móvil, sin documentación, sin ropa y sin dinero.
– Oye, tengo móvil y documentación. El móvil en mi casa y la documentación dios sabe donde. Antes del atropello estaba en la cartera de mi bolsillo, que ha desaparecido. Y la ropa me la rompieron para poderme atender tras el accidente. El dinero lo tenía en la cartera. No soy ningún indigente, aunque ahora me cambiaría por cualquiera de ellos, eso lo tengo más que claro.
– ¿Y cómo vas a pagarme la llamada si no tienes dinero?
– Pues cuando…
– Ja,ja, ja – le interrumpió Matías levantándose y dándole el móvil – es broma hombre. Llama a quien quieras. Si este cacharro lo paga mi hija. Insistió en comprármelo para tenerme localizado. ¿No se va a quedar con mi herencia? pues que pague ahora esto, jajaja. Llama, llama a donde quieras.
– Gracias, hombre. Voy a aprovechar para ir al baño, que la cena no me ha caído muy bien.
– Normal – dijo Matías – después de tantos días sin comer sólido hace falta un estómago fuerte para aguantar esta bazofia y encima tragándotela sin masticar como has hecho.
En realidad B había ido al baño para intentar que su compañero no se enterase de sus planes de huída. Matías era un buen hombre y seguramente le ayudaría y todo, pero no quería arriesgarse y, sobre todo, comprometerle a nada que le acarreara algún mal.
– ¿Quién es? – dijo una voz de mujer al otro lado del teléfono.
– Hola – contestó B sin saber que más decir.
– ¿Hola?
– Hola – dijo B y volvió a permanecer en silencio
– ¿Quién es? No le oigo.
– Hola, Marta.
– No conozco este número, ¿quién eres?
– ¿Ya no reconoces mi voz?
– Pues no sé quien eres, no, se te oye muy mal.
– Soy B.
– ¿B? ¿Pero…? – dijo Marta antes de quedarse callada.
– Supongo que te extrañará que te llame después de tantos años.
– No, no es eso, es que no caigo en quien eres.
– ¡Pero coño! ¿a cuántos B conoces?, yo he reconocido tu voz en cuanto has contestado. Sigues siendo la misma pasota de siempre.
– ¡Ah! ahora sí sé quien eres. ¿Qué quieres?
– ¿Que qué quiero? Vaya, por lo menos podrías saludarme o algo.
– Hola, ¿qué quieres?
– Joder, si lo sé no te llamo, qué borde que sigues siendo.
– ¿Borde yo?
– Sí
– Vale, ¿me llamas después de cinco años para insultarme?
– Cuatro años.
– ¿Cuatro? ¡Pues cuatro, qué más da! – gritó Marta.
– Oye, si quisiera seguir discutiendo contigo no habríamos cortado.
– ¡Ah!, muy bonito, me llamas y encima me charleas. Y fui yo quien cortó contigo, guapo. ¿De qué vas a darme lecciones tú ahora?
– Oye que yo no quería llam…
– Es alucinante –le interrumpió Marta – que me llames ahora para encima echarme cosas en cara. ¿Quién te crees que eres? Sigues siendo el mismo egoísta de siempre… no, no es nadie –dijo Marta claramente apartada del teléfono – es un antiguo conocido. Enseguida cuelgo.
– ¿Marta, estás ahí?
– Pues claro que estoy aquí, si me acabas de llamar. ¿Dónde quieres que esté?
– Yo qué sé, si estás hablando con otra persona. Si interrumpo algo cuelgo y ya está.
– Pues cuelga y ya está.
B colgó, pero como no sabía manejar ese móvil, no colgó realmente. “Esta tía me sigue desesperando. Quien me manda llamarla” pensó. Guardó el móvil en el bolsillito del pantalón y tiró de la cadena para justificar ante Matías su entrada en el baño. Se levantó y cogió las muletas, cuando oyó una voz que salía del móvil.
– ¿B? ¿estás ahí? – dijo Marta.
– Sí, ¿qué haces tú ahí? ¿me has llamado ahora tú o qué,? te acabo de colgar.
– No has colgado. ¿Eso que se oía era una cisterna? ¿Te estás cachondeando de mí o qué? ¿Después de 5 años tienes el…?
– Cuatro, han pasado cuatro años.
– ¡Me da igual, cuatro, cinco o cincuenta! ¿Para qué me llamas ahora, para insultarme?
– No te he insultado.
– ¿Cómo que no…? No, no pasa nada cariño, de verdad, es un viejo amigo – dijo Marta otra vez alejada del móvil.
– Oye, que no quiero causarte problemas, no hace falta que hables conmigo a escondidas.
– ¿Qué hable a escondidas? ¿Por qué me voy a esconder yo de ti?
– Y yo que sé, estás ahí hablando con alguien sin que yo me entere.
– ¿Y de qué te tienes que enterar tú? ¿Tengo que pedirte permiso para hacer mi vida?
– Y dale, que me da igual tu vida, lo que yo…
– ¡Ah! te da igual mi vida, o sea que es eso. Después de cinco años me llamas para decirme eso, para insultarme. Veo que no has cambiado en absoluto, sigues siendo el mis…
– ¡Joder, Marta!, para ya. Que no he llamado para discutir contigo.
– No, que va, has llamado para darme las buenas noches y preguntarme que tal me va, ¿verdad? Pues me va muy bien, que lo sepas. A mí si que me da igual tu vida, por eso no he sido yo la que he llamado…
B dejó el móvil encima de la taza del váter y a Marta despotricando. Se lavó la cara y salió con sus muletas a la habitación y se metió en la cama. Una vez en ella se acordó del móvil.
– Matías, se me ha olvidado el móvil en el baño.
– Da igual, mejor, así no dará el coñazo. Haberlo tirado por el retrete, a mí me da lo mismo – rió.
– No creas que no he tenido ganas de hacerlo.
– Ya, ya he oído algo, y eso que estoy medio sordo. Supongo que sería tu parienta…
B permaneció en silencio, pensando en que ahora que no podía contar con la opción de su exnovia, tenía que intentar urdir algún plan al margen del que pudiera salirle con el anciano del servicio. Matías interpretó este silencio como incomodidad por su pregunta, y se disculpó por ello.
– Perdona, hombre, no quería meterme donde no me llaman.
– ¿Qué? – dijo B saliendo de su trance.
– Lo que he dicho de tu parienta, no quería ofenderte.
– ¿Mi parienta? – dudó B – ¡Ah! el teléfono. No, no era mi mujer, estoy soltero. No te preocupes. Era mi exnovia. Una loca de mucho cuidado.
– Vaya, me alegro. Bueno, quiero decir que me alegro de que no haya metido la pata, no de que esté loca. Aunque realmente todas lo están, ¿verdad?
– Sí, están todas muy locas, pero ni más ni menos que nosotros.
– Ahí le has dado – dijo riendo Matías – “en este país estamos todos locos” como le dijo el gato a Alicia.
– ¿Qué?
– Alcia, la del País de las maravillas, ya sabes.
– ¡Ah! ya, la novela.
– Es un cuento más bien. ¿No lo has leído?
– Supongo que sí, claro. O habré visto la película.
– Es un libro que me encanta, recuerdo que la primera vez que oí hablar de él…
– Matías, perdona – le interrumpió B intuyendo que la charla iba para largo – estoy agotado, mañana seguimos hablando.
– Claro, chaval, la verdad es que ya es tarde y estos vienen muy temprano con el desayuno.
– Buenas noches, voy a ver si duermo un rato.
– Buenas noches – contestó Matías apagando la televisión.
A la mañana siguiente llegó el médico de planta, acompañado por una enfermera, en su rutinaria visita a los pacientes, antes del desayuno y todo. Con la tripa llena se digieren mejor estas visitas, sin duda, pero es lo que había. Por lo menos no le sacarían sangre, que es lo habitual cuando se está en ayunas delante de un profesional de la medicina.
– Buenos días, Matías – dijo el médico mientras la enfermera le colocaba el termómetro – ¿qué tal ha pasado la noche?
– Bien, doctor, durmiendo aquí mismo. ¿Y usted qué tal la ha pasado?
– Bien – contestó el médico mirando unos papeles que sacó de una carpeta – veo que está usted estupendamente de la operación. En unas semanas ya le daremos el alta.
– ¿Unas semanas? – pero si me encuentro perfectamente, ¿no puedo irme hoy mismo?
– No, Matías, todavía tenemos que observarle un poco más. Que usted ya es mayor y puede haber complicaciones inesperadas tras una intervención quirúrgica.
– O sea, en otras palabras: que estoy jodido – exclamó Matías.
– No, hombre, está usted hecho un toro. Es por precaución y es, además, el protocolo a seguir. No se preocupe, que unos días más no son nada.
– Ya, no son nada… pase usted unos días a la deriva en el mar, o siendo torturado por talibanes de esos, o en Guantánamo, o de vacaciones con media familia y dos perros. Y que una semana no es nada dice el tío – refunfuñó Matías.
– Ja,ja,ja , qué buen sentido del humor tiene usted, eso es buena señal – dijo el médico dirigiéndose ahora a la cama de B.
– Veamos… ¿usted es…? – preguntó dudando y mirando los papeles – no veo por aquí ningún dato identificativo suyo.
– Ingresó indocumentado – dijo la enfermera.
– Vaya, eso lo explica perfectamente. Bueno, suele pasar. Sanidad universal. ¿Qué tal se encuentra?
– Bien – respondió B.
– Veo que tiene usted buen aspecto, sólo necesita reposo para que el hueso suelde. Las heridas de la cabeza y el costado no revisten importancia y en breve empezarán a cicatrizar. Por lo que veo es usted un hueso duro de roer. No es habitual salir casi ileso de un atropello. Es usted un hombre muy afortunado.
“¿Afortunado?” pensó B, “menos mal, si llego a ser un desdichado me habrían tirado a un foso de serpientes”.
– Pues bien, ya puede usted irse, con las muletas claro y con este informe que le voy a entregar para que le dé a su médico de cabecera y le recete el tratamiento que le prescribo. Procure hacer todo el reposo que pueda y seguir al pié de la letra las indicaciones que le estoy escribiendo ahora en el informe.
– ¿Ya puedo irme? ¡Estupendo! – exclamó B.
– Doctor Medina – dijo la enfermera – todavía no puede irse. Ya sabe, a los indocumentados hay que esperar a que la policía les identifique para saber quienes son.
– ¿Ah sí? – exclamó el Doctor Medina con un gesto mitad despiste mitad despreocupación – ¿Y cuándo será eso? Lo digo porque nos hacen falta camas y este señor ya está listo para irse a su casa.
– Claro – dijo B – no quiero ser un estorbo, me voy ya mismo.
– No puede irse todavía, señor – dijo la enfermera – pero tranquilo, que entre hoy y mañana vendrá la policía a tomarle declaración. Siempre tardan días en esto, pero al final vienen. No se preocupe, que de todas maneras mejor que aquí no va a estar en otra parte.
– Pero si el doctor dice que necesita la cama y que yo tengo el alta, mejor me voy. Y ya voy luego a la comisaría y aclaro todo esto. El primero que quiere recuperar el DNI, el resto de documentos y denunciar la pérdida de mi cartera soy yo, eso está claro.
– No se preocupe señor – dijo el Doctor – por un día más no pasa nada. No nos entrometamos en la labor de la policía, que a esos no hay que contradecirles. Hasta luego, señores.
– ¿Me puede dejar usted el informe? – dijo B al observar que se iba con él.
– Es un informe de alta, se lo tengo que entregar cuando se la dé y se vaya. Pero bueno, como ya se la he dado se lo dejo, quien sabe si los policías vendrán hoy mismo y podrá usted irse. Burocráticamente no está de alta, pero médicamente sí.
B se quedó pensativo, preocupado por la inminente llegada de la policía. Sabía que vendrían acompañados por algún miembro de seguridad, que sin duda le reconocería y ya estaría el lío montado. Si vinieran sólo los policías no pasaría nada, mejor para él, ya que podrían llevarle a comisaría para que prestara declaración de los increíbles hechos que le habían ocurrido en el hospital. “Pero a lo mejor lo peor está todavía por llegar” se dijo.
Coincidiendo con la salida del médico llegó un enfermero con el desayuno. Las penas con pan son menos, y aunque el desayuno era un descafeinado con leche, un zumo de naranja de botella y cuatro galletas; algo es algo.
– Pues yo que tú, con el alta en la mano, me largaría de aquí ya mismo – dijo Matías.
– Ya, pero ya has oído lo que han dicho de la policía.
– Ja,ja,ja – rió Matías – ¿a cuántos policías ves tú por aquí? Esto es como saltarse un semáforo. Si no hay nadie delante, ¿por qué no hacerlo? Aunque si prefieres estar aquí, por mí encantado. A saber a quien ponen en tu lugar. Prefiero que estés tú, pero ya te digo que yo me largaría de aquí sin pensarlo.
– En el fondo tienes razón. Nadie me está vigilando. Salvo los enfermeros, esos no me dejarán salir.
– ¿Los enfermeros? , ja,ja,ja – rió de nuevo – pero si están a sus cosas. La que le ha dicho eso al doctor es porque le querría demostrar que cumple las normas a rajatabla. Ya ves, para hacerle la pelota lo mejor que podría hacer es acostarse con él y no decir estas tontás. No te preocupes, que si te vistes y sales de aquí con tus muletas nadie va a preguntarte nada. Te lo digo yo que he estado muchas veces ingresado ya en estos sitios. Una vez me largue de un…
– Ya, pero no tengo ropa – le interrumpió B – ¿Cómo voy a salir así?
– Anda, es verdad, no había caído en eso. Te dejaría algo mío, pero no creo que mi ropa te valga para nada, ja,ja,ja.
B se acordó entonces deDonato.Seguramente él podría proporcionarle ropa. Le podría comprar algo de su talla, aunque como no tenía dinero dudaba de sí pondría de su bolsillo lo necesario para la ropa. Era su única opción de salir de allí antes de que llegara la policía con los de seguridad. Tenía que aferrarse a ella como a un clavo ardiendo, pero ardiendo mucho. Sonó el móvil de Matías.
– ¿Dígame? Soy Matías, ¿por qué me lo pregunta? es usted quien me llama – dijo Matías – Sí, este es mi número… ¿qué anoche le llamaron desde este número? Pues no sé, yo sólo uso este cacharro para recibir llamadas, así que será un error. Estos cacharros fallan más que una escopeta de feria, ja,ja,ja.
– Matías, no cuelgues. Pregunta si se llama Marta.
– ¿Se llama usted Marta?. Sí, se llama así – le dijo a B.
– Pásamela, es mi exnovia, a la que llamé anoche.
– Espere señorita, que creo que no se ha confundido de número –dijo y le entregó el teléfono a B.
– Hola – dijo B.
– ¡Pero bueno! ¿qué es todo este lío? Me llamas con un móvil que no es el tuyo. ¿En qué lío estás metido?
– A ver, Marta, intenté explicártelo ayer pero no hubo manera.
– ¿Cómo que no hubo manera? Me llamas de repente después de cinco años y …
– Cuatro
– ¿Cuatro qué? ¿que dices ahora?
– Años, después de cuatro años.
– Bueno, pues cuatro. Después de cuatro años me llamas para insultarme y encima desde un móvil que no es el tuyo.
– Mi móvil se me olvidó en casa, este es el móvil de mi compañero.
– ¿Ahora compartes piso con un viejo? Vaya notición, tú siempre haciendo cosas raras.
– No es mi compañero de piso, ¿cómo voy a compartir piso con un viejo? – tapó el micrófono y se dirigió a Matías – perdona, es que te ha llamado viejo, no quería faltarte.
– ¿Qué? – preguntó Matías que estaba absorto leyendo una revista.
– Nada.
– ¿Nada qué? – dijo Marta.
– No es a ti, se lo decía a Matías.
– ¡Ah!, fenomenal, ahora ni siquiera me haces caso, estoy hablando sola o contra una pared, como siempre nos ha pasado.
– Claro que te hago caso.
– Bueno, pues explícame esto. No compartes piso con un viejo, entonces lo compartes con alguna putita, supongo, es lo que te pega, liarte con cualquiera.
– Oye, que no comparto piso con nadie.
– Y seguro que folláis en mi cama, porque esa cama la compré yo, acuérdate. En ese piso hay muchas cosas mías que te regalé para no dejarte sin nada.
– ¿Qué me regalaste? Oye, se suponía que todo lo que había allí era de los dos.
– Ya, de los dos, claro. Pero era yo la que lo pagó casi todo.
– ¿Y el alquiler qué? lo pagaba yo casi siempre.
– El eterno reproche. Si no pagábamos el alquiler a medias era porque tú eras el que trabaja y yo la que estudiaba, y sólo fueron los primeros años, que luego me puse a trabajar y pagué religiosamente.
– Claro, religiosamente al tercer año.
– ¿Y tú qué? si podías pagar era por la herencia de tus padres, si no de qué, porque con el trabajo de mierda que tenías.
– Oye, no metas a mis padres en esto.
– Perdona, me he pasado, pero es que me sacas de quicio.
– Mira, no sé a qué viene todo esto ahora, no tengo ni tiempo ni ganas para estas cosas.
– ¿Eres tú el que me ha llamado y ahora dices que no tienes tiempo ni ganas para esto? No te cortes, si es por dinero dame tu número de cuenta y te ingreso lo que creas que te debo, que las cosas me van muy bien ahora. Eso sí, como empiece a descontar todo lo mío que dejé allí igual me debes dinero tú a mí, guapo.
– No quiero tu dinero, joder.
– Pues si ni siquiera puedes permitirte un móvil ya me dirás tú…
– ¡Qué se me ha olvidado en casa! – gritó B desquiciado.
– ¿Y dónde se supone que estás?
– A ver…
– Eso, a ver, porque no entiendo nada, como siempre me ha pasado contigo. Veo que sigues exactamente igual que antes.
– Y dale, que dejes ya de hablar del pasado y me escuches un momento.
–Vale, soy toda oídos.
– A ver, cómo te explico esto… te llamé ayer porque estoy en una situación delicada y necesito la ayuda de alguien.
– ¿De alguien? ¿Y por qué no has llamado a alguno de tus amigotes?
– Pues porque no me sabía sus números de memoria.
– ¡Ah!, qué bonito. Me llamaste como último recurso, como siempre has hecho conmigo. Por descartes, siempre un cero a la izquierda para ti, eso es lo que he sido y soy. ¿Por qué crees que corté contigo?
– ¡Marta, coño! – gritó B – que no sigas por ahí y me escuches. Estoy ingresado en un hospital.
– ¿Cómo?
– Que estoy en un hospital.
– ¿Psiquiátrico? – rió Marta.
– Muy graciosa.
– Es que es lo que más te pega, ya te lo decía yo siempre.
– Vale, que sí. Escucha. Estoy en el hospital 14 de abril y estoy metido en un buen lío.
– Qué raro en ti…
– Oye, que esto es serio. Y no tengo tiempo que perder. Mi vida corre serio peligro y no es por culpa mía.
– Claro, nada es nunca culpa tuya. ¿Quieres que te lleve flores y bombones?.
– ¡Joder Marta! podrías mostrar un poco de interés, que te repito que esto es algo serio.
– Vale, perdona, pero es que me sacas de mis casillas. ¿Estás bien? ¿qué te ha pasado?
– Me atropellaron y me he roto la pierna, pero estoy bien. Ya me han dado el alta.
– ¿Qué te han dado el alta? ¿entonces qué haces todavía allí? Será por la comida gratis, supongo, porque lo que es cocinar tú en la vida lo…
– Marta, joder, para ya.
– Vale, perdona. Sigue anda.
– Verás, todo esto es muy raro de explicar por teléfono. ¿Podrías venir a verme?
– Pero si te han dado el alta tendrás que irte de allí.
– No, todavía no puedo irme.
– Vale, no entiendo nada.
–¿Quieres venir a verme y te explico lo que ocurre, o no?.
– Seguro que me arrepiento, pero vale, intentaré ir esta semana.
– No, si vienes tiene que ser hoy mismo.
– ¿Hoy? ¿por qué hoy?
– Porque tengo que salir de aquí lo antes posible.
– Pues sal.
– No puedo.
– ¿Y por qué no puedes si tienes el alta? ni que fuera una cárcel.
– Es algo peor, ya te lo explicaré cuando vengas. ¿puedes venir hoy? Las visitas son hasta las 20h.
– Mira, aunque sólo sea por la curiosidad de saber en qué andas metido iré.
– Genial, gracias.
– Iré después de comer.
– Estoy en la planta… espera. Matías, ¿esta habitación en qué planta está y qué número tiene?
– Tercera planta, habitación 369.
– Gracias. Oye estoy en…
– Ya lo he oído – le interrumpió Marta – ¿ni siquiera sabes donde estás? es alucinante lo tuyo, de verdad.
– Vale, ya lo entenderás luego.
– Bueno, pues luego nos vemos.
– Espera, no cuelgues, necesito que me traigas algo.
– ¿Los bombones y las flores que te he dicho antes?
– No, ropa y calzado. Ya sabes mi talla, sigo con la misma. Tráeme lo que sea, si puede ser de color oscuro mejor.
– ¿Qué te lleve qué? Pero bueno, estás fatal B.
– Ya te lo explicaré. Tráeme un pantalón, camiseta, camisa, calzoncillo, calcetines y zapatos. Y una gorra. El pantalón que sea muy ancho de pierna.
– ¿Muy ancho? ¿te has vuelto rapero o qué? – dijo riendo Marta.
– ¡Para que me entre la escayola, coño! – gritó B.
– Vale, vale… no se te puede decir nada.
– Mi situación no es para reírse, te lo puedo asegurar.
– Voy a ir, y con todo lo que me has pedido, pero te juro que no sé por qué lo hago. Esto no tiene ningún sentido.
– Lo entenderás cuando te lo cuente. Ahora no tengo la cartera así que no puedo pagártelo, pero ya te lo pagaré otro día.
– ¿Qué no tienes la cartera? Vale, no voy a preguntar más porque sino no voy, ya me creo todas las cosas raras que me digas. Luego nos vemos.
– Genial, te lo agradezco un montón. No me falles, cuento contigo.
– ¿Qué no te falle? ¿cuándo te he fallado yo? eras tú el que siempre…
– Vale, vale, vale… no discutamos más por favor. Luego nos vemos.
– Hasta luego.
– Adiós.
Le dio en móvil a Matías.
– Si quieres llama a quien quieras, ya sabes que no lo pago yo.
– Gracias, no lo necesito ahora.
– ¿Qué tal con la ex-parienta?
– Bien, luego vendrá a verme.
– Vaya, para estar indocumentado tienes más visitas que yo, tu parienta, Donato… a mi sólo vienen a verme ocasionalmente, como llevo tanto tiempo aquí. Y, claro, como mi hija me ha comprado el móvil este, pues nada, con llamar ya cumple.
– Donato, es verdad – dijo B – no me acordaba de que vendría hoy.
– Claro que vendrá, y con una morcilla. Como nos vamos a poner – dijo tocándose la tripa – Lástima que no podamos comprar una botella de vino aquí, ya sería la cena perfecta. Voy al baño, a ver si hago hueco para la morcilla de Donato, ja,ja,ja.
B se quedó pensando en como jugar mejor sus cartas. Entre Marta y Donato tenía dos asideros para ayudarse en su intento de huída. ¿Sería mejor compaginarlos o utilizarlos por separado? Era la típica cuestión de tener un plan A y un plan B. ¿Pero y si la policía y los de seguridad se presentaba antes que ellos? Necesitaba un plan C. ¿Pero cuál? Estaba claro que este plan era únicamente encomendarse a la providencia para que ni la policía ni los guardas de seguridad se presentaran en su habitación. Total, la providencia ya le había perjudicado notablemente desde que entró en el centro sanitario, tenía que depararle alguna cosa buena. Así que decidió esperar a la llegada de sus planes A y B. En cualquier caso, sabía que Matías le echaría una mano en lo que necesitara. Era un consuelo saber que estaba en buena compañía, por primera vez desde que entró en el hospital, salvedad hecha de Donato y su encuentro en el servicio.
A las pocas horas llegó Marta. Al verla B se sorprendió por la celeridad de su exnovia.
– Hola – dijo la chica.
– Hola –respondió B – qué sorpresa.
– ¿Sorpresa? hemos hablado hace unas hora.
– Ya, me refiero a que no pensaba que vendrías tan rápido.
– Tampoco te entusiasmes, me pillaba cerca. Vaya pinta que tienes. Menuda manera de reencontrarnos.
– Sí, quien lo iba a imaginar así, ¿verdad?
– ¿Qué te ha pasado?
– De todo, pero ya te lo contaré fuera de aquí. Por cierto, este es Matías, el dueño del móvil.
– Hola – dijo Marta.
– Hola señorita, encantado de conocerla. No sabia que era tan guapa, como tiene mi móvil puede llamarme cuanto quiera – rió Matías.
– A ver, Marta, ¿me has traído la ropa?
– Sí – dijo sacándola de una bolsa y sonriendo a Matías por el comentario anterior – zapatos, pantalón ancho, camiseta y camisa negra y gorra.
– Estupendo, muchas gracias. No sabes el favor que me haces. Voy a cambiarme ahora mismo y nos largamos de aquí – dijo mientras se incorporaba.
Pero justo en eso momento llamaron a la puerta.
– Policía Nacional, ¿podemos entrar?
B se quedó blanco, pero muy blanco, mucho.
– ¡Rápido! – le susurró a Marta – guarda la ropa y vete con Matías. A mí no me conoces de nada. Matías, no digas nada pase lo que pase, ya te explicaré si consigo que estos se vayan. Pasen, por favor – gritó.
Entraron en el cuarto dos policías nacionales y un guardia de seguridad. Marta estaba junto a Matías, con la bolsa de la ropa bajo la cama.
– Buenos días –dijo uno de los policías.
– Buenos días –contestó B tendido en la cama. Reconoció al guardia de seguridad, era el que le había golpeado cuando le detuvieron.
– A ver, ¿quién de ustedes está indocumentado?
– Yo – contestó B.
– Como lo oyes, al final no pudimos dar con él, y eso que lo habíamos cogido –le dijo el guardia de seguridad al otro policía. Los dos permanecían junto a la puerta, detrás del policía que hablaba con él.
– ¿Y cómo se os escapó? – preguntó el policía.
– Ni idea, es un tío muy escurridizo, se quitó las esposas y todo. Es un delincuente peligroso. No sé como ha podido salir del hospital sin que le viéramos, teníamos todas las salidas controladas.
– ¿Caballero? – dijo el primer policía viendo a B pendiente de la conversación – ¿me dice usted su nombre y apellidos, por favor?
– Ya le atraparemos cuando vuelva a actuar. Pero la próxima vez que cojáis a un ladrón llamadnos inmediatamente.
– Ya lo sé, pero mi jefe prefirió colgarse él la medalla. Y luego cuando se nos escapó como para llamaros y contaros el fiasco.
– Señor , le repito que me diga el nombre.
– Eh… – dudó B – uff, no me encuentro muy bien, ¿sabe? – dijo tocándose la cabeza.
– Le ocurre siempre – dijo Matías para echarle una mano a su amigo – lo mejor sería que llamasen a una enfermera para que le diera un calmante.
– ¿Y por qué no le identificasteis?
– Iba indocumentado. Él insistió en decirnos su nombre y apellidos para que comprobásemos que no era ningún delincuente.
– El viejo truco para ganar tiempo e intentar escapar.
– Claro. Por eso no le hicimos caso, ni anotamos el nombre. Sólo recordamos el que nos dijo de pila, y como se había escapado, identificamos a todos los que se parecían y retuvimos a unos diez que se llamaban igual, por si acaso dijo la verdad. Pero todos eran inocentes y no estaban fichados.
– Joder, Francis, vaya método el vuestro.
– Francis – susurró B – este fue el que me atizó el primero.
– ¿Cómo ha dicho que se llama? – preguntó el policía junto a la cama – no le he oído bien. Hable más alto, por favor.
– Sí, patético, éramos 20 tíos –siguió el guaria de seguridad hablando con el otro policía – y se nos escapó. Es muy bueno este cabrón. Ahora sólo somos los cinco de siempre, hace días que retiraron los refuerzos.
– Bueno, como ya no está no necesitáis ser más.
– Ya, lo digo por si vuelve. Eso nunca se sabe.
– Bueno, será mejor que llamemos a una enfermera y luego seguimos hablando con usted, caballero – dijo el policía al ver a B callado y con claros síntomas de dolor – Francis, vaya a avisar a una enfermera, por favor.
– Sí, como no –contestó el guardia de seguridad.
– Nosotros esperaremos fuera y luego seguimos, caballero – dijo el policía. Y salieron de la habitación.
– Cierra al puerta – le dijo B, susurrando, a Marta.
Marta cerró la puerta.
– ¡Joder! Me van a pillar, no puedo dar mi nombre delante del guardia de seguridad, porque igual se acuerda de mí y sabrá quien soy. Si estuvieran sólo los policías todo sería diferente. Aunque tampoco puedo fiarme, si hablan con el guardia y me reconoce pensarán que soy el ladrón.
– ¿Ladrón? – exclamó Marta – ¿Pero qué es lo que has hecho?
– Nada.
– Pues perdona, pero para no haber hecho nada estás ingresado en un hospital, indocumentado, con la policía ahí esperando para interrogarte y dices que te acusan de ser un ladrón. El día que hagas algo no sé yo lo que…
– Baja la voz – le dijo B – no soy ningún ladrón, pero me han acusado de ello y por eso estoy ahora así. Ya te lo contaré luego. Ahora necesito salir de aquí. Si doy unos datos falsos se darán cuenta y si doy los verdaderos igual me reconocen porque ya se los dí a los de seguridad. Panda de cabrones. Aunque es perfecto eso que acabo de oír de que no me hicieron caso al identificarme y que no recuerdan mis apellidos. Eso es genial, porque significa que la policía no sabe nada de mí y si salgo de aquí todo volverá a ser como antes. Pero mejor no arriesgarme ahora.
– No me entero de nada, pero vamos a ir por partes – dijo Marta – ¿Por qué tengo que fingir que vengo a ver a tu compañero?
– Porque si saben que me conoces te interrogarán a ti para saber quien soy, joder, pareces idiota.
– ¡Eh¡, un momento – dijo ofendida.
– Perdona, no quería decir eso, son los putos nervios.
– ¿Y qué vas a hacer? Porque en cuanto venga la enfermera los policías entrarán detrás – sugirió Marta.
– No sé, no sé… déjame pensar. Joder qué puto lío.
– Desmáyate chaval – dijo Matías – así no podrán interrogarte y ganas tiempo además.
– Buena idea – dijo B – ¿pero cómo finjo eso?
– ¿Crees que es buena idea engañar a la policía? – sugirió Marta.
– Tú finge estar inconsciente, con el golpe que tienes en la cabeza lo verán como algo normal. No sé lo que habrás hecho o dejado de hacer, pero a mí me caes bien y los policías no, así que te voy a ayudar en todo lo que pueda. Venga, desmáyate y tú – dijo señalando a Marta – sal al pasillo alarmada diciéndolo y pidiendo que vengan los enfermeros o los médicos
– Pero eso me convierte en cómplice.
– No, porque no he cometido ningún delito.
– ¡Tú sabrás! – gritó Marta – pero es la policía el que está preguntando por ti.
– No grites. ¿Cómplice de qué? No he hecho nada, ya te lo explicaré. Y además, lo haré en comisaría tras denunciar a los guardias de seguridad y a la dirección de este hospital. Creo que los denunciaré. Pero ahora no puedo hablar con ellos. Créeme, confía en mí y hazle caso a Matías, por favor.
– De acuerdo, tienes que estar muy jodido para pedirme algo por favor. ¿Sabe usted que es la primera vez que me lo pide? – le dijo a Matías – y eso que vivimos juntos cinco años…
– Cuatro, fueron cuatro años – la interrumpió B – deja ahora eso y haz lo que te ha dicho Matías. Y no olvides que a mí no me conoces de nada, estás aquí por él.
Marta resopló varias veces, para armarse de valor, y salió despavorida al pasillo.
– ¡Por favor, qué alguien nos ayude! Se ha desmayado, qué venga un médico.
Los policías entraron en la habitación y vieron a B inconsciente. A los pocos segundos llegó una enfermera.
– Salgan todos de la habitación, por favor, y avisen al médico de guardia – dijo mientras le tomaba el pulso a B.
– Estaba tan tranquilo y de repente se ha desmayado – dijo Matías, que estaba encantado de participar en el teatrillo que habían montado en su habitación.
– Bueno, no pasa nada. Es un simple desmayo, algo normal en su estado – dijo la enfermera. No hace falta que venga el médico. Ahora lo que necesita es descansar y ya volverá en sí. Matías, cuando recobre el conocimiento avíseme, ¿de acuerdo?
– Por su puesto, señorita, siempre a sus órdenes.
– Enfermera – dijo el policía – necesitamos hablar un momento con este señor. Es mera rutina, ya sabe.
– Pues tendrán que esperar.
– ¿Cuánto tiempo?
– No lo sé. De todas maneras yo no aconsejo que hoy hablen con él. Necesita reposo absoluto.
– De acuerdo, volveremos mañana.
En la habitación se quedaron, de nuevo, solos los tres. Marta cerró la puerta.
– Ya se han ido – dijo Matías.
B se incorporó en la cama.
– Ya me explicarás de qué va todo esto, pero buena pinta no tiene – dijo Marta.
– Dímelo a mí – contestó B – tengo que salir hoy mismo de aquí.
– ¿Cómo vas a salir si ahí afuera están los enfermeros y las enfermeras? ¿Te vas a disfrazar o qué? ¡Necesitas las muletas para andar! – espetó una cada vez más nerviosa Marta – esto es de locos. Tendrás que hablar con la policía y aclarar todo esto. Si no eres culpable de nada no sé por qué has de esconderte.
– Mírame Marta, ¿ves cómo estoy? Pues estoy así por culpa de esos de seguridad de ahí afuera. Y la policía está aliada con ellos. No puedo dejar que me identifiquen. Tengo que salir de aquí sí o sí.
– No sé, chaval –dijo Matías – no va a ser fácil. Con esto del desmayo seguro que están pendientes de ti y no descartes que los policías hayan encargado a uno de seguridad que esté en el pasillo. Tienen que tomarte los datos y esta gente no se anda con tonterías una vez que te tienen enfilado. Igual no vienen nunca, pero si vienen estás fastidiado, como ahora.
– Sería ya lo que me faltaba.
– Espera que voy a ver el percal con la excusa de coger algo de la máquina – dijo Matías. Tú quédate en mi lado de la habitación – le dijo a Marta – por si entra alguien. Eres mi visita, no la de Carlos, recuerda.
Matías salió de la habitación, cerrando la puerta tras él.
– ¿Carlos? ¿le has dicho a este señor que te llamas Carlos? no sé a qué estás jugando pero estás mintiendo a todo el mundo.
– No me queda más remedio. Nadie puede saber mi identidad real.
– Está bien, no voy a preguntarte nada más por el momento, pero tampoco voy a hacer nada que me comprometa. Creo en tu inocencia, aunque todo parezca decir lo contrario, pero no voy a exponer mi carrera profesional ni mi futuro por…
– Vale, vale – la interrumpió B – lo entiendo. Tengo que pensar en cómo salir de esta.
En ese momento entró Matías, con una bolsa de patatas.
– Malas noticias, chaval. Han puesto a uno de seguridad en el pasillo. Le han encargado vigilarte hasta mañana, aunque él está más ocupado vigilando a las enfermeras, ja,ja.
– ¡No me jodas!
– Bueno, creo que ya he hecho mucho más de lo que debería. Te dejo ahí la ropa y me marcho.
– Espera, Marta, no te vayas. No puedes dejarme así.
– ¿Así cómo? ¿qué quieres qué haga?
– No sé. Bueno, tienes razón, no puedes hacer nada. ¿Pero si se me ocurre algo en lo que puedas ayudarme puedo llamarte y me ayudarás?
– No lo sé – dudó – sí, supongo que sí. Pero no me comprometo a nada. Si me necesitas lo hablamos por teléfono y ya veremos. Hasta luego, Carlos…
– Hasta luego.
– Adiós Matías, encantada.
– Adiós maja, igualmente – dijo ofreciéndola patatas fritas.
– No gracias, se me ha quitado el hambre.
Marta cerró la puerta tras de sí, dejando en la habitación un panorama desolador, con B a punto de echarse a llorar y Matías con cara de preocupación y comiendo patatas fritas.
– Tú tranquilo, chaval, algo se nos ocurrirá. Tenemos todo el día y toda la noche. Y no bajes la guardia, que esa puerta puede abrirse en cualquier momento, los enfermeros nunca llaman. Tienen que pensar que sigues desmayado o por lo menos traspuesto. ¿Quieres patatas?
– Ya, no te preocupes, si de la cama no me muevo. Cuando traigan la comida me despabilaré un poco, para que me la den.
– Sí, vas a necesitar comer para cargar las pilas si quieres salir de aquí antes de que amanezca.
Durante media hora, hasta que llegaron con la comida, ninguno de los dijeron nada. B parecía muy preocupado y hacía gestos ostensibles de nerviosismo y desesperación. Matías se limitaba a leer un libro, con la TV. encendida y sin volumen. Quería seguir consumiéndola aunque no la viera, la había pagado para toda la semana.
– ¿Ya se encuentra mejor? – preguntó la enfermera al ver despabilado a B – entonces le conviene comer un poco. Antes déjeme que le ponga el termómetro y que le tome la tensión.
– ¿Y a mí no me la vas a tomar? – dijo riendo Matías – a los viejos nos tenéis abandonados.
–Anda, Matías, usted a comer y a callar – rió la enfermera.
–Lo que usted mande, señorita, sabe que siempre hago todo lo que me dice. Lo que usted dice va a misa para mí. Pero seguro que cuando me den el alta ni me escribe ni me llama para vernos fuera de aquí.
–Ja,ja –yo también le hago caso a usted en todo, ya lo sabe. Y lo de vernos fuera de aquí… vaya ideas que se le ocurren. Bueno, pues la tensión está un pelín alta, es raro, lo normal es que estuviera baja después de un desmayo, pero eso no se puede controlar. Y no tiene fiebre. Qué les aproveche, y si se vuelve a encontrar mal avíseme enseguida – dijo saliendo de la habitación.
– Matías, veo que te llevas muy bien con el personal del hospital.
– Sí, he pasado aquí mucho tiempo.
– Tal vez podamos usar eso a nuestro favor.
– Querrás decir a tú favor.
– Bueno…
– Es broma, chaval – rió – esto es cosa de los dos. No sabes lo aburrido que es estar aquí, lo más emocionante que me ha pasado fue el día que a esta enfermera casi le veo las bragas al agacharse. Está buena ¿eh?, y cuando hemos visto los partidos de fútbol aquí en el cuarto. Entenderás que esto que está ocurriendo ahora me entusiasme. Soy muy mayor y no sé los años que me quedan por aquí, por eso estas situaciones me hacen sentir vivo. Te doy las gracias y te repito que puedes contar conmigo. Haré todo lo que esté en mi mano para ayudarte.
– Gracias, para mí es importante saber que no estoy sólo en esto. Ya le recompensaré más adelante.
– Tranquilo, Carlos, mi recompensa es esto que está sucediendo.
Después de comer, Matías decidió echarse una pequeña siesta.
– La siesta sí que no la perdono, ni aunque haya un terremoto – rió Matías – Igual sueño con algo que nos ayuda.
Y dicho esto empezó a roncar. Era una de esas personas que nada más cerrar los ojos, se duermen. B no era de esos, y mucho menos ahora. Pensó en que los guardias de seguridad, si iban a estar todo el tiempo vigilando, tendrían que turnarse. Tenía que enterarse de cuando hacían el cambio de turno porque tal vez en ese momento podría aprovechar para huir si el relevo llegaba tarde y el relevado iba a buscarle. Lo normal es que el que terminaba su turno esperase a la llegada del otro, pero si lograba provocar lo contrario, podría escapar. Otra idea que se le ocurrió, a pesar de los molestos ronquidos de Matías, fue que podrían provocar alguna situación para que el guardia se ausentara unos minutos. Aunque seguramente no hiciera falta ya que al fin y al cabo no le habían reconocido y no tenían que hacerle una vigilancia exhaustiva. Si estaban vigilándole era por un motivo meramente protocolario, no por que él fuera un delincuente. En algún momento iría al servicio o a hacer algo que no fuera estar entre la puerta de su habitación y la de salida del pasillo, junto al mostrador de las enfermeras y enfermeros. Luego otro problema añadido sería despistar a la enfermera o al enfermero de turno.
En estas diatribas pasó B toda la hora que Matías se pasó roncando. Cuando despertó, pareció hacerlo iluminado pues nada más hacerlo, empezó a hablar.
– ¡Ya lo tengo! –exclamó todavía con la cara somnolienta – lo que tenemos que hacer es darle a la alarma de incendios. Que se monte el follón y así podrás escapar tan tranquilo.
B le puso en antecedentes sobre lo de que las alarmas de incendio de ese hospital son de atrezzo, por lo que le pasó la primera vez que trató de escapar del hospital. Matías se limitó a contestar con un: “no me extraña, en este hospital ya he visto todo tipo de aberraciones. Habrá que pensar otra cosa”.Y justo en ese momento apareció Donato.
–Buenas tardes, señores. ¿Alguien ha pedido morcilla? – dijo enseñando una que acababa de sacar de una bolsa que llevaba.
– ¡Hombre, Donato! – exclamó Matías.
– ¿Qué tal va por aquí la cosa? – dijo dejando la morcilla encima de la mesa de Matías.
– Podría ir mejor – dijo B con tono de amargura.
– Pero bueno, ¿y esa cara?. Arriba ese ánimo, muchacho, que habiendo morcilla y… –hizo una pausa y sacó de la bolsa una botella de vino, un sacacorchos y una barra de pan – jajaja, con esto se curan todas las penas, vaya que sí.
– ¡Qué grande eres, Donato!
– Se hace lo que se puede.
– Pues habrá que catar eso.
– Pero si hemos comido hace menos de dos horas – dijo B, con la misma cara de amargado de antes.
– Nunca es tarde ni pronto para comer y beber, muchacho – dijo Donato.
–Diga usted que sí. Venga esa morcilla y ese vinito.
– ¡Cago en Dios! – exclamó Donato – no tenemos vasos.
– Tenemos estos de plástico para el agua.
– ¿Vasos de plástico para el vino? ¡Eso nunca!. Esperen a ver si encuentro por aquí… – dijo Donato hurgándose en los bolsillos de la chaqueta – ¡aquí está! – dijo sacando un pitorrillo de botella para beber a chorro – Nunca salgo sin uno de estos.
– ¿Qué nunca sale sin uno de esos? –exclamó B sin poder evitar la sonrisa.
– ¡Qué grande eres Donato!, mira, si hasta has hecho reír al chaval.
– Pues ya verás cuando pruebes esto, te vas a quitar la escayola. Esto lo cura todo, es la panacea.
Empezaron a comer la morcilla y a pasarse la botella de vino. B, curiosamente, también lo hacía. Mientras trasegaban el vino y degustaban la morcilla, pusieron a Donato al corriente de la situación.
– No te preocupes, muchacho, ya te ayudé a salir una vez de aquí, pues ahora otra. No hay dos sin tres. Espera – siguió Donato ante la cara de extrañeza de los otros dos – en este caso no hay una sin dos. ¡Hala! nada de preocuparse, a beber vino, comer morcilla y luego a salir de aquí. O tienes mucha prisa… porque podemos seguir comiendo y bebiendo esto en la calle.
– Donato, por favor, baja la voz que te van a oír – dijo B.
– Pues que me oigan, pero nada de vino ni morcilla para ellos. Qué se jodan y curren mientras nosotros vivimos la vida.
– Eso, que nos den morcilla sólo a nosotros – dijo Matías y todos rieron.
– Yo es que cuando como y bebo no pienso, me concentro sólo en ello, pero ya verás como dentro de un rato se me ocurre algo para que salgas de aquí sin problemas, como la otra vez. ¿Sabe usted cómo fue lo de la otra vez? – preguntó Donato a Matías y como no lo sabía, se lo contó.
– Aquella vez tuve la suerte de estar en la planta baja y de que la salida que tú conocías estaba al lado. Ahora es muy diferente. Además, estoy escayolado.
– Qué va muchacho, estamos como en aquella ocasión, solo que en la planta tercera, pero con una ventaja que entonces no teníamos: no te están buscando.
– Eso es verdad, no me están buscando.
– Pero curiosamente estás más acorralado que entonces, cuando te buscaban. Qué cachonda es la vida, ¿eh, Matías?.
Los dos hombres rieron. B no lo hizo esta vez.
– Es cierto, ahora estoy más atrapado que entonces y eso que no me están buscando.
– Pero ahora, al igual que entonces, saldrás adelante. Lo primero que hay que hacer es darle confianza al enemigo. ¿quién es el enemigo en esta ocasión?
– El segurata – dijo B.
– Y los enfermeros y enfermeras – apuntó Matías, ante el asentimiento de B.
– Pues mientras se confían voy a usar el baño, ya saben… la próstata –entró en el baño – Pero sigan oyéndome que las buenas ideas si no se dicen, en seguida, se pierden. Una vez identificados nuestros enemigos, todo es mucho más fácil. Matías, como se supone que yo soy una visita que viene a verle a usted, lo cual por cierto no es falso porque he venido a verles a los dos, pero no me pueden vincular a Carlos por lo que me habéis indicado antes; puedo usar esto en favor de Carlos.
– ¿Cómo? – preguntaron los dos a la vez.
– Muy fácil. Los de seguridad y los enfermeros no verán en mi forma de actuar ningún peligro de que quiera favorecer tu huída. Es más, no olvidemos que ellos ni siquiera saben que quieres huir, por lo cual partimos con una ventaja fantástica que es el factor sorpresa, vital para derrotar al enemigo en cualquier batalla o contienda. Eso sí, estamos atrapados, aunque ellos no lo sepan. Pero tu eres un simple indocumentado que estará aquí mejor que en la calle y lo que ellos quieren es echarte de aquí.
– Exacto – dijo Matías – atrapados en una cárcel sin carcelero y sin barrotes. Tenemos que usar esto a nuestro favor. Deberíamos tirar de ingenio. No puede ser tan difícil hacerte salir de un lugar bajo estas condiciones.
– Si no fuera difícil no estaríamos hablando de ello – dijo B con amargura.
– Venga muchacho, ¡arriba los corazones! vamos a idear un plan perfecto, mientras nos duré el mágico efecto del vino y la morcilla.
– Siempre puede traer usted más para que nos inspiremos – rió Marcial.
– Oiga, que no la regalan – dijo muy serio Donato, para empezar a reír al momento –es broma, ya nos hartaremos de eso cuando Carlos esté fuera de aquí y a usted le hayan dado el alta. Porque digo yo – dijo mirando a B – que usted no vendrá mañana a visitar a Matías para que los tres repitamos lo del vino y la morcilla, ¿verdad?
Los tres rieron.
– A lo que iba –prosiguió Donato – voy a tratar de conocer la rutina de los de seguridad y de los enfermeros y enfermeras, para averiguar en qué momento puedes escapar de aquí tranquilamente, muchacho. Ahora vuelvo.
Donato salió de la habitación ante la atónita mirada de B y la sonrisa de Matías.
– ¿Pero a donde va este – preguntó B – como se pase de listo les va a poner sobre aviso.
– Confía en él, Carlos, confía en él.
Donato se acercó tranquila, y hasta despistadamente, al cuarto de enfermeros, junto al cual estaba un guardia de seguridad hablando desenfadadamente con una enfermera.
– Anda, que no tienes tú fantasía ni nada – dijo la enfermera.
– Es verdad, unos veinte metros y de cabeza, como una flecha caigo – dijo el guardia.
– Sí, claro, yo voy y me lo creo. Eso es como si saltaras desde un séptimo.
– ¡O más!
– Ja,ja, anda que no tienes fantasía, Tarzán.
– Ven un día y lo ves tú misma. Además, que a parte de saltar podemos hacer luego muchas cosas divertidas. Ese lugar es fantástico.
– A parte de saltar tú querrás decir, porque lo que es yo.
– Bueno, tú puedes verme desde abajo, tomándote una cervecita o dándote un baño, o las dos cosas – rió.
– Mira, eso sí empieza a convencerme más – rió la enfermera.
Donato se puso a su lado y se dirigió al guardia.
– Perdone joven, ¿usted no estaba antes en la puerta del hospital?
– Sí.
– Ya decía yo que me sonaba su cara. Yo vengo mucho por aquí, ¿no me reconoce? Claro, como va a reconocerme, con toda la gente que verá pasar a diario.
– Claro, no me fijo en la gente.
– Voy a seguir con lo mío –dijo la enfermera – hasta luego.
– Por esa puerta qué pueden pasar al día, ¿5.000 personas?
– Ni idea, pero muchos sí que lo hacen – contestó sin perder ojo a la enfermera que se alejaba por el pasillo.
– A la enfermera sí que no le pierde ojo, ¿eh? Buena moza, vaya que sí ¿entonces se ha cansado de ver a tanta gente y por eso está ahora aquí que sólo pasamos cuatro gatos y esta enfermera? – preguntó sonriendo – Bueno, perdone, no es de mi incumbencia su trabajo, a veces pregunto demasiado – rió.
– Estoy aquí temporalmente, mañana ya volveré a la puerta, seguro.
– Usted donde le manden, claro.
– Claro, a ver qué remedio.
– Bueno, aquí no está mal, ¿verdad? –dijo mirando a otra enfermera – y con estas compañías el tiempo pasa mejor.
– Sí – sonrió.
– Porque tirarse aquí doce horas seguidas como hará usted no es fácil.
– Doce no, hombre. No lo diga muy alto a ver si le va a dar la idea a mi jefe – rió.
– ¡Ah! pensaba que estaban aquí por turnos de doce horas.
– Son ocho horas, y no son seguidas. Cada dos horas descansamos cinco o diez minutos.
– Vaya, entonces no está mal. Yo ya estoy jubilado, pero si no, no me importaría dedicarme a lo suyo. Con tanto descanso el día pasará rápido. Además, que en un hospital el trabajo no será mucho para ustedes.
– No se crea, hay días difíciles. Y no siempre estamos destinados a lugares tan tranquilos.
–Bueno, pero ahora, aquí en este pasillo no se ve mucho estrés para usted.
– No, este puesto es muy bueno.
– Y con las enfermeras cerca mejor. Qué buenas que están, por cierto, qué nos pongan una inyección ya – rió Donato.
– Sí – sonrío el guardia.
– Pues no le interrumpo más, joven, que igual ya le toca el descanso. ¿tiene que esperar a que alguien le releve?
– Claro.
– ¿Para diez minutos?
– No, aquí no hace falta. Me relevan para el cambio de turno. Para mis descansos no viene nadie. Estoy aquí por rutina, para controlar qué pacientes salen de las habitaciones. Solemos pasear por todas las plantas, pero en este pasillo ahora nos quedamos porque hay un paciente indocumentado y hay que estar más pendientes, dicen los policías. Es el protocolo.
– O sea –preguntó con cara divertida – que en los descansos usted aprovecha para meterse ahí en el cuarto y estar con las enfermeras, ¿verdad?
– Ja,ja.
– Hace usted muy bien, si yo tuviera su edad creo que estaría más de diez minutos ahí dentro. Además, que a estas chicas se las ve muy predispuestas al coqueteo, ¿verdad?
– Algo sí – rió.
–Y usted con esa percha seguro que ya se ha llevado a alguna al huerto.
– ¡Qué va, hombre! – rió – no es tan fácil. Desde la puerta no puedo hacer nada.
– Bueno, ahora ya verá como sí. Las tiene a huevo, hijo. Pues no le interrumpo, que si es su descanso no quiero molestarle.
– No – dijo mirando el reloj – en media hora llega mi relevo.
– ¿Otro joven como usted?
– Sí.
– A ver si le va a levantar a los ligues – rió.
– Ja,ja.
– Que en los descansos, diez minutos dan para mucho.
– Bueno, se hace lo que se puede.
– Pues nada, joven. Encantado de hablar con usted y perdone por molestarle.
– No me ha molestado, caballero, estamos aquí para atenderles
Se despidieron y Donato volvió lentamente a la habitación.
– Ya conozco la rutina de los esbirros estos. Son tres turnos: a las 17h. a las 01h. y a las 9h. Pero lo más importante es que cada dos horas hacen un descanso de cinco o diez minutos en el cual no hay vigilancia.
– ¿Cómo no va a haber vigilancia? – preguntó B.
– No la hay, porque no es necesario en este caso. Me ha dicho que están aquí por mero protocolo, al haber un indocumentado. ¡Es usted un indocumentado, amigo! – rió –. Vamos, que no van a estar apostados vigilando esta puerta para ver quien entra o sale. Son unos mandados y lo que más les interesa es ligar con las enfermeras y que pase su turno.
– Entonces que Carlos salga de aquí no va a ser tan complicado – dijo Matías.
– Bueno, tampoco puede salir así como así. Hay que aprovechar alguna ausencia y salir rápido, sólo eso.
– Rápido, rápido, claro… con esta escayola no puedo hacerlo.
– ¡Bah!, chorradas. Tenemos tiempo de sobra para atravesar el pasillo. Obviamente no estarán los diez minutos sin salir del cuarto de las enfermeras, que es donde me ha dicho que se toman el descanso. Pero este pasillo lo recorre usted en menos de medio minuto con las muletas. Vamos a planificar, caballeros.
– ¿Caballeros? – rió Matías – sí que te estás poniendo serio, Donato.
– Amigo, es que esto es serio. Son casi las 17h. Es nuestra primera oportunidad para que Carlos escape con el cambio de turno. Si no, ya saben, cada dos horas contando desde las 17h. descansan y ahí es cuando hay que actuar. Propongo que ahora lo que hagamos sea observar como se produce el cambio de turno. Yo sólo puedo estar aquí hasta poco antes de las 20h. que terminan las visitas. Así que tendrán que hacerlo ustedes solos, porque ahora hay demasiados médicos y enfermeros pululando por aquí y, además, vendrán a ver qué tal se encuentra Carlos y a traerles la cena. Lo mejor es que la fuga sea esta madrugada.
– La fuga, esto se está poniendo interesante. Igual me voy contigo, chaval. Total aquí ya no pinto nada.
– Es que quizás tengas que ir con él para ayudarle a salir, Matías. Ahora lo veremos. Propongo que salgamos los dos para ver como se produce el cambio de turno. Usted tiene que ocupar mi puesto en mi ausencia.
– Todo esto es de locos – dijo B – tener que llegar a esto por nada. ¿Cómo pueden pasar estas cosas?
– Estás en un hospital, muchacho –dijo Matías – aquí todo es posible y da gracias a que cuando te han operado no te hayas quedado tieso en el quirófano o no te hayan hecho alguna aberración quirúrgica como amputarte la pierna o escayolarte la sana.
– No, si encima de todo lo que he pasado, y estoy pasando, voy a tener que dar gracias.
– Claro, todo puede ser siempre peor – inquirió Matías – alégrate de que sólo te haya pasado esto, chaval. ¡Veamos el vaso siempre medio lleno! Aunque ahora ya no tengamos vino.
– Bueno, caballeros – dijo Donado.
– ¿Caballeros? – rió Matías – perdón por la risa, pero es que no me acostumbro, me hace gracia la expresión. Sigue, Donato, te escuchamos.
– Vamos a dar un paseo por la zona para ver como se efectúa el cambio de turno. Tú espera aquí, Carlos. ¡Ah! y no te levantes. No olvides que estás muy convaleciente, que si no la policía podría volver hoy mismo a interrogarte. Si entra una enfermera exagera todo lo que puedas y hasta vuélvete a desmayar.
– Esperad, que voy un momento al baño.
– ¿Al baño? de eso nada, aquí los enfermeros vienen poco, aunque les llames, pero si vienen entran sin avisar. Toma la cuña y apáñate. Luego te la vacía Matías
– ¡Eh! que de eso se encargan los enfermeros – dijo Matías.
– Pues el que sea.
– O quítasela tú, que también puedes.
–Pues que le pongan una sonda – dijo Donato.
– ¡Eh! ¿una sonda? ¿seguro que quieres ayudarme o putearme más? – dijo B más jocoso que enfadado.
– Ahora no podemos perder más tiempo aquí. Vamos.
Los dos hombres salieron, dejando a B con cara de circunstancia, preocupación y con la cuña en las manos. Pasaron charlando distraídamente por el cuarto de los enfermeros. Donato y el de seguridad se saludaron de lejos. Se pararon frente a la máquina expendedora del pasillo general, desde donde se veía perfectamente el cuarto de enfermeros. Vieron como se aproximaba un nuevo agente de seguridad.
– Mira – dijo Matías señalando al nuevo guardia.
Donato miró su reloj y comprobó que eran las 17h. en punto.
– Puntuales. Menos mal que no parecen tan concienzudos en su trabajo como puntuales. Vamos a ver el cambio de guardia, a ver cómo lo hacen. Pero disimula, hombre – le dijo a Matías viendo que no quitaba ojo del guardia.
El guardia llegó y se saludó ligeramente con su compañero, para acto seguido entrar con él en el cuarto de los enfermeros.
– Lo que yo esperaba – dijo Donato – estos se van a pasar ahí un buen rato. Y más ahora que ha entrado otra enfermera más. Corre y ve a la habitación y pulsa el botón de llamada para ver el tiempo que tardan en reaccionar estando los guardias con ellas, es una comprobación práctica vital para nuestra operación.
Matías entró en el cuarto y pulsó el botón ante la atónita mirada de B.
– ¿Pero qué haces?.
– Es una comprobación vital, eso ha dicho Donato.
– ¿Y qué les digo cuando vengan?
– Yo qué sé, cualquier cosa. Que te cambien la cuña, que te den una aspirina, lo que sea. Vamos a esperar a ver cuanto tardan. Aprovecha para mear y que te cambien la cuña, que si esperas que lo haga yo vas listo – rió Matías.
Efectivamente, como sospechaba Donato, tardaron mucho. Exactamente los casi cinco minutos que tardó en salir el guardia relevado. Una vez este se marchó acudió una enfermera a la habitación de B. Procedió al vaciado de la cuña y se marchó. Al momento entró Donato.
– Bien caballeros, albricias, inmejorables perspectivas.
– ¿Qué?– preguntó B.
– Qué la cosa va bien – dijo Matías – Estos chavales no están al tanto de las expresiones de toda la vida.
– ¿Y por qué está la cosa bien?
– Ya tenemos un momento propicio para que salgas: los cambios de guardia –dijo Donato – Luego están los diez minutos de descanso que se toman cada dos horas. Ahora tenemos que valorar cual es el mejor momento para actuar. Si antes de las 20h. que hay más ajetreo y sobre todo cuando se van las visitas, o esperar a la noche. Vamos a hacer una lista de pros y contras.
– Yo apunto – dijo Matías cogiendo un bolígrafo y aprovechando una parte en blanco del periódico.
Donato empezó a caminar pensativo y tocándose la barbilla como si se estuviera mesando una barba imaginaria.
– Pros y contras para salir antes de las 20h. – exclamó gesticulando histriónicamente – Pro, hay más gente y pasarás más desapercibido. Contra, hay más enfermeros y enfermeras y el guardia estará más activo.
– No vayas tan rápido, que no puedo apuntarlo.
– Pro de salir por la noche – siguió Donato – hay menos enfermeros y enfermeras y el guardia estará menos activo. Contra, no habrá nadie en los pasillos y serás presa fácil si alguno de ellos sale a él.
– Más despacio, ¿cuán era la contra de lo primero que has dicho?
– Déjate de anotaciones, que ya no hay más que anotar. Valorados estos dos pros y dos contras, resuelvo que el mejor momento para tu huída es cualquiera de los dos horarios, siempre que se haga bien.
– ¿Qué es hacerlo bien? – preguntó B.
– Pues no hacerlo mal – contestó Donato.
– Vale, muy divertido. Si estáis de cachondeo no creo que esto vaya a salir bien.
– ¿Quien está de cachondeo? – dijo Donato enfadado – Estamos elaborando un plan perfecto para tu huída, digno de un guión de Hollywood, muchacho. Quien sabe si al final de todo podamos vender esta historia para el guión de una película. Igual nos forramos con todo esto, muchacho. Pero ahora prosigamos. Creo que puedes hacer dos intentos.
– Repíteme lo que has dicho, que no lo he anotado.
– ¡Déjate de notitas, Matías! que está todo anotado aquí – dijo Donato señalándose la cabeza – El mejor plan es que Carlos lo intente las dos veces. Si falla la primera, y por fallar me refiero a abortar la misión no a que te pillen, pues la segunda. Obviamente si funciona la primear la segunda se anula – rió.
– Vale, Houdini – dijo B – y cuando esté en el pasillo principal, ¿qué? Hacia donde voy y cómo salgo del hospital.
– Eso es otro asunto que debemos abordar. Tienes dos lugares de salida, la entrada principal en la que no habrá nadie vigilándote, aunque sí el guardia que está allí apostado siempre pero no tiene orden de vigilarte, o la salida clandestina que te enseñé la primera vez.
– Para salir por la puerta principal lo mejor sería hacerlo ahora que hay ajetreo –sugirió B.
– Sí, pero tampoco es imprescindible. Durante toda la noche pueden salir personas del hospital, los que se quedan a pasar la noche con los pacientes. Y aunque vayas con muletas, como vas vestido de calle y con la gorra tapándote la venda, nadie te preguntaría nada, y si lo hicieran, dices que vas a fumar o a que te dé el aire, que estás pasando la noche con un familiar ingresado.
– Donato tiene razón – dijo Matías.
– No obstante, muchacho, necesitamos conocer si nuestras salida clandestina sigue habilitada. Voy a bajar a comprobarlo.
Donato salió de la habitación.
– Gran hombre este Donato, parece todo un profesional de las evasiones.
– Eso o que ha visto demasiadas películas – dijo B algo desanimado.
– Vamos, chaval, ánimo que todo va sobre ruedas.
– Ya, menos mi pierna. Nos estamos olvidando de que tengo media pierna escayolada. No creo que nadie en estas condiciones vaya a pasar la noche con un familiar, sino que deberían pasar la noche con él. Si salgo con las muletas me van a dar el alto seguro. Bueno, aunque la escayola no se me ve e igual Donato tiene razón de que por qué no puede alguien con muletas estar de visita. Se supone que los enfermos están dentro y no fuera del hospital, pero yo que sé ya. Para salir por la puerta principal ha de ser durante el día, como si me hubieran dado el alta. Por la noche es imposible esta vía de escape, a no ser que no haya nadie cerca de la puerta, pero en recepción siempre hay alguien, seguro.
– Es verdad, se nos ha olvidado eso. Ahora cuando venga Donato lo debatimos.
Donato regresó con unas cervezas.
– Tomad –dijo dándole una lata a cada uno – tenemos que brindar. Nuestra salida clandestina sigue exactamente igual. Estas cervezas las he comprado en la tienda de la esquina y he salido y entrado por ella.
– Estupendo – dijo B – porque esa es la única salida que puedo tener por la noche.
– ¿Y eso? – preguntó Donato.
–Por esto –dijo B mostrándole la escayola – por mucho que digas que alguien escayolado y con muletas no es sospechoso… porque se nota que llevo una escayola debajo del pantalón, si es que me entra, que esa es otra.
– Cierto, igual hemos pecado de optimistas –dijo Donato –.
– Habrás pecado tú, porque Carlos y yo lo hemos hablado cuando te has ido.
– Bueno, mea culpa, cierto. Pues sabiendo que la salida clandestina sigue ahí, no hay mayor problema.
– No sé – dijo B – si me pillan de esta guisa pululando de noche por el hospital voy a resultar sospechoso, por mucho que ya no me estén buscando como hace unas semanas.
– Ahí tienes razón – dijo Donato – lo mejor será intentar una primera huída antes de las 20h. Igual no nos conviene jugárnosla todo a una sola carta. Siempre podemos tener el segundo intento nocturno si el primero diurno fracasa. Además, yo puedo servir de ayuda en este primer intento.
En ese momento entró Marta a la habitación.
– Hola. Vaya, cervecitas, veo que no lo estáis pasando mal. Si interrumpo alguna fiesta me marcho – dijo mirando inquisitivamente a B.
– Siempre hay que pasarlo bien, señorita, se esté donde se esté – dijo Donato – eso sí, con discreción no vaya a ser que nos pillen los enfermeros de esta guisa. Por cierto, no tengo el gusto de conocerla.
– Soy Marta, la… – dudó mirando a B y Matías.
– Tranquila, está con nosotros – dijo B.
– Vale, soy la ex-novia de este. Ya sé que quedamos en que me llamarías, pero he preferido pasarme otra vez. ¿Cómo va la cosa?
– Estamos ahora mismo hablando de ello – dijo B.
– Señorita, llega usted como llovida del cielo – dijo Donato.
– ¿Perdón? – exclamó sorprendida Marta.
– Vamos a necesitar de su ayuda, como plan B.
– ¿Y cuál es el plan A? – preguntó B.
– Un momento –dijo Marta – ya le dije a… a Carlos, que no iba a hacer nada que me comprometiera, tengo que mantener una imagen y…
– Tranquila – la interrumpió Donato – lo más probable es que no tenga que intervenir, pero llegado el caso no se comprometerá en nada, no se preocupe.
– Bien, pues cuéntanos el plan – inquirió B.
A las 19: 45h. avisaron por megafonía de que la hora de visita terminaba a las 20h. y rogaban (es una forma suave de obligar) que todos los visitantes abandonaran desde ese momento el hospital. Donato estaba apostado junto a la máquina expendedora del pasillo principal. Poco a poco empezó a salir gente de las habitaciones, dirigiéndose a él.
El guardia de seguridad estaba en el pasillo, hablando distendidamente con dos enfermeras. En total eran 3 enfermeras y un enfermero en ese lado de la planta en el que estaba la habitación de B. Dentro de media hora subirían la cena, había que actuar ahora que había revuelo, pero debían evitar tanto al guardia como a las enfermeras y enfermero. Donato llevaba tiempo pululando por la zona, fingiendo hablar por el móvil. Sabía que dentro del cuarto de enfermeros estaban las dos enfermeras y el enfermero que no hablaban con el guardia. Hizo una llamada perdida a Matías. Era la señal acordada.
Matías, al llevar semanas ingresado, conocía a casi todos los internos de ese lado de la planta. Fue a una habitación en la que estaban dos mujeres que a penas si se mantenían despiertas . Efectivamente, al entrar las dos estaban adormecidas y su única visita ya se había ido. Aprovechó para pulsar el botón de llamada al cuarto de enfermeros, tal y como estaba trazado en el plan de Donato.
Inmediatamente fue a otra habitación en la cual tenía un amigo. Se puso junto al cabecero de la cama y empezó a hablar con él. Apretó también el botón de llamada cuando el enfermo miraba hacia otra parte y acto seguido se marchó a otra habitación en la que hizo lo mismo. Había cumplido perfectamente con el trabajo que se le había encargado.
Las visitas seguían saliendo lentamente, pero no eran tan numerosas como para poder camuflar a B entre ellas para pasar desapercibido. Permanecía arropado en la cama, pero vestido con la ropa que le trajo Marta. Matías volvió a la habitación. A los pocos minutos sonó el móvil de Marta, era la señal para que saliera inmediatamente y se dirigiera al cuarto de baño del pasillo, preguntando precisamente a la enfermera y al guardia donde estaba el servicio de señoras. Tras recibir las indicaciones, Marta pasó por delante de Donato, sin decirle nada. Donato caminaba distraídamente, mirando el móvil, junto al cuarto de enfermeros donde permanecía un enfermero dentro y el guardia y una enfermera seguían hablando en el pasillo. Al instante soñó el móvil de Matías, con un solo tono. Era la señal de que una enfermera había abandonado el cuarto. Al instante sonó otra vez, con dos tonos. Ya eran dos las enfermeras que habían salido hacia las habitaciones.
Al instante Marta volvió allí y, alarmada, le dijo al guardia que acababan de robarle el móvil en el servicio.
– Lo dejé encima del lavabo y me di la vuelta para secarme las manos. Había una señora en el otro lavabo. Al girarme ya no estaba el móvil. Me lo ha tenido que robar ella. No puede andar muy lejos. Qué imbécil soy, mira que dejar el móvil ahí encima…
– Tranquila señora, sígame y dígame su descripción para ver si la vemos y comunicárselo a mis compañeros para que la intenten localizar.
Se fueron hacia el pasillo principal. En el cuarto de enfermeros quedaban una enfermera y un enfermero, los cuales tenían visibilidad de una parte del pasillo. Matías esperaba ,apoyado en la puerta de la habitación, un gesto de Donato. En cuanto lo vio le indicó a B que ya podía salir. B se incorporó, se puso la gorra, cogió las muletas y salió al pasillo. Para entonces Donato ya estaba hablando con 2 mujeres que habían salido de visitar a un enfermo. Las paró justo en la puerta del cuarto de enfermeros, para tapar la visión del pasillo.
– ¡Vaya!, qué casualidad encontrarnos aquí – dijo ante la sorpresa de las señoras que no le conocían de nada – ¿han venido a ver a un familiar?
– A una amiga – contestó una de ellas – ¿nos conocemos de algo?
– Vaya, espero que no sea nada grave y se recupere pronto su amiga – siguió Donato, gracias a la verborrea que le caracteriza, mientras Matías se apostaba en la puerta del cuarto de enfermeros – hacía como 10 años que no nos veíamos, ¿verdad?.
– Adela – dijo Matías a la enfermera entrando en el cuarto – ¿me podrías dar una tirita? Tengo una rozadora en el pie por esta zapatilla.
B atravesó el pasillo todo lo rápido que pudo. Nadie le vio. En seguida se puso frente al ascensor, que por suerte ya no estaba en el ángulo de visión desde el pasillo, pues estaba metido hacia dentro. Justo en ese momento pasaron junto a él Marta y el guardia.
– Sí, repito, una señora de unos 60 años, pero canoso, falda y chaqueta oscuras – dijo hablando por el walkie talkie – Si la interceptáis mirad si tiene un teléfono móvil LXG-300, con funda azul. Yo miraré por esta planta. Cambio y corto. No creo que la encontremos, justo ahora es la hora de salida de las visitas, pero por intentarlo no será, saben a qué hora actuar los muy cabrones. Dese usted una vuelta por aquel lado de la planta que yo lo haré por este otro, a ver si hay suerte. Si la ve grite para que la oiga.
– Muchas gracias – contestó Marta viendo por el rabillo del ojo como B cogía el ascensor junto a otras 4 personas.
B llegó a la planta baja. Salió el último. Se dirigió, rodeado de más personas en varios sentidos, a la puerta de salida. Pero justo cuando iba a salir reconoció al guardia de seguridad apostado en ella. Era Francis, el que le había golpeado y detenido la primera vez y luego había entrado en su cuarto con los policías. Sin duda le reconocería, pese a la gorra y las muletas. No pudo evitar asustarse. Ahora que por fin estaba tan cerca de escapar le daba pavor que este animal con porra pudiera reconocerle.
Mientras, en la habitación de Matías, entró una enfermera que volvía de una de las habitaciones en las que él había pulsado el botón de llamada.
– ¿Dónde está tu compañero?
– No lo sé, he ido a dar un paseo y cuando he llegado no estaba.
Miró en el baño y al salir, continuó preguntando a Matías.
– ¿Dónde va a ir en su estado? ¿Y esto? – dijo viendo una bolsa que asomaba del armario. Lo abrió y vio tirada en él la ropa de enfermo de B. – ¿qué significa esto, Matías?
– ¿Eso? ¿qué es eso?
– Es la ropa de tu compañero. ¿Qué hace aquí?
Salió corriendo al pasillo, a hablar con el guardia de seguridad. Pero no lo encontró, pues estaba deambulando por los pasillos en busca de la inexistente ladrona del móvil (que sí existía y estaba en el bolso de la chica) de Marta. La enfermera cogió el teléfono apresuradamente.
– Cecilia, soy Ana. Aquí está pasando algo raro. No sé qué será, pero pásame con Seguridad.
– Aquí Seguridad, dígame.
– Oiga, llamo del ala C de la tercera planta. Había un guardia de seguridad aquí para vigilar a un paciente, o para algo así. El caso es que ahora no están ni uno ni otro – dijo apresuradamente.
– ¿Cómo dice?, repítame todo más despacio.
– ¡Qué localicen a Javier! – gritó la enfermera. Era el compañero suyo que estaba aquí.
– De acuerdo , no se preocupe. Ahora hablo con él y le digo que vaya para allí.
Javier llegó corriendo, con poco resuello lógicamente, pues la formación física que le exigen a estos guardias es cero. Con que puedan caminar, levantar la porra, aporrear y sacar la pistola y manejar el walkie talkie ya es suficiente.
– No entiendo qué ha pasado, pero el enfermo que tenía que interrogar la policía ya no está – dijo la enfermera.
– ¿Cómo que no está? Si no podía levantarse de la cama. ¿Y para qué iba a largarse? ¿Vagabundo y cojo?
– Ya. Pues se ha quitado la ropa y ya no está en la habitación.
– Pero bueno, ¿qué tipo de médicos hay en este hospital? ¿no dijeron que este hombre no podía levantarse de la cama? – dijo yendo a la habitación, para detenerse a la mitad del pasillo – un momento, al final no vino ningún médico y fuiste tú la que dijiste a los policías que se fueran. ¿Qué coño es todo esto?
– ¿Qué va a ser todo esto? ¡Es el funcionamiento normal de un hospital!, ¿crees que los médicos van a venir a poner vendas o qué? Dije que llamasen a un médico, pero luego comprobé que no hacía falta. Lo de este paciente estaba claro. Si tanto te preocupaba haber estado vigilándole o haberle esposado a la cama, no te jode.
– ¿Vigilándole? – dijo caminando de nuevo hacia la habitación – esa no era mi labor, simplemente tenía que estar aquí para que él no saliera, pero se supone que no tenía que salir, ni podía salir por su estado – se detuvo de nuevo – es como cuando te mandan vigilar un acto público que es posible amenaza de atentado terrorista. Si se produce un atentado no es culpa mía, o qué hago, ¿disparar a todo el mundo antes de que se produzca por si acaso? Casi nunca pasa nada, para que lo sepas. Pero este paciente estaba en cama e imposibilitado para salir de ella según vosotros.
Entró en la habitación y empezó a registrarlo todo, que era muy poco, por cierto.
– Caballero – le dijo a Matías – ¿dónde está su compañero?
– Ya se lo he dicho a la enfermera.
– ¡Pues ahora dígamelo a mí, coño! – gritó.
– No sé dónde está, cuando me fui a dar una vuelta estaba tendido en la cama, como siempre. Tampoco hace falta que se ponga así, yo no he hecho nada malo.
– ¿Nada malo? mire, mejor cállese, que ya estoy hasta las pelotas de todo esto. Menuda mierda. Pablo, ¿me recibes? cambio – dijo por el walkie talkie –.
– Te recibo, cambio.
– Ha desaparecido un paciente indocumentado que tenía que interrogar mañana la policía. Vigilad todas las salidas. Es un varón de metro setenta y pico, complexión normal y va en muletas, con una pierna escayolada y la cabeza vendada. Detened a todos los que coincidan con esa descripción. Cambio.
– No sabía nada de que tuviéramos que vigilar a ningún interno. Cambio.
– Ya, es complicado. No teníamos que vigilarlo. En principio era un paciente indocumentado más y sólo teníamos que estar cerca para controlar la situación hasta que volviera la policía. ¡El puto protocolo! No era ningún delincuente y no pensábamos que fuera a huir. No sé qué coño ha ocurrido, pero tenemos que encontrarlo si es que todavía sigue en el hospital. Cambio.
– Joder, menudo marrón. Lo que nos faltaba después de que se nos escapara el ladrón. Cambio.
– Pues por eso mismo no hay que joderla ahora. Poneos manos a la obra. Cambio y corto.
– Pero por qué buscan a Carlos, ¿qué ha hecho? – preguntó Matías.
– Nada, o yo qué sé. Pero tenía que estar aquí mañana cuando llegara la policía.
– ¿Entonces por qué no lo estaban vigilando?
– Porque no es un delincuente.
– ¿Entonces por qué quiere hablar con él la policía?
– ¡Y yo qué coño sé! Lo único cierto es que se ha escapado, aquí está su ropa de enfermo. ¿Por qué se habrá ido?. ¡Nadie nos dijo que había peligro de fuga! Además, estaba casi inmovilizado en cama y con la pierna escayolada, no entiendo nada. Pero como resulte ser un delincuente el marrón nos lo vamos a comer nosotros y no la policía. Como no lo encontremos se nos va a caer el pelo. No entiendo nada. Y como usted me esté ocultando algo va a tener un serio problema – dijo señalando a Matías – qué todo esto me huele fatal y no me creo nada de lo que dice.
– El problema lo tendrán ustedes por haberme metido a un peligroso delincuente en la habitación. ¡Mañana mismo llamo a mi abogado!
B seguía cerca de la puerta principal. Vio al guardia hablar por el walkie talkie y poner gesto de nerviosismo y empezar a mirar hacia todas partes, sin dejar de hablar por el aparato.
– Algo no va bien – se dijo B entrando al cuarto de baño, el mismo en el que conoció a Donato. Se miró en el espejo. La venda de la cabeza estaba totalmente tapada por la gorra y la escayola casi no se notaba en el ancho pantalón. Las muletas era lo único que le delataban como enfermo, pero sin ellas no podía caminar. O no debía caminar. Decidió dejarlas, para no levantar sospechas. Caminaría con muchos problemas y dolores, pero no le quedaba otra si no quería ser detenido por los guardias. Un cojo es menos sospechoso. Era el momento de apretar los dientes y tirar para adelante sin contemplaciones. Después de todo lo que le había ocurrido merecía la pena este esfuerzo final.
Salió del baño sin las muletas, apoyándose en los pasamanos de la pared y aguantando el dolor que cada paso le producía. Iba en busca de la salida clandestina que le enseñó Donato hace semanas y por la que logró escapar la otra vez. No estaba muy lejos del baño y no se veía desde la entrada principal, claro. Su único temor era encontrarse con algún guardia de seguridad por ese corto pero, en su estado, largo camino. Llegó a la puerta clandestina sin problemas.
– ¡Bien! – gritó sin darse cuenta.
Pero esta vez estaba cerrada con cadena y candado.
– ¡Maldita sea! Si Donato ha dicho hace una hora que estaba abierta. ¿Ahora qué hago? ¿Pero qué le he hecho yo a este hospital? Está vivo y parece que va a por mí el muy hijo de puta – exclamo sollozando.
– Tranquilo, muchacho, lo tengo todo estudiado – dijo Donato saliendo de un rincón oscuro.
– ¡Joder! – exclamó B asustado.
– No se preocupe, todo va según lo planeado.
– ¡Qué susto me has dado! ¿planeado? ¿qué significa todo esto? ¿estás aliado con los seguratas?
– Qué va muchacho, que va. Baja la voz, no vayamos a joderla al final.
– ¿Joderla dices? – dijo B tirando fuertemente de la cadena de la puerta clandestina – ¿y esto que es entonces?
– Naderías, no te preocupes, lo tenía todo previsto.
– ¿Sabías lo de la puerta?
– Claro.
– Entonces estás con ellos, eres parte de este maldito hospital.
– No. Entiendo tu confusión, pero tenía que hacer así las cosas. ¿Hubieras escapado de la habitación sabiendo que esta salida estaba cerrada?
– Claro que no.
– Entonces espero que entiendas el por qué tuve que mentirte.
– No lo entiendo, me has llevado a la boca del lobo. Culpa mía por confiar en un perfecto desconocido como tú.
– Un desconocido que ya te sacó de aquí una vez sin preguntarte el por qué. ¿Vas a dudar ahora de mí?
– Ya no sé qué pensar. Todo esto me supera.
– Pues confía en mí y dentro de nada estarás ahí afuera disfrutando otra vez de la libertad. Lo vamos a conseguir. Haz lo que yo te diga. Sólo dime donde has dejado las muletas y te sacaré de aquí ahora mismo.
B decidió calmarse y actuar de inmediato, pues todavía había tránsito en la salida principal. No podía ir a otra salida en sus circunstancias. Intuía que le estaban buscando, y sin las muletas no lo identificarían, si lograba disimular la cojera, a parte del plan que tuviera Donato, en el cual no confiaba ya.
– Déjame en paz – le dijo – no te pongas en mi camino, saldré solo.
– Dime donde están las muletas o no podrás salir.
– En el baño. Te repito que me dejes en paz, ya no confío en ti.
La pierna le dolía horrores, pero aún así enfiló decidido el camino hacia la puerta, caminando junto a otras personas que salían. Logró volver a disimular algo la cojera, soportando un dolor atroz, y caminar bastante erguido aunque sin poder articular una pierna.
– Muchacho – dijo Donato sujetando las muletas – no te pares, pase lo que pase no te detengas. – le guiñó un ojo, se apoyó en las muletas y doblo una pierna. Luego te devuelvo las muletas, en la calle.
B dudó unos segundos pero decidió seguir adelante. ¿Qué más podía pasarle?, ¿qué le detuvieran?. Con eso ya contaba si no se hubiera escapado de la habitación. Tenía que arriesgarse.
– ¡Guardias, guardias! –gritó Donato – Esto es un escándalo, exijo que llamen a la policía inmediatamente.
B sintió un escalofrío por todo el cuerpo: “¿Donato le estaba denunciando?” No pudo evitar detenerse. Si él le traicionaba todo su mundo se vendría abajo definitivamente.
– Aquel Señor , aquel individuo más bien – dijo Donato señalando a los ascensores – lleva varios días amenazándome. No voy a tolerarlo más, deténganle ahora mismo.
Donato se refería al viejo chiflado con fuerte olor a alcohol y tabaco que B se había encontrado dos veces en las puertas de los ascensores principales de la planta baja. El viejo, oyendo las acusaciones de Donato, no dudó en entrar al trapo como era de esperar. Y fue hacia la puerta de entrada.
– ¿Tiene algún problema conmigo? – le gritó a Donado.
– Alguno no, ¡todos!. Es usted un impresentable y un payaso total.
– Señores, por favor, dejen de armar escándalo – dijo el guardia sin dejar de mirar a todas partes para seguir son su misión de interceptar a las personas que coincidieran con la descripción de B.
– ¿Escándalo? – gritó Donato fingiendo enfado – ¡El escándalo es que usted permita este tipo de comportamiento!
– ¿Qué he hecho yo de malo? – dijo el anciano de fuerte olor a alcohol y tabaco – ¡Yo sólo defiendo los intereses del paciente! – gritó girándose hacia los ascensores – ¡y les digo a todos que este lugar es un centro de exterminio silencioso!
– García ¿me recibes? , cambio. – dijo el guardia por el walkie talkie.
– Usted es un grosero y un imbécil – le dijo Donato al anciano.
– ¿Cómo se atreve? – dijo el anciano.
Donato le hizo un gesto con la cabeza a B de que fuera rápidamente hacia la puerta de salida. B, todavía atónito por la escena, reaccionó automáticamente. Comprendió que Donato conocía perfectamente al anciano y que sabía que sería fácilmente provocado, y como siempre estaba en ese mismo lugar ya desde el principio supo que podría armar un jaleo con él para facilitar la salida de B. En cualquier caso, mientras avanzaba confundido entre la gente que salía, algunos de los cuales se arremolinaban en el lugar del conflicto, no dudó en otorgar al anciano el valor de oráculo. Todo lo que le había dicho se había convertido en realidad.
– Te recibo, Francis. Cambio. Señores por favor cálmense, y ustedes hagan el favor de no detenerse, sigan su camino – dijo a un grupo de personas que se habían arremolinado a contemplar la escena – Oye, baja a la puerta de salida. Se ha montado un altercado y necesito refuerzos para controlar la salida de la gente. Cambio y corto.
– ¡Usted si que es un problema para los pacientes! – siguió Donato.
– ¿Yo un problema? Le voy a enseñar quien soy yo, faltaría más – gritó amenazándole con el puño en alto.
– ¡Venga!, atrévase a tocarme, imbécil.
– ¡Señores, ya está bien! – gritó el guardia situándose entre los dos.
– Si no le da usted con la porra lo haré yo con la muleta – dijo Donato blandiendo la muleta amenazante.
– Deje eso en el suelo, caballero, y salga de aquí ahora mismo – pidió el guardia.
– ¡Se va a comer la muleta! – amenazó el anciano yendo hacia Donato.
B había aprovechado para acercarse a las salida y cuando pasó junto al segurata notó que la pierna sana le temblaba, pero aún así logró salir ya que el plan de Donato había salido a la perfección y el guardia estaba tratando de reducir al anciano y de calmar a Donato, que se quejaba del hecho y gritaba indignado. Este revuelo le vino estupendamente a B para salir del hospital. Una vez fuera, el dolor de la pierna era insoportable. Ya no podía dar ni un paso más, necesitaba unas muletas inmediatamente. Se aferró a una farola. Aguantaría apoyado en ella, a pie de carretera, y pararía el primer taxi que pasara. No podía caminar más en esas condiciones. Pero un grito que le llegó del hospital hizo que siguiera moviéndose.
El anciano seguía iracundo. Así que intentó salir del hospital, entre amenazas de que ya volvería armado para vengarse del maltrato que había sufrido, ante lo cual el guardia le agarró, inmovilizándole y amenazándole con que si no colaboraba le esposaría. Pareció calmarse y el guardia le soltó, ante lo cual el anciano, sin dudarlo dos veces, le propinó un garrotazo en la cabeza al guardia y salió apresurado del hospital, momento en el que el guardia que acaba de llegar y ver lo ocurrido, gritó: “¡Alto ahí, no de un paso más!”
B interpretó esto como dirigido a él y mirando para atrás vio al guardia corriendo hacia él, porra en mano, pero sin percatarse del anciano que pasó como un rayo junto a él. B no dudó un segundo en salir de allí, aunque fuera a rastras. Le había costado horrores escaparse del hospital y no pensaba dejarse atrapar para volver a ser metido en él. Y como el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, B no iba a ser menos animal que el resto. Salió despavorido cruzando la avenida sin mirar, como le pasó la primera vez, y fue arrollado brutalmente por una furgoneta. Marta, que acababa de llegar a la puerta de salida vio el accidente y corrió hacia allí.
B yacía ensangrentado en la carretera. El conductor de la furgoneta estaba junto a el, asustado. El guardia de seguridad había dejado escapar al anciano para atender a B.
– Ha salido de repente, no le he visto. Por Dios santo…
– Tranquilo caballero, lo he visto todo – dijo en agente mientras cogía el walkie talkie e informaba de lo ocurrido.
– ¡B, Dios mío, B! – gritó Marta entre lágrimas.
– Señora, no se acerque más – inquirió el segurata.
Dos enfermeros salieron rápidamente y, tras tomarle el pulso a B, certificaron su muerte.
– No lo entiendo – gimoteó el conductor de la furgoneta muy afectado por lo ocurrido – ¿por qué ha salido así de repente por el medio de la avenida?
– Vaya usted a saber, caballero. Hay gente muy loca – dijo el vigilante de seguridad – aparte la furgoneta, por favor. Y usted, señora, no toque el cuerpo.
FIN